Un hilo conecta diferentes tensiones a lo largo de la historia argentina del siglo XX, desde la Semana Trágica de 1919 hasta la represión brutal y clandestina durante la última dictadura militar: el anticomunismo. Este es el punto del que partieron Marina Franco y Ernesto Bohoslavsky para escribir el libro Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, que acaba de publicar UNSAM Edita. Los historiadores se ocupan de estudiar las diversas formas que adoptó ese miedo ante el orden amenazado, sus efectos políticos y nos invitan a preguntarnos por los significados y peligros de su reaparición en el contexto del actual avance de las ultraderechas.
Marina Franco es profesora de la UNSAM e investigadora del Conicet, reconocida por sus trabajos sobre la represión estatal en los setentas. Ernesto Bohoslavsky es profesor de la UNGS y también investigador del Conicet, autor de importantes estudios sobre las derechas latinoamericanas. En esta entrevista, ambos expertos compartieron sus hallazgos sobre las formas que adoptó el combate al comunismo a lo largo del siglo XX y alertaron sobre los riesgos que presenta el resurgimiento de discursos de construcción de enemigos.
—¿Cómo surgió el proyecto de escribir en conjunto un libro que repasa la historia argentina del siglo XX desde el prisma del anticomunismo?
Ernesto Bohoslavsky: —Con Marina empezamos a colaborar en el 2017, momento del caso Santiago Maldonado, en torno a la preocupación que nos generaba la reaparición de discursos que suponíamos que ya no existían. En nuestras investigaciones y colaboraciones anteriores, nos llamó cada vez más la atención la permanente recurrencia al anticomunismo como discurso y como práctica.
Marina Franco: —En mi caso, desde el lado del Estado, en el caso de Ernesto más desde la dimensión de la sociedad civil, y además con una dimensión transnacional, fuimos confluyendo en la convicción de que ameritaba hacer una historia del anticomunismo. En paralelo, decidimos que no fuera un libro de académicos para académicos, la relevancia del tema nos convocó a escribir para un público amplio. A mí personalmente, me obsesionaba mostrar la peligrosidad de los mecanismos de construcción de enemigos, que son recurrentes en toda la historia argentina.
—Ambos tienen una larga trayectoria de investigación histórica y docencia universitaria, ¿Qué aspectos novedosos les trajo escribir Fantasmas rojos?
MF: —Hasta ahora el anticomunismo en Argentina no había sido estudiado de forma sistemática y en el largo plazo. Un ejemplo importante que ilustra este vacío es el siguiente: tanto la dictadura de Onganía de 1966 como la última dictadura militar fueron estructuralmente anticomunistas, pero ese nunca fue el eje del análisis con el que se las estudiaron. Es un dato que se dice al pasar y que es tan obvio que no se tematizó. Entonces, lo que nosotros decidimos es tematizar todo eso que había sido naturalizado: que los años veinte eran anticomunistas, que la Semana Trágica fue anticomunista, que el peronismo era anticomunista.
EB: —Otra cosa que nos parecía importante señalar es que el anticomunismo tuvo una dimensión represiva, pero también otra productiva, que propuso políticas públicas, sociales, culturales, educativas. El anticomunismo no es solo el conjunto de las fuerzas represivas, sino que tiene capilaridad en la sociedad argentina, que adopta formas diversas, plurales e incluye actores que compiten entre sí.
—¿Cómo es el anticomunismo en su variante integradora o productiva?
MF: —A comienzos del siglo XX, por ejemplo, la aparición de los Círculos católicos de obreros, tienen que ver con esta dimensión integradora. Es decir, son anticomunistas que lo que se plantean es atraer a los sectores populares y obreros hacia otras propuestas. Tal vez más polémico, otro ejemplo es el peronismo: en sus orígenes, una de las preocupaciones de Perón era evitar que el comunismo fuera un atractivo sobre el mundo obrero. Frente al peligro comunista, la respuesta del peronismo, en lugar de ser represiva, fue justamente la de las políticas sociales, las reformas, la inclusión.
—¿Qué sentidos comunes creen que son puestos en discusión a partir de esta investigación sobre el anticomunismo argentino?
EB: —Al revisar todo el siglo XX argentino con el eje puesto en los discursos anticomunistas, encontramos que, como sociedad, los argentinos somos más conservadores de lo que muchas veces nos gusta creer. Una buena parte de la autoimagen nacional está construida alrededor de ideas de que, por ejemplo, no somos tan autoritarios como los chilenos —que tuvieron 17 años de dictadura—, ni tan racistas como los brasileños o nuestra política es más institucionalizada que la paraguaya. En nuestra investigación, encontramos una serie de patrones de comportamiento político, de formas de exclusión, de gestión castrense del conflicto político, que nos advierten que, en efecto, toda aquella ponderada capacidad argentina para la integración social, tiene que ser discutida. La forma en que la imaginación social post-1983 pensó su pasado hoy ya no nos sirve como espejo donde mirarnos.
MF: — El gran momento de clic fue cuando nos dimos cuenta que ameritaba relativizar el peso explicativo del peronismo como parteaguas de la historia argentina. Nos propusimos cambiar el eje y descubrimos que, efectivamente, el anticomunismo como prisma para mirar nuestra historia es productivo, ya que atraviesa al peronismo y el antiperonismo, y funciona como hilo conductor de una gran cantidad de violencias brutales. Por ejemplo, la doctrina de seguridad nacional excede muy ampliamente el problema del peronismo.
—¿Qué otros hallazgos les permitió descubrir este estudio de largo plazo sobre el anticomunismo?
MF: —Este trabajo nos permitió dimensionar el momento en que la Argentina entra en la Guerra Fría, que es a partir del gobierno de Arturo Frondizi, cuando el anticomunismo da un salto cualitativo en su virulencia y brutalidad. Eso sucede antes de la revolución cubana.
EB: —Otro hallazgo fue la densidad de la presencia del anticomunismo en consumos culturales de masas, como por ejemplo, películas e historietas, o las tiras de Mafalda que juegan ambiguamente con el anticomunismo, que no coinciden con el recuerdo que tenemos de esa historieta. Eran elementos que estaban disponibles, pero al verlos todos juntos, nos dieron otra lectura.
MF: —Además, nos dejó identificar cuáles son los patrones comunes al anticomunismo en cada momento de nuestra historia desde comienzos del siglo XX, lo que nos permite definir el anticomunismo como la reacción y expresión de diversos temores de aquellos que sienten el orden amenazado. Haciendo un salto al presente, esto permite que hoy Milei diga que es comunista el feminismo, que es comunista quienes defienden el cambio climático, que es comunista el veganismo. Nos reímos de Milei cuando dice esto, pero esos mecanismos son de una peligrosidad frente a la que no podemos ser indiferentes. El comunismo funciona como fantasma, un significado vacío capaz de ser llenado por todos los temores de quienes sienten el orden amenazado. En algunas coyunturas esa amenaza ha generado tanto pánico que se transformó en brutalmente represivo y violento.
—Otra lectura interesante que ofrece el libro es que estos pánicos frente al comunismo no fueron necesariamente expresados por las élites o las clases medias, ¿Cómo se explica la capilaridad del anticomunismo en los sectores populares a lo largo de nuestra historia y cómo se conecta con nuestro presente?
EB: —En el libro publicamos una foto de una marcha de 1932 frente al Congreso organizada por la Comisión Popular Argentina contra el Comunismo a la cual asistió mucha gente. Otro momento: en los años sesenta y setenta, es muy fuerte el anticomunismo entre los trabajadores sindicalizados peronistas. En esas décadas se radicalizan los sacerdotes, los estudiantes, los ingenieros agrónomos, los abogados, pero no necesariamente ese proceso tiene la misma magnitud en la clase obrera industrial. Los trabajadores no estaban necesariamente satisfechos con el capitalismo, pero tampoco pensaban en un horizonte postcapitalista, y eso efectivamente ayuda a entender los límites de las tentativas revolucionarias en Argentina. En cambio, podemos ver que sí ocurrió en Chile, en Bolivia, en menor medida en Uruguay. Entonces debemos prestar atención a la capacidad del anticomunismo para interpelar a sectores populares.
—Hay una coincidencia entre la salida del libro, y el auge de las retóricas anticomunistas en la política argentina actual, ¿Cómo explican esa sinergia?
MF: —El proyecto lo empezamos a pensar mucho antes, pero lo terminamos de escribir en paralelo al proceso electoral de la segunda mitad del 2023. La sensación era: “esto me quema entre las manos, necesito escribirlo, expresarlo”. A mí personalmente, el año pasado me interpeló muchísimo la confluencia entre el aniversario de los 40 años de democracia y el avance de la ultraderecha, una coincidencia absolutamente dramática.
—¿Qué reflexiones les provoca como historiadores que reaparezcan discursos reivindicativos de la última dictadura, o declaraciones como la de Lourdes Arrieta, que dice que se debería enseñar más en las escuelas estos temas?
EB: —Yo creo que siempre el recurso más sencillo es echarle la culpa a los profesores y los maestros. A mí me parece que hay algo que no funcionó como esperábamos del vínculo entre una política pública, educativa, cultural, mediática que apuntaba a consolidar —y también congelar— cierta interpretación sobre la dictadura y qué es lo que estas políticas produjeron en las mentes de los que hoy son votantes. Creíamos que con pasarles un capítulo de Zamba en Paka Paka, ya las criaturas quedaban con alergia al autoritarismo, ¿no? Y eso no, no funcionó, al menos no en la escala que nosotros suponíamos, porque esos procesos siempre son más complejos. Les enseñábamos sobre la Noche de los Lápices y mientras tanto la policía bonaerense seguía asesinado a pibes pobres igual que siempre. Los alumnos sabían efectivamente donde había funcionado el Pozo de Banfield, pero a la vez nos parecía aceptable que la Policía bonaerense siguiera teniendo esas prácticas. Algo no conectó entre la vida vivida, y el pasado. Hoy para muchos jóvenes el golpe de 1976, en sus mentes, es lo mismo que la batalla de Caseros, que el golpe de 1930. Son hechos del pasado que no conectan con su realidad.
MF: —Concuerdo absolutamente y agregó algo más. De alguna manera, nos dimos cuenta que aún los discursos de las ciencias sociales más profesionales, bajados al espacio áulico, con toda la adaptación que se hace y que se hace muy bien, no estaban funcionando. Entonces ahí hay un desfasaje entre la realidad que nosotros leemos y el pasado que estudiamos, y la experiencia concreta de las generaciones más jóvenes. Pareciera que cuanto más martillamos, por ejemplo, con la dictadura, más ponemos en evidencia el desfasaje con la realidad. Es decir, si nosotros insistimos en el valor de la democracia, pero después la democracia en 40 años no permite que la gente coma, ni se cure ni se eduque, entonces lo único que hacemos es generar algo reactivo contra la democracia. En parte es lo que vemos con los votantes de Milei. Entonces ahí hay algo de la cristalización de las políticas de memoria y democráticas que nos terminó jugando en contra. Esto no quiere decir que esas políticas no sean necesarias, todo lo contrario, pero tenemos que reflexionar sobre este desfasaje con mejor permeabilidad a lo que sucede fuera de la escuela y la experiencia vivida y percibida. Por eso algo muy particular del caso argentino es que las extremas derechas tienen particular arraigo en los sectores juveniles, esto no sucede en el resto de los países donde el fenómeno es igualmente fuerte.
—En Fantasmas rojos presentan varios momentos de la historia en los cuales ciertas juventudes también se sintieron atraídas por las derechas, ¿qué podemos aprender de esas experiencias pasadas?
EB: —Nosotros intentamos mostrar que la juventud de fines de los sesenta y principios de los setenta no era solamente la que estaba radicalizada por izquierda o consumía el llamado rock nacional. Había otras juventudes que, llamativamente, definían como su enemigo a otros jóvenes. Hoy se repite, muchos jóvenes de derecha identifican como sus enemigos a las pibas que usan flequillo o se rapan un costado de la cabeza o que les dicen que no. Me parece que ahí hay un dato que podemos verlo en el presente, que nos habilita a percibir que esta otra juventud no es una aberración sino que es un dato que se puede comprender. Como estudia Melina Vázquez, no es un fenómeno sólo de oposición, sino de reacción, puesto que expresan sus ideas a posteriori, en términos diacrónicos.
MF: —Yo agregaría también que trabajar sobre el largo plazo nos permite pensar el momento presente como un ciclo global de ascenso de las extremas derechas, como ha habido otros de una crueldad inusitada en el pasado. Pero es un ciclo y vendrán otros ciclos después. Hoy las juventudes más visibles parecen estar a la derecha, pero hace cinco años estábamos frente a un ciclo donde la juventud, sobre todo de las mujeres, estaba en la calle ocupando un espacio diferente.
—¿Cómo interpretaron el discurso de Milei en Davos, hablando de anticomunismo en un foro internacional y representando a la Argentina?
MF: —Milei está recuperando allí algo que para algunos puede parecernos risible, pero nos muestra que el comunismo sigue funcionando como dispositivo para designar todos los males, que deben ser eliminables, incluso físicamente. Lo que se denomina “comunismo” es un fantasma que puede albergar males distintos en cada momento histórico. En este sentido, Milei entra en la secuencia temporal de manera cuasi lineal en términos analíticos. Sin embargo, hay algo que es crucial y es que este dispositivo no se había usado en los últimos 40 años. Luego de la caída del Muro de Berlín y del universo soviético, en Argentina y en el mundo se deconstruyeron esas maneras de estigmatizar. La pregunta es: ¿cómo resurge algo que parecía tan desaparecido?
EB: —Otro punto bastante innovador en este anticomunismo actual es la asimilación forzada de las economías latinoamericanas de inicios del siglo XXI a las del socialismo real. Un mecanismo que supone que toda la intervención del Estado en la economía —ya sean permisos arancelarios, regulación de la tasa de cambio— apunta a la eliminación de la libertad humana. Después de los gobiernos de la “Marea rosa” se expresa una crítica en clave antichavista, que supone que toda tentativa de morigerar el neoliberalismo es en definitiva un atentado a la libertad, un totalitarismo. Esto conecta no sólo con los intereses empresariales de reducir toda regulación, sino también con preocupaciones de otras capas sociales.
—Ustedes estudian cómo esta construcción de un enemigo tuvo como desenlace formas de violencia muy extremas a lo largo de nuestra historia. ¿Estamos frente a un nuevo proceso de espiral de violencia? ¿Hasta dónde puede derivar?
MF: —Efectivamente este tipo de proceso de enemización en el pasado ha derivado en brutales violencias simbólicas y físicas. Hoy ya estamos en un nuevo ciclo de violencia política, y no sabemos en qué puede derivar. Y en un sentido más amplio, no es solo la violencia que se genera desde el Estado, sino la que se habilita a aplicar desde abajo: la violencia hacia las mujeres, hacia las personas que viven en la calle.
EB: —De hecho ya estamos en un momento de incremento de la represión legal organizada. Cuando desmontan las redes de ayuda a las mujeres golpeadas, cuando desmontan a los organismos responsables de velar por los derechos humanos: hay un proceso de producción de la vulnerabilidad. Sobre el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil se ha dicho que no se trató tanto de un gobierno fascista, sino de uno que dejó hacer a los fascistas, puesto que eliminó todo tipo de sanción simbólica e incluso legal para aquellos dispuestos a producir y reproducir un mundo de jerarquías. Entonces cuando se retira el Estado de los conflictos sociales, lo que ocurre es que efectivamente los más poderosos hacen lo que quieren con los más débiles.
MNA/DTC