Tamara Paganini esperaba en el estacionamiento del shopping la venia del personal de Seguridad. Hacía tiempo que había salido de Gran Hermano, pero cada vez que pisaba un lugar público la cosa se descontrolaba: gritos, empujones, tirón de pelo, una foto, un insulto o un piropo... Esa noche a Tamara la escoltaban su novio, su cuñada y la pareja, y para evitar desmanes, uno del grupo se acercó a avisar al de Seguridad: “Mirá, está Tamara Paganini, quiere ir al cine, te aviso para que no se junte gente en la entrada, ¿viste?…”. El tipo entendió rápido -tampoco quería quilombos- así que le pidió unos minutos para organizar el “operativo”.
La India, así llamaban a Tamara, había resistido 112 días en “la casa más famosa del país”, la del primer Gran Hermano que se produjo en la Argentina; el primero, también, en Latinoamérica. Llegó a la final, pero quedó segunda en cantidad de votos. Su participación fue memorable. No sólo ostentaba una belleza salvaje. Era avasallante y tenía, además, un pasado de stripper de boliche porteño que el reality explotó, incluso, en los programa satélite, los de chimentos. La final se televisó el 30 de junio de 2001. Sobre lo que pasaba dentro de la Casa, la producción no tenía -tanto- control. Pero sí dominaba “el afuera”. Así que para la final diseñaron el drama. Instalaron una pasarela angosta, bajita, con unas barandas bastante endebles. Así, la gente podía estar cerca e incluso tocar a los finalistas.
Había tres mil personas esperando a Tamara, que venía del silencio, de habitar una casa con apenas cuatro participantes. Venía de zafar de nominaciones, complots, sanciones, prendas, voto del público, confesionarios, una abulia letal. Venía del llanto ella: lloró el día que les anunciaron que de la Casa se irían Margarita y Ernesto, vaca y ternero, confidentes suyos ambos. La vaca estaba estresada y el ternero había crecido demasiado. Tamara se encontraba con ese alboroto después de cuatro meses de bañarse vestida, de no masturbarse, de no besar. Su privación, entera, fue televisada. Todos y todas lo vimos, porque de eso se trata un reality: babear frente al televisor viendo a gente común.
La noche de la final tuvo un pico de 38 puntos de rating, una barbaridad de encendido. La India abandonó la Casa con la arenga de Solita Silveyra: “¡Salí bailando, chiquita, que el mundo es tuyo!”. Pero ella no sabía que todos habíamos visto, opinado y debatido sobre su pasado de go-go dancer. Cuando se abrió la puerta, Tamara no entendía nada. ¿Por qué toda esa gente estaba ahí? ¿Por qué le gritaban? ¿Por qué la zamarreaban? ¿Había que disfrutar eso? ¿Eso era ser famosa?
Veintiún años después de aquella final, es una tarde ventosa de martes y Tamara vuelve a la escena del cine, del shopping, del estacionamiento: “Y bueno, esa noche yo quería ir al cine. Nos metimos en el estacionamiento y esperamos en un lugarcito medio oculto hasta que el de Seguridad nos cubriera. Y de repente bajan tres chicas de un auto y una empieza a gritar: ‘Ay no, ay no, mirá, ay no… Boluda… es la India, boluda…'”, dice Tamara, que está sentada a la mesa de un bar. Lleva una boina rosa y los ojos verdes brillantes de siempre.
“Y las chicas vinieron corriendo, como un malón, y yo las vi y me apoyé contra la pared y una se me vino encima, gritando y me arrinconó y yo me asusté y empezó a tirarme de la ropa y… pum, pum, pum, le pegué tres piñas en la cara a la piba”. Hacemos silencio. Es un silencio largo. Vuelve Tamara, ni siquiera se ríe: “Después de las trompadas, la mina me dijo ‘te voy a denunciar, puta de mierda’ y se fue… Era insoportable vivir después de Gran Hermano”.
Es que después de Gran Hermano hubo mucho, demasiado. Un juicio contra Telefe y Endemol -canal y productora- que duró trece años. Una huida a Córdoba en busca de tranquilidad hasta que “la descubrieron” los del Trencito de la Alegría. Hubo que mendigar laburo. Hubo tres intentos de suicidio. Una probation. Y unos hijos, muy deseados, que terminaron siendo ofrenda de cenizas en el castillo de Disney.
“¿Y a mí quién me preguntó?”
El filtro para anotarse en el casting de aquella primera edición del reality, en 2001, fue una línea paga. El aspirante debía comunicarse a un teléfono y dejar sus datos pagando ochenta centavos. Se anotaron 28 mil personas. Pero Tamara nunca se inscribió. Ella había acompañado a su novio, El Toro, que sí quería entrar en La Casa. El día del casting un productor la echó del lugar y ella le contestó mal. A los cinco minutos, el productor volvió para invitarla a audicionar: había visto en ella una historia. Porque Gran Hermano se trata de eso, de contar un cuento entre varios. La primera edición costó unos ocho millones de dólares, inversión que se recuperó (casi) antes de que el reality saliera al aire en publicidad, más lo que habían aportado el sitio Terra y la señal DirectTV, que transmitiría La Casa las 24 horas. Tamara, cuatro meses adentro, se llevó el segundo premio: 39 mil dólares.
De aquella final en un estudio de tevé la llevaron a un hotel, en donde debía estar aislada unos días. Lo primero que hizo fue revisar la habitación. Abrió los cajones y el placar, sacó las sábanas, dio vuelta el colchón. Apagó las luces y revisó los espejos: se acercaba, hacía una visera con las manos y miraba fijo. Después tanteó los costados de los espejos, que estuvieran bien pegados a la pared. Es un hábito que, dice, mantuvo mucho años. Tiene miedo de las cámaras y de los micrófonos ocultos. Después, se desnudó. Hacía cuatro meses que no se desnudaba. Ahí estaban sus tetas.
“Yo quería volver a casa, quería ver a mi novio. Pero me encerraron otra vez. Sola y sin televisor. El primer día me llamó un productor y me dijo que empezábamos con los shows, que teníamos viajes, notas… ‘¿Y a mí quién me preguntó?', le dije… Arrancó la guerra, con todos. Había dos productores en la puerta de la habitación, controlando que no me fuera. Hasta que me harté y abrí la puerta: ‘¿Qué no puedo irme? Mirá cómo me voy’”, sigue Tamara.
Uno de los dos productores intentó explicarle que salir del hotel era una locura. Pero no pudo convencerla: ella estaba decidida a irse. Entonces el productor la subió a un auto con vidrios polarizados y la llevó a un bar del Microcentro. Le pidió que entrara y ocupara una de las mesas del fondo. Tamara dirá ahora, veintiún años después, que a los minutos había unas 200 personas en la puerta que pedían por ella. La sacaron por atrás. De vuelta en el auto rumbo al aislamiento en el hotel, Tamara entendió aunque seguía sin entender.
Cuando le permitieron ver televisión, vio que su nombre, cara y voz estaba en anuncios publicitarios. Dice que ni lo permitió ni cobró un peso por eso. Y que de los eventos que arreglaba la productora, ella se quedaba con el 30% del pago. Demandó al canal y a la productora. Tamara asegura que no estaba preparada psicológicamente para enfrentar el “después” de Gran Hermano, pero que los productores desoyeron a la psicoanalista que participó del casting. El juicio duró 13 años. Ni lo ganó ni lo perdió: acordaron un resarcimiento económico y firmó un contrato de confidencialidad. “Yo me traicioné un montón de veces desde que salí de la Casa -dirá Tamara-. Una fue ésa. Pero necesitaba cerrar la historia”.
Un patovica la denunció por “desfiguración” de rostro
Tiene 47 años, y un trabajo estable y sencillo que le costó mucho conseguir después de su participación en Gran Hermano. Hace auditorías por teléfono a pacientes que se atienden en un centro de salud privado, algo así como un control de calidad de los servicios. No usa su nombre real cuando llama a los afiliados. Pero una vez una chica le dijo que tenía la voz muy parecida a una tal “Tamara Paganini, que estuvo en un Gran Hermano, seguro la conocés, yo era fan”, dijo la socia. Tamara conduce un programa de radio -Y parió la abuela- y está armando su propia productora de contenidos. Llegar a todo eso le costó muchísimo.
“Cuando se pasó ese primer furor y las presencias en los eventos, me banqué un tiempo con la plata del premio. No pensaba que esto iba a durar años. No podía ir a comprar a una feria. No podía ir a comprar a un supermercado. O sea: podía, pero rodeada de gente gritándome, sacándome fotos, agarrándome la ropa. Lo peor es que no podía conseguir un trabajo común, de oficina. O salir con mis amigos, porque siempre terminaba en despelote. Me empezaban a tirar hielo, a tirar vasos. Y mis amigos reaccionaban. Una vez, un patovica me denunció por ‘desfiguración de rostro’. 30 mil dólares pedía”.
No entiendo. ¿Que vos le pagues 30 mil dólares?
Claro. Dijo que yo le había desfigurado la cara.
¿A quién?
Al patovica.
¿Vos?
Sí, yo. Mirá lo que soy. ¿Yo podría deformarle la jeta a una patovica? 30 mil dólares me pedía de resarcimiento. Yo no tenía un mango. Y el tipo no tenía cómo comprobarlo, pero a mí me dieron una probation. Era interminable, la fama era un calvario.
¿Y qué tuviste que hacer?
Me dieron una lista de teléfonos de asociaciones. Y me dijo que llame, a ver si necesitan a alguien que hiciera, no sé, limpieza. Y yo llamaba y me decían que limpieza no hacía falta, pero que mantenimiento sí, que si yo sabía arreglar equipos de aire acondicionado o plomería, que se les tapaba el inodoro.
Ahora nos reímos. Tamara llamó a geriátricos y jardines de infantes, y preguntaba si necesitaban a alguien que ayudara. Terminó en el hogar de niños de Fundamind. Contaba cuentos a los chicos, servía la merienda, cambiaba pañales… Por primera vez desde Gran Hermano conectaba con algo que deseaba desde los 12 años: ser mamá. Intentó un embarazo desde los 22. Lo logró a los 42, después de varios tratamientos de fertilidad. Pero para eso falta un poco.
El Trencito de la Alegría cambia el recorrido: “Y acá, la casa de La India Paganini, ex Gran Hermano”
El Gran Hermano de 2001 fue un suceso televisivo. Y un experimento humano, porque no es un programa de personas sino de vínculos. Uno de los efectos del aislamiento es que aplana y empobrece el lenguaje: el discurso se vuelve una bola. Igual, no importa tanto lo que se dice, sino lo que se hace. Pero tampoco “lo que se hace” en términos de acción. Vale más la gestualidad. Cuando decidió encarar el juicio, Tamara vio las primeras emisiones de su participación en el reality para anotar qué se había tergiversado. No resistió más de cinco VHS. Se dio por vencida cuando advirtió que alteraron la velocidad de un ademán que tuvo con Santiago, otro participante. Ella le había frotado el brazo para darle aliento, pero al aire ralentizaron el gesto y parecía más una caricia con intenciones sexuales. Sobre eso montaron un supuesto romance entre ellos. Pero ella extrañaba a El Toro, su novio, del que nada se sabía. Gran Hermano no cuenta anécdotas, arma una narrativa.
Dice Tamara: “Hay secuelas irreversibles. No encontrar trabajo, que la gente me escupa por la calle o que me lastimen físicamente… A mi hermano lo cagaron a palos sólo por ser mi hermano, quedó internado. Fui aprendiendo de toda esa mierda de a poco. Me han tenido que sacar de la cama, siete días sin abrir los ojos. Estaba rodeada de un montón de gente que me quería, pero estás muy sola porque… Tenés que haber estado ahí para entender lo que te pasa por la cabeza”.
Se mudó a Carlos Paz, en Córdoba, con su novio. Pensó que ahí iba a estar más tranquila. Hasta que los del Trencito de la Alegría se enteraron de que tenían una vecina famosa y modificaron el recorrido del tour que hacían en la ciudad: “Y acá, la casa de La India Paganini, ex Gran Hermano”, escuchaba Tamara desde la cocina. Entonces la gente se bajaba del tren, pisaba el parque, las flores, tomaba fotos, pedía por ella, la perra ladraba.
Volvió a Buenos Aires. Cuando se angustiaba, agarraba el auto y salía a dar vueltas. De Capital al Oeste, sin rumbo. Tres cuadras, doblaba. Seis cuadras, doblaba. Una cuadra, doblaba. Gritaba al volante del 147. Los vidrios polarizados al tope. Guiño a la derecha, puteada. Guiño a la izquierda, llanto. Hasta que un día estacionó el auto frente a la estación de Ituzaingó. “Yo salí de mi casa para suicidarme ese día. Decidida a tirarme abajo del tren -dice Tamara, los ojos fijos-. Yo sé qué se siente, sé cuál es el punto exacto en el que ves venir el tren”. Una persona que estaba esperando que levantara la barrera del paso a nivel vio que la chica estaba demasiado cerca de la vía. La agarró de la ropa y la tiró para atrás. Un segundo.
“Cuando estás ahí, adentro, se derrite tu pantalla, tu protección. Se derrite la cara con la que salís al mundo. En la Casa no tenés más estímulo que los que te ponen y no sabés qué pasa afuera. Lo único que tenés que hacer es contar tus cosas. Y cuando ya contaste todo, contás las cosas más profundas. Ahí adentro dijimos lo que nunca hubiéramos dicho afuera. Hasta que pude manejarlo, sentía que por haber estado expuesta la gente era mi dueña y podía hacer conmigo lo que quería”, dice.
Vito y Donna están en Disney
En la primera ecografía advirtieron que Vito tenía una malformación, pero no pudieron decirle a Tamara y a su pareja, Sebastián, qué tan grave era. Para la segunda, el diagnóstico fue anencefalia, sin esperanza de vida. A Donna se la veía bien, chiquita, pero bien. Tamara había logrado un embarazo de mellizos después de varios intentos.
La cesárea fue de imprevisto, a los seis meses de gestación. Donna nació primero y se la llevaron rápido, incubadora directo, con respirador. A Vito lo envolvieron en toallas y lo pusieron sobre el pecho de Tamara. “Como una oruga, mi bebé. Le cantamos con Sebastián, le dijimos que era hermoso, el bebé más lindo del mundo. Y cuando se puso frío, la enfermera nos dijo que ya estaba, que lo dejáramos”. Ahora Tamara se desarma sobre la mesa de este bar. Donna murió a los diez días. Los pulmones no terminaron de desarrollarse.
Un tiempo después, Tamara y Sebastián hicieron el viaje a Disney que habían planeado durante el embarazo. Llevaban las cenizas de Vito y Donna, y un plan: dejarlas al pie del castillo que cada noche es iluminado por los fuegos artificiales. Un puñado cada uno, detrás de un cartel. Esparcir cenizas en lugares públicos está prohibido, claro, en Disney y en cualquier lado. Y Tamara lo sabe y se ríe un poco. Se ríe con permiso. Después de tanto, después de todo.
VDM/MS