Al volante del taxi, va un hombre que apenas entra en el asiento. Tiene una remera negra ajustada al cuerpo, el pelo rapado y la mirada dura. Unas gotas de sudor corren por su nuca en un mediodía de pleno invierno, sol y pesadez. “No puedo contestar esa pregunta. Vine de Paternal hace 25 años, terminé de seguridad en un supermercado chino y ahora hago taxi. No, no sé por qué sigo viviendo en Rosario. Supongo que por pelotudo”, dice.
Rosario tiene su historia independizada de todo relato nacional. Un camino de décadas pujantes en la industria, una caída y un laberinto de inseguridad y narcotráfico muy distinto al resto de la provincia y del país, con sus casos policiales sin resolver y las mafias organizadas impartiendo terror a plena luz del día. Algunos vecinos dicen desconfiar de los taxistas, los taxistas odian a los Uber y los Uber le piden a los pasajeros que viajen adelante para no tener problemas. En Rosario hay parques con árboles de copas frondosas y lagos artificiales parecidos a los bosques de Palermo. Hay tráfico, villas miseria y ruidos de escapes de moto a pocas cuadras de las casas más pintorescas y tradicionales. Hay dolor no resuelto, rock nacional y sonidos urbanos que brotan de las radios locales que siguen sonando.
Por primera vez en once años, la noticia desde Rosario fue una buena noticia. El ministerio de Seguridad informó que no hubo asesinatos en la ciudad durante el último mes. Se trata del período más largo sin homicidios desde que se comenzó a medir el crimen. Para el taxista, que elige mantener el anonimato, ahora todo está más tranquilo pero solo en la superficie.
–No se matan a cielo abierto, pero la red de pibes está haciendo boludeces“. ”Los que se disputan los bandos ahora no tienen códigos, por eso hacen cualquiera. El que ordenaba a la manada está preso y ese fue el verdadero error –suelta.
En marzo de este año una oleada de disparos, asesinatos y robos en pleno día y a la vista de toda la comunidad llevó a Rosario a un verdadero estallido interno. A partir del asesinato del playero Bruno Bussanich, que recibió tres disparos un sábado por la noche mientras estaba trabajando, los rosarinos comenzaron a creer que esto podía pasarle a todos, a cualquiera.
Tras el asesinato del segundo taxista en una semana, también mientras trabajaban, la ciudad se “autositió”: la gente no salió a trabajar, los chicos no fueron a la escuela, los comerciantes no levantaron las persianas. El rotundo miedo a ser asesinado en un bar, caminando por la calle o comprando tomates en una verdulería, diagnosticó a los rosarinos uno de los peores males: el encierro por temor al exterior.
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, viajó a la ciudad y dijo que había que terminar con “el hormiguero” y no ir hormiga por hormiga. Además, prometió un refuerzo de fuerzas federales con un operativo de inteligencia diferente que “corte con las mafias y la inseguridad”. Aseguró también que enviaría al Congreso la “ley antibandas” que, según dijo, sigue el modelo aplicado en Italia, Estados Unidos y en El Salvador de Nayib Bukele.
Al día siguiente, el 14 de marzo, a través del Boletín Oficial, anunciaron la creación de la Unidad Antimafia (UA) en el ámbito de la Secretaría de Lucha contra el narcotráfico y la criminalidad organizada del Ministerio de Seguridad. “Endurecer penas para mafias organizadas” se contaba entre los propósitos de un proyecto de modificación de ley que envió el Gobierno al Congreso unos días después. Durante las semanas siguientes llegaron a la ciudad policías de otras provincias y la Gendarmería, con un operativo que al día de hoy sostiene su despliegue, sobre todo por las avenidas más céntricas de Rosario.
De la semana con doble asesinato a taxistas ya pasaron cuatro meses. Es un día de sol contundente y colores vivos. Cruza por el monumento a la bandera Cintia Lares, de remera gris y chalina fucsia. Es la viuda de Diego Celentano, el taxista de 33 años asesinado en el mes de marzo. Cintia explica que entre los trámites por el auto, el fallecimiento de su marido y los problemas de salud de algunos miembros de la familia, apenas le queda resto para contener a su hija frente a la pérdida de su papá.
“Esa noche yo le dije a mi marido que no tome ese viaje. Fue raro todo. Le llega a la radio de la aplicación que nosotros pagábamos, ese viaje que no era en la zona de él, y veníamos del asesinato del otro taxista. Yo le dije que no vaya, pero él quería hacer unos pesos más para festejarle el cumpleaños a la nena, entonces lo tomó. Tomó ese viaje”, explica Cintia mientras llora y se ahoga con su propia angustia. Dos hombres se subieron al taxi de su marido y lo asesinaron con cinco disparos.
“Hay Policía en muchos lugares donde antes no había, por eso está todo más tranquilo. Pero bueno, lo de siempre, después se van y todo vuelve a la normalidad. Y nuestra normalidad es un desastre”, afirma un comerciante furioso, de mirada agotada. “Le dije a mi hija el otro día que vaya viendo si se muda a un monoambiente con alguna compañera de la facultad, y si se busca un trabajo, porque yo no puedo más. El mes que viene el alquiler se me dispara al doble y no lo puedo pagar. No me alcanzan las horas del día para generar más plata y ya no puedo pedir ni un pollo por delivery porque te cobran 1.500 pesos el envío. Todo es un disparate tan grande que, preocupados por la inseguridad, no nos dimos cuenta que no se puede comer”.
Un hombre de gorra azul acomoda cajas de pizza vacías en un carrito, mientras cinco personas esperan el colectivo a menos de medio metro. De los cinco, cuatro mantienen la mirada baja en dirección al celular. La conexión virtual y la desconexión real es absoluta en esa esquina. Algo muy notorio en los barrios y en el centro de Rosario: hay carteles de vende y alquila cada 20 metros aproximadamente. La ciudad está a la venta. Uno de los locales del barrio Echesortu que alquila su espacio ahora está vacío, pero hace unos meses fue uno de los bares baleados durante una tardecita cualquiera en plena jornada. Cuentan los comerciantes de la cuadra que la gente salió corriendo de la parada del colectivo cuando vio cómo dos jóvenes, arriba de una moto, se subieron a la vereda, frenaron en el local y lo bajaron a tiros. Había cerrado hacía pocos minutos. El episodio fue solo un aviso, una señal, una expresión de violencia. Los encargados del bar volvieron a abrir un tiempo después, hasta que se fueron. En menos de dos días lo vaciaron y desaparecieron. Ahora se alquila, pero según un comerciante de la cuadra “ese comercio ya tiene mala prensa”. “Y acá la cosa es así: si no te metés en líos y te mantenés tranquilo, no pasa nada. Pero si te metés en quilombos, encontrás quilombos”.
A pocas cuadras del local, un edificio blindó su entrada con doble puerta de acero tras un tiroteo en un episodio que nunca se aclaró. En la esquina de esa cuadra, Carlos tiene un café: “Pan comido”. Se trata de un pequeño espacio con tres mesas y un mostrador que exhibe billetes de todas partes del mundo. Al costado, seis bandejas donde deberían ir las facturas están vacías. “Vinieron las chicas del geriátrico de acá nomás y me vaciaron. Me quedan alfajores de maicena y café, nada más”. En la tele, la NBA juega el pase por la final de los Juegos Olímpicos, y Carlos grita, aplaude y comenta. Jugó al básquet toda su vida. “Ahora está más tranquilo todo. Hace unos meses me rompieron el vidrio para robarme, pero seguro era un ratero medio boludo porque hizo un agujerito, no podía meter la mano, ¿ves? Entonces estalló todo el vidrio. Hizo un ruido bárbaro y me avisaron los vecinos. Se llevó dos pavadas, no pasó nada. También le robaron a una vecina el otro día acá, y a otro a la vuelta. Pero nada, no pasó nada”.
Lorena Arroyo es cronista de calle y productora audiovisual. Camina Rosario todos los días. Cuenta que en el club donde empezó Messi, Abanderado Grandoli, al sureste de la ciudad, se encontró con nenas jugando a la pelota. La directora del club se siente orgullosa, cuenta que todas las niñas y niños del barrio construyen comunidad. También habla del hambre y de la vergüenza que sienten algunas familias por tener que ir a buscar comida cuando antes no lo hacían. El mismo día que Lorena visita el club que vio patear las primeras pelotas al 10, Scaloni visita el Shopping Alto Rosario y la gente se abalanza. Las radios locales lo cuentan y la locura del pueblo es total: Argentina salió campeón otra vez y las estrellas son santafesinas.
Es jueves, el frío azota durante una de las tardes más heladas del invierno y, a pocos días del clásico rosarino, los hinchas de Newell´s se congregan a metros del estadio para hacer su ya clásico banderazo en apoyo al equipo. Los rodea un importante operativo policial. Hace menos de 72 horas se desató un tiroteo contra el estadio. Vecinos de la zona manifestaron haber escuchado “al menos tres detonaciones” frente a la puerta de ingreso N.° 6, junto al parque Independencia. Según explican los medios locales, el club se encuentra bajo una polémica disputa por el mando de una de sus barras bravas. El frío de esa tardecita es tan húmedo que cala los huesos. Al volante de un auto por servicios de app va Federico, un estudiante de psicología que cuestiona el banderazo: “Llevan más de 15 clásicos sin ganar. Es evidente que el banderazo no les está dando buena suerte”, suelta con ironía.
Ya en el parque, un grupo de hinchas toma vino y canta canciones. Alrededor pasa la gente, pero ellos lo ignoran. Quien no esté ahí para alentar, no existe. Habitan su propio microclima con gritos, risas y algarabía, hasta que se dispersan. La ciudad lentamente se apacigua. Mañana no hará tanto frío, mañana todo volverá a la normalidad o no, pero Rosario seguirá allí, con sus laburantes, las baldosas que lo homenajean a Fito, las risas de los chicos a las salidas de las escuelas. Con la vida que sigue incluso y a pesar de todo lo que se va perdiendo en el camino.
AB/DTC