Un quemar perezoso, húmedo, destructor pero ajeno a la magnificencia de las llamas, un arder que solo la insistencia de los uniformados pudo después de varias horas provocar en los libros la secuencia marrón, papiro, ceniza que terminó por desaparecerlos. Quemados y a la vez humedecidos por la brisa del mar, dejaron de ser.
Es agosto de 1936 y un grupo de soldados -la soldadesca provinciana que goza tanto la sangre ritual de los toros como la sangre caliente brotada de cuerpos republicanos- trabajosamente enciende una hoguera salada, bañada por la humedad marítima de A Coruña.
Los libros arden mal. La república de Platón exuda y levanta una estela gris; La conquista del pan ensaya una última rebeldía; en su afán de no arder, las enciclopedias esperan que una postrera brisa del Atlántico bravío se transforme en lluvia.
Mal pero arden, lentos, consumiéndose sin llamas, ante la mirada y el brazo en alto de los fascistas que en la dársena de cemento cumplen el ritual cíclico de la pira de libros.
Sin brisa marina, sin humedad atlántica, los bosques patagónicos cordilleranos desaparecen bajo el fuego, que convierte en negro y gris lo que fue verde, verde profundo. Un quemar ardiente de llamas de altura. Una hoguera inhumana.
Es marzo de 2021 y el noroeste de la patagónica provincia de Chubut se rinde ante el peor incendio del que se tenga memoria, por la cantidad de hectáreas afectadas y por el impacto en la población.
Cientos de casas se queman por completo. Miles de árboles, arbustos, plantas. Todo se quema. Decenas de autos, camiones, bicicletas. Miles de medias, remeras, camisas, vestidos, pantalones. Miles de platos, tazas, vasos. Cientos de televisores, heladeras, lavarropas, sillones, camas. Todo se quema. También una editorial.
Las piras de libros no forma parte de la memoria de la ciudad. Está sucediendo ahora. Así que esto, el arder de los libros, no sucede en un pasado remoto ni a a escondidas. Tampoco es una pesadilla de ficción imaginada por un apocalíptico. No es una novela. Por eso el fuego va lento, porque tiene que vencer las resistencias, la impericia de los incendiarios, la falta de costumbre de que ardan los libros. La incredulidad de los ausentes. Bien se ve que la ciudad no tiene memoria de ese humo perezoso y reticente que se mueve en la extrañeza del aire. Incluso tienen que arder lo que no está escrito. (Los libros arden mal, Manuel Rivas, 2006)
No es una novela, dice Manuel Rivas al contar la hoguera de libros que un mes después del inicio del golpe de Estado fascista en España (antesala de la revolución española, los tres años de guerra civil y los 36 años de franquismo) humea la costa de A Coruña, Galicia. No es novela.
Novela, cuento y sobre todo poesía ardieron durante el incendio en el noroeste de Chubut. El fuego quemó el depósito de la Editorial Hudson, donde unos dos mil libros esperaban ser repartidos. También se quemó parte de la biblioteca personal de Cristian Aliaga, creador y director de la editorial.
Además poeta -gran poeta-, Aliaga prescinde de metáforas o imágenes sutiles para describir lo que sucedió: “Se quemó todo, fue tremendo”, dice. La casa de su hijo, un auto, buena parte del terreno que contenía esas viviendas y a la editorial en Cerro Radales, fueron también quemados. La vivienda particular de Cristian se salvó de las llamas. “Inexplicable”, arriesga como explicación.
El calor seco de los últimos meses, la ausencia de lluvia, el viento con ráfagas de casi 100 kilómetros por hora, nutren las aclaraciones del porqué del fuego. ¿El fuego tiene un por qué?
En A Coruña No se ve la lengua del fuego, es un fuego que roe, con colmillos. (...) El humo no levanta el vuelo. Es pegajoso. Huele a carne humana.
En Lago Puelo el fuego ilumina, se ve, es llamarada. Un incendio ecuménico, que se ensaña con juguetes y poesías, con roperos y cuentos, con macetas y novelas. Todo arde por igual.
Pasadas las 16 del martes 9 de marzo de 2021, Cristian Aliaga sale con un mate a ver el humo del incendio que consume la ladera del cerro Piltriquitrón. Ve que empieza a bajar, calcula dónde están las casas de sus amigos en Las Golondrinas o El Hoyo, piensa en el miedo.
Una hora después corre al interior de su vivienda, agarra los DNI de la familia, grita y escucha gritos de su mujer y su hijo, y decide irse. Otro foco del incendio viene de abajo, inesperado, arrasa todo, se une al primero. “Entre que vi el humo y que los árboles estaban prendiéndose a cinco metros de casa fueron 10 minutos”, dice Cristian. Ve cómo ardía lo suyo, como crecía la hornalla hosca / en aquel pueblo de hornos pérfidos, según el poema de Bustriazo Ortiz.
Se va del lugar. Vuelve a las dos y media o tres de la madrugada, cuando la lluvia tan deseada como inesperada aplaca las llamas. Qué pocas lluvias te quieren / como para acariciar tus flancos ríspidos / darles molicie de hombro a tus taludes, dice el poema de Ramón Minieri, que también arde.
Cristian no puede acercarse más que a 400 metros. Mira de lejos. Ve que el depósito de libros de 120 metros cuadrados ya no está.
Bajo las llamas falangistas y fascistas arden La República, de Platón. ¡Ya era hora! ¿Y éste? ¡La enciclopedia de la carne! ¡Puaf! Es un grueso volumen que levanta pavesas y estelas humeantes.
¡Otra Conquista del pan! ¿Cuántos llevamos de Conquista del pan?
¿Cuántos libros quedaron bajo las llamas patagónicas?, ¿cuántas pequeñas bibliotecas familiares?, ¿cuántos tomos en las mesas de luz?, ¿cuántas enciclopedias bajo las patas de las mesas?.
Bajo el fuego cordillerano se quema poesía. En el depósito de Hudson se quema Bustriazo Ortiz, clásicos como Arturo Carrera, Diana Bellessi, y sobre todo patagónicos, Minieri, y también Graciela Cros, Gerardo Burton, y Carolyn Riquelme, Raúl Mansilla, Eliana Navarro, y Raúl Artola, Liliana Campazzo, Andrés Cursaro, entre otres, se queman sus libros, sus poesías. ¿Cuántos?
“Unos dos mil, había unos dos mil libros”, calcula Cristian. Sus preguntas son otras, ¿cómo empezar de nuevo?, ¿dónde empezar de nuevo?, ¿por qué hacerlo? Tal vez porque haya un designio, una atadura inmaterial, una historia. Tal vez porque “hay un sino trágico que se asocia con quemazones de la dictadura, no se puede evitar esa asociación”, dice Cristian. Y contra la dictaduras o el fascismo que quema libros, como contra el fuego, se pelea, se resiste y se pelea. Y se escribe. Eso también es arder.
Con la colaboración de Carolina Biscayart
Para colaborar, se realiza la campaña “Comprá libros de Espacio Hudson Ediciones para ayudar a la reconstrucción”. Buscalo en www.espaciohudson.com y en las redes sociales de la editorial.