En la confitería La Ley, ubicada en la esquina de los Tribunales de Dolores, sintonizaron el televisor en un noticiero de aire. La pantalla devolvía lo que pasaba dentro de la sala de audiencias: el veredicto contra los ocho acusados de matar a golpes a Fernando Báez Sosa. Las mesas estaban ocupadas, había gente de pie que apretaba rosarios contra el pecho, y curiosos con la cara pegada al vidrio. Todo era silencio hasta que el secretario del juzgado dijo “condenados a la pena de prisión perpetua”. Entonces sobrevinieron los aplausos, los abrazos, las palmadas en la espalda. Si no fuera porque a coro se gritó la palabra “justicia” inmediatamente después, el fallo, en ese bar, se festejó como un gol de penal en la final de un Mundial. Un paisaje futbolístico de equipo único: el de la camiseta con la cara estampada de la víctima. Alguien dentro de la confitería gritó “vayan preparando la vaselina”.
Dolores, ciudad siestera, ciudad de perros buenos, de perros salvajemente domesticados, ciudad de motos que zumban como mosquitos. Dolores sabe cómo es recibir un aluvión de personas con interés judicial. Aquí se llevó a cabo el juicio por el asesinato de José Luis Cabezas y aquí estuvo detenido Guillermo Coppola, cuando lo acusaron de formar parte de una red narco que vendía drogas a la farándula. Este verano, Dolores fue el escenario de un juicio que sacudió estructuras de todo tipo: de clase, deportivas, de color de piel, de crianza. En la ciudad donde el que no vive del empleo municipal, trabaja para el Servicio Penitenciario o en el sistema Judicial, suma a su Historia el juicio por el crimen de Báez Sosa. Durante cinco semanas, Dolores estuvo intervenida por el “juicio a los rugbiers”.
Fue de a poco. Como una ola que se cuece en el fondo del mar y cuando llega a la orilla, arrasa. Los padres de Báez Sosa se cuidaron al pedir que “su hijo descanse en paz con una condena justa”. Igual que en las redes sociales, el clima, sin embargo, iba transformándose: hubo, por momentos, un reclamo de venganza más que de una pena acorde a la ley. El 18 de enero, al cumplirse tres años del asesinato de Báez Sosa, el anfiteatro de la ciudad estuvo colmado de personas que encendieron las linternas de sus celulares, rezaron el Padre Nuestro, se conmovieron con un video de fotos que repasaba la vida -corta, fugaz- de Báez Sosa. Graciela Sosa, la madre de la víctima, tomó el micrófono y dijo: “Nosotros no queremos venganza, queremos que paguen lo que le hicieron a mi hijo”. El mismo mensaje dio en cada entrevista ofrecida junto a su marido en Dolores. Y sin embargo, hubo gente que aplaudió cuando alguien entre el público gritó “pena de muerte”.
El 2 de enero, primer día de audiencias, la valla azul que protegía el frente de los Tribunales estaba despejada. A medida que pasaban los días, la adornaban con fotos, flores, medallitas, banderas… Permanece el relicario, nadie lo toca. Una cartulina dice: “Fernando es el hijo de todos”. Un cartel dice: “A Fernando lo mató el RCP que le hicieron los rugbiers: le Rompieron la Cabeza a Patadas”. Alguien imprimió una foto de los condenados, la enmarcó y tejió alambres sobre la imagen como si fueran rejas: “44 millones contra ustedes. Lágrimas secas, cero empatía, asesinos, mentirosos, peor que un animal, racistas, soberbios, violentos”. Ocho características, una por cada acusado.
“¿Sabés qué pasa? A mí cuando era pibe me cagaron a trompadas”, me dice un hombre después de pedirme una birome para dejar una dedicatoria en una de las fotos de Fernando que cuelga de la valla. Insiste: “Y mirá lo que soy” y yo veo a un hombre robusto, ancho, de estatura considerable, y pienso que ese cuerpo estaba en ciernes cuando era adolescente y sin embargo: “En grupo me cagaron a trompadas, bien de cagones… Te agarran solo. Estas bestias, se merecen lo peor”.
“Justicia es perpetua”, dice un triángulo de tela blanca. La leyenda está escrita con fibrón, pero si hubiera estado bordada podría ser un pañuelo de Madres o Abuelas. La apropiación de símbolos, la resignificación de símbolos. Una nueva era. A la vuelta de los Tribunales hay un local partidario de “La Julio Argentino”, la facción joven de los seguidores de Javier Milei.
Graciela Arce se ocupó de custodiar, reponer y forrar con nylon cada cartel. Vive en La Boca, era docente, se jubiló hace seis años. El 1 de enero, cuando ya estaba arriba del micro, le envió una selfie a sus hijos. Fue su forma de anunciar que se instalaría en Dolores hasta el final del juicio. “Les dije que necesitaba estar con Silvino y Graciela. Estoy parando en una pensión acá, a cuatro cuadras. Me cobran 1.500 pesos por día. ¿Por qué? Porque me conmueven las personas que están solas y les pasa una desgracia”, explica Graciela. También cuidó “las piedras del Covid”, una instalación-homenaje a las víctimas de la pandemia que instalaron al pie de la Pirámide, en Plaza de Mayo. Hacía diez años que no se tomaba vacaciones. Invirtió sus ahorros en estas cinco semanas en Dolores.
VDM