Es probable que te hayas cruzado con su nombre o con alguna foto suya en redes sociales en los últimos días. O que las tres horas y media que miden los siete capítulos de la serie documental de Netflix Pretend it's a city (Hacé de cuenta que es una ciudad) la hayan metido primero en tu televisor y después en tus intereses. De esos que apremian las primeras 48 o 72 horas y después o se convierten en una relación más o menos estable con el personaje o se te pasan para siempre. Como los amores de verano.
Fran Lebowitz es esa mujer de 70 años, ropa tan característica que podría describirse como un uniforme, un sarcasmo tan característico que podría describirse como una cosmovisión, cuatro libros publicados y devenidos en best-sellers, centenas de conferencias públicas que hacen eje en el humor y la observación social, y más de 50 años viviendo en Nueva York que hace reír a Martin Scorsese con todo el cuerpo. Hasta agarrarse la panza y levantar esas cejas que en estado de reposo apuntan siempre para abajo.
Se ve en la serie que grabaron juntos antes de que el CoVid-19 invadiera Manhattan y el mundo entero. Son conversaciones sobre los cambios que sufrió Nueva York entre que Lebowitz llegó desde Nueva Jersey, en 1969, y la actualidad. Cambios que se perciben en los hábitos urbanos, en un vagón de subte, en la vida nocturna, en los rascacielos que rodean al Central Park, en qué deportes se practican en el espacio público, en cómo se usan las bibliotecas y las librerías, y en cuánto cuesta vivir en la ciudad que, según la autora, empeoró pero de la que no quiere irse. Si la relación entre Lebowitz y Nueva York durara una estrofa en inglés, sería esta: “I can't live with or without you”.
Lebowitz tiene algo para decir sobre cualquier tema. Pendula entre Abe Simpson gritándole a la nube y cierta incorrección política que oxigena en la era de la cancelación y el castigo masivo a un clickcito de distancia. De eso, de tener algo para decir, vive. En 2017 compró un departamento en el barrio Chelsea de Manhattan. Tiene 210 metros cuadrados, una habitación, dos baños, cochera para su Checker Marathon gris perlado de 1979 -el único auto de su vida-, espacio para sus 12.000 libros -incluido el estante con manuales sobre cómo fabricar y esculpir jabones- y una valuación de 3,1 millones de dólares, según Variety. Antes, durante 26 años, había vivido en The Osborne, el segundo edificio de lujo más antiguo de Nueva York detrás del Dakota. Así que vive bien.
No usa teléfono celular, ni computadora, ni tablet. Es que, cuando llegó el momento de dar el salto a la máquina de escribir, Lebowitz se negó. Reniega de casi cualquier cambio tecnológico. No usa el horno que trajo su casa: tiene una computadora que no entiende. Sí sabe prender la estufa, y cuando dio indicaciones para que le compraran una heladera pidió que fuera la más analógica del mercado. “No uso redes sociales. No porque no sepa qué pasa ahí, sino porque sé qué pasa ahí”, le dice Fran a Marty -así lo llama- en Pretend it's a city. Levante la mano el que no se quedó haciéndose algunas preguntas.
Cuando Lebowitz habla, Scorsese escucha, espera el remate, y se ríe como Patán, el perro de Piernodoyuna. Mientras tanto, suenan canciones que sirven para acordarse de que el cineasta es un maestro y un devoto de sus orígenes italianos. Sus cámaras siguen a Lebowitz por la Quinta Avenida, Times Square, Wall Street, Columbus Circle, la librería Strand y todos esos lugares que hacen que Nueva York genere la sensación de que pisarla es estar en el centro de la Tierra.
Ya habían conversado: en 2010 el director de Taxi Driver y Casino editó Public speaking (Conferencia pública), un documental sobre vida y obra de Fran. En ese momento, The Washington Post calificó a Lebowitz como “la mujer más divertida de los Estados Unidos”. Ella y Marty son amigos desde décadas: ninguno de los dos recuerda cuándo se vieron por primera vez pero ya recibieron varias veces juntos el Año Nuevo en el microcine que Scorsese tiene en su oficina, con otros pocos amigos y mirando alguna película.
Antes de ser una escritora y conferencista pública millonaria, Lebowitz fue la pequeña hija de Ruth y Harold, la primera generación de estadounidenses de dos familias judías que habían llegado desde Rusia. Ruth criaba a sus hijas, Fran y Ellen, y Harold, que había sido soldado en la Segunda Guerra Mundial, atendía su mueblería y tapicería. Un mueble de diseño es uno de los objetos en los que Lebowitz está dispuesta a gastar varios miles de dólares.
Fran leía vorazmente desde que recuerda. En la escuela le iba mal. Muchas veces porque, en vez de anotar lo que había en el pizarrón o hacer la tarea, leía. A escondidas y sin parar. La suspendieron de una de las escuelas secundarias a las que fue porque no se involucraba lo suficiente en las actividades deportivas ni en alentar a los equipos deportivos de esa institución -si naciste entre 1980 y 1990 esta imagen mental es para vos: Daria- y la echaron de otro colegio por tener “actitudes hoscas aleatorias y sin motivo aparente”. No terminó de cursar la escuela: aprobó un examen que equivalía a ese título. Mientras tanto, trabajó en una heladería y tuvo miedo de que ese destino durara toda la vida.
Llegó a Nueva York cuando tenía 19 años con plata para sobrevivir dos meses: se la había dado Harold para que pagara un hotel exclusivamente de mujeres. Trabajó como chofer, vendió cinturones en la calle, manejó un taxi -y padeció que ningún taxista de los que paraban en el café de los taxistas le hablaran por ser mujer- y limpió casas. Nunca fue moza porque, según cuenta en el documental de Netflix, para acceder a ese trabajo siempre había que tener relaciones sexuales con alguien y no lo aceptó. El trabajo que le empezaría a cambiar la vida llegó cuando empezó a vender espacio publicitario para la revista cultural y política Changes.
En medio de sus ventas, hacia 1971 Fran empezó a publicar reseñas de libros y de películas. Entre los que las leyeron estaba Andy Warhol, que acababa de co-fundar la revista Interview. La fichó para que escribiera allí: su columna I Cover the Waterfront se volvió un clásico de la década en esas páginas. Circuló por la noche neoyorquina, cuyo epicentro era la pista de baile de Studio 54, y conoció a artistas como Robert Mapplethorpe y Susan Sontag: salió todas las noches por al menos diez años.
En esa época empezó a vestirse como lo hace ahora: un jean Levi's con la botamanga ni más ancha ni más angosta que el resto del pantalón, camisas blancas, botas de cowboy y sacos y sobretodos que, apenas pudo, empezó a comprar en Anderson & Sheppard, una sastrería londinense en la que un ambo cuesta entre 900 y 1.450 libras esterlinas. Cuando Scorsese la muestra en las calles de Manhattan con una bufanda y un sobretodo ancho, Lebowitz se parece a Bob Dylan y a Patti Smith al mismo tiempo, como si madurar en Nueva York se llevara puesto. Usa anteojos de marco redondo que siempre combinan el marrón, el negro, el color miel y el amarillo. Para describir ese estampado los ingleses usan una palabra hermosa: tortoiseshell -caparazón de tortuga-.
No tuvo una gran relación con Warhol, así que migró con sus columnas a otra revista, Madmoiselle. En 1978 compilaron muchos de sus textos humorísticos sobre lo que la enfurecía y la irritaba de la vida urbana en Nueva York en Metropolitan life (Vida metropolitana), su primer libro: fue best-seller y un salto irrevocable a la fama. Le propusieron adaptarlo al cine pero dijo que no. Todavía no está segura de por qué. Tres años después, un segundo volumen compiló más columnas: Social Studies (Estudios sociales) también fue best-seller. Hablaba, en el mismo tono y entre otros temas, de los adolescentes, el mundo del cine y el servicio de gastronomía de los hoteles. Ninguno de sus libros están editados en Argentina.
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Tardó más de diez años en contar por qué, en medio de tanto éxito de ventas, no había publicado más textos: estaba bloqueada. No le salía nada. Ir a la televisión, donde era una invitada estelar y cada vez más estable de los late night shows, no la ponía nerviosa. Dar conferencias públicas, contar sus observaciones iracundas y afiladas ante un auditorio, no la ponía nerviosa. Tener enfrente una página en blanco, sí.
En 1994 se publicaron sus últimos dos libros: The Fran Lebowitz Reader compila los dos volúmenes anteriores y... fue best-seller. El otro, también: Mr. Chas and Lisa Sue Meet the Pandas (El Sr. Chas y Lisa Sue conocen a Los Pandas) es una novela infantil en la que unos pandas gigantes de Nueva York se mudan a París. En 2004 publicó en Vanity Fair un adelanto de la que sería su próxima novela, una historia sobre artistas que quieren ser millonarios y millonarios que quieren ser artistas. Es 2021 y aún no la terminó. Es que leer y perder el tiempo, en ese orden, le gustan más que cualquier otra cosa. También le gusta su trabajo como conferencista: siempre tiene razón y nadie tiene permiso para interrumpirla.
En los 90 y los 2000 publicó columnas en Vanity Fair y apareció en la tele, no sólo como invitada, sino como actriz: interpretó a una jueza en Law & Order de 2001 a 2007. Interpretó a otra jueza, la que condena al personaje de Leonardo Di Caprio en El lobo de Wall Street, dirigida -otra vez- por Scorsese.
Tuvo una única relación monogámica en toda su vida: con el Checker Marathon de 1979 que tiene estacionado en Chelsea. Durante medio siglo, habló muy pocas veces de sus relaciones de pareja. Se definió como lesbiana en algunas entrevistas y, en una que dio en 2018 a intomore.com defendió el derecho de las personas a no hablar de su orientación sexual hasta que les parezca el momento adecuado y también a no hablar nunca de eso. Lo hizo al referirse a Susan Sontag y a ella misma.
Sí habló de sus amistades. La que forjó con Toni Morrison, la escritora estadounidense que ganó el Pulitzer en 1988 y el Nobel de Literatura en 1993, fue a primera vista. Se conocieron en una lectura pública en 1978 y se hicieron amigas enseguida. Hablaban por teléfono -fijo, claro- todos los días. A veces sobre literatura, a veces sobre sus vidas, a veces sobre el juicio que daban por televisión y que cada una miraba en su living. Morrison murió en 2019 y Lebowitz la extraña. En abril de 2020, en una entrevista con The New Yorker, contó por qué: Toni era la única persona que lograba hacer cambiar de opinión a la mujer que gana plata por tener razón y que no la interrumpan.
Como la gentrificación la pone nerviosa, Lebowitz se pasó al menos dos décadas fantaseando con que de repente Times Square se vaciara de turistas. “Esto no es lo que pedí”, pensó cuando se asomó a ese nodo de Manhattan en una caminata de las largas en plena cuarentena neoyorquina. Lo que más triste la puso fue ver las puertas de la Biblioteca Pública de Nueva York cerradas a plena luz del día: jamás le había pasado. Lo que más la preocupa es que no se le pase el miedo a los gérmenes que puede haber en los ejemplares de segunda mano de Strand y Argosy, sus dos librerías favoritas.
Lo que más extraña son las casualidades. Esas que en una metrópoli en movimiento te hacen encontrarte con un amigo o un conocido en la calle, en una inauguración, un museo, una fiesta, o el vagón del subte. Todo eso quiere que vuelva a pasar en Nueva York, esa ciudad a la que, si cantara en castellano, le diría “te amo, te odio, dame más”.
JR