Opinión

M’hijo, el dotor, gana 120 lucas por mes

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1. Mi título tiene trampa, por supuesto. Y doble: por un lado, no todos los docentes universitarios son doctores (doctores de veras, lo que significa cursar un doctorado y escribir una tesis, defenderla y aprobarla; no hablo aquí de contadores, dentistas o doctores honoris causa de universidades que no son universidades). Además, el doctorado no te transforma en un gran docente; hay docentes maravillosos y maravillosas, en todos los niveles, desde la educación inicial hasta la universitaria, que jamás hicieron ni harán ningún posgrado.

Al mismo tiempo, por el otro: la expresión “m’hijo el dotor” es tan falsa como afectiva. La obra de Florencio Sánchez no habla de un deseo popular, sino de un conflicto popular: el que se desata entre los valores morales del padre campesino y el hijo devenido universitario. Sin embargo, el título se autonomizó de la obra (con una mano en el corazón, confiese quién la leyó) y pasó a denominar una de las cláusulas más potentes y democráticas de nuestra cultura: la idea del hijo (de la hija) que va a estar mejor que sus padres/madres, donde “mejor” significa económica, social, culturalmente. Ascenso de clase, movilidad social, ruptura de jerarquías pre-establecidas: el hijo del obrero que se vuelve ingeniero, pura prepotencia de trabajo plebeya. Mi papá, por ejemplo: un hijo de la clase obrera con escuela primaria que llegó a empleado de seguros, y que sabía que sus hijos iban a ser universitarios, y uno de ellos sería, además, ingeniero –esto no lo logró: estamos poniéndole garra a uno de sus nietos, que está a punto de lograr el sueño de Juan Alabarces, aunque sea una generación más tarde–.

Y además, para terminar de develar toda la trampa, no todos los docentes universitarios ganan 120 lucas. La gran mayoría gana más: pero no tanto más.

 

2. La crisis universitaria se mueve justamente entre esas dos aristas: una que es profundamente afectiva, y que mueve todas las historias personales o grupales, especialmente de aquellos y aquellas que no fuimos herederos/as –ni económicos ni sociales ni laborales: es decir, los que descendemos de tradiciones no profesionales, aunque debo reconocer que la cantidad de maestras normales de mi familia materna (tías y primas) funcionaba como un hermoso colchón–. Esas historias no son poca cosa, claro que no; están en cada cartel que los millones de manifestantes llevaron hoy a las plazas y calles de todo el país, contando una historia.

La otra arista son los datos: el gobierno ha mentido de un modo descarado, y los defensores de la universidad pública no han sabido explicar adecuadamente lo complejo de la trama. El gobierno miente sobre todo: sobre los porcentajes de aumento salarial reales u ofrecidos (como sabemos, a todo lo que se mueve lo reprimen, y a lo que está quieto lo llaman “el mayor de la historia”); sobre las cifras de graduación; sobre presuntos “promedios salariales”; sobre la cantidad de docentes y estudiantes. No hay terreno sobre el que el trío Pettovello-Torrendell-Álvarez, madre, hijo y espíritu santo de las fuerzas del cielo, no haya mentido o malversado la información. Pongamos, entonces, un poco de cordura.

 

3. Los salarios son un espanto. Pero no hay un salario “promedio”. Hay seis categorías (ayudante de segunda, ayudante de primera, jefe de trabajos prácticos, adjunto, asociado, titular), de la que sólo la primera corresponde a un estudiante avanzado (ya no debe quedar ningún ayudante de segunda rentado en todo el país); y hay tres dedicaciones, medidas en cantidad de horas semanales. Simple, 10 horas; semiexclusiva, 20 horas; exclusiva, 40 horas (y retención de título: el profe con exclusiva no puede desempeñar su oficio en otra cosa que no sea enseñar e investigar). Es decir, seis categorías por tres dedicaciones, lo que significa dieciocho salarios. Pero, a su vez, hay que calcular antigüedad, que comienza a sumar a los dos años y culmina con el máximo a los 24 años de trabajo, con cortes a los 5, 7, 10, 12, 15, 17, 20 y 22. Por lo tanto, 18 por 10 da 180 salarios posibles distintos, aunque uniformes para todas las Universidades Nacionales (más algún plus por zona desfavorable, en casos especialísimos). ¿Cuánto gana un docente promedio? No hay tal promedio: hay 180 posibilidades. Lo que sí se sabe es que los cargos de dedicación exclusiva –es decir, los mejores pagos según la categoría– son apenas el 10% del total de los docentes: son menos de 22.000 personas, y oscilan entre los $ 614.000 de un ayudante y los $ 1.088.000 de un profesor titular. Como salario inicial: el máximo salario al que aspira un profesor universitario, luego de 24 años de trabajo, es de dos millones de pesos, en mano. Ninguna fortuna: mucho menos que un juez o un subsecretario o un concejal.

Pero la gran mayoría de los docentes tienen dedicaciones simples. Los nombran por diez horas semanales para dictar una o dos asignaturas, a cambio de 120 mil pesos iniciales. A los dos años, ganan una fortuna: 150 mil pesos. Si no ascienden o cambian de dedicación, se jubilan con un salario de 280 mil pesos. Por supuesto, casi nadie tiene solamente un cargo, salvo que dé clases por mero gusto y viva de otra cosa: el resto acumula dedicaciones simples, a veces en distintas facultades y universidades, hasta alcanzar el máximo de cinco que permite el sistema (que controla los salarios pagados en distintas universidades y los contrasta con las declaraciones juradas de cargos). Hay 148.000 dedicaciones simples en todo el país (no son 148.000 personas, sino cargos: cada persona puede tener hasta 5 de ellas). Moraleja: a los 24 años de carrera, un auxiliar docente, dictando entre cinco y diez materias semanales, con alrededor de 250 estudiantes o más (preparando clases, actualizándose, concursando, corriendo entre sedes, evaluando, corrigiendo), gana menos de un millón y medio de pesos. Si alquila, está frito.

El salario máximo al que se puede aspirar en el sistema científico y universitario es el que combina el rango de Investigador Superior en el CONICET más el cargo de Profesor Titular en una Universidad. Esos sujetos no llegan a ganar tres millones de pesos: dos mil dólares, al paralelo. En México, Brasil, Chile o Colombia estarían arriba de los cinco mil dólares.

Son sólo 163 personas en todo el país: 127 hombres, apenas 36 mujeres. 163. También ganan menos que un diputado o un senador.

(Y no hablé de los ad honorem, una multitud en la UBA: los docentes que dan clase por el honor, para acumular experiencia y currículum que les permitan luego dar algún salto. La mayoría pasa años dando clase sin cobrar un peso).

 

4. Podría seguir con más datos. La Universidad argentina está mal planificada, mal organizada, muchas veces mal gobernada; es poco federal, concentra en Buenos Aires, Rosario y Córdoba la mayor cantidad de alumnos y profesores; aprovecha que el CONICET paga dedicaciones exclusivas a sus investigadores para así pagarles dedicaciones simples a sus profesores (y si se jubila un profe con exclusiva, dividen su salario para pagar cinco profesores simples). Y sin embargo, a pesar de todo lo malo que se hace y lo bueno que se podría hacer, la Universidad pública sigue siendo un milagro. Las argentinas siguen siendo las mejores universidades de América Latina, formando profesionales que siempre consiguen trabajo, hasta en las crisis; produciendo investigación y conocimiento (no es un verso: se mide a través de sus publicaciones científicas y de sus patentes, no se puede fingir ni versear).

Y para colmo, lo afectivo: decenas de miles de pibes y pibas que son universitarios por primera vez en la historia de sus familias. Aunque nunca se gradúen, el sólo hecho de pasar por las aulas los vuelve mejores. Las sociedades modernas miden su desarrollo humano por sus matrículas, no por sus tasas de graduación: cuantos más estudiantes estén dentro de la universidad, más desarrollada es esa sociedad. La gratuidad permite ese flujo necesariamente más democrático: todos la pagamos, ricos y pobres, con nuestros impuestos (la lógica sería que los ricos paguen más impuestos que los pobres; si eso no sucede, no es culpa de las universidades). Una sociedad debe elegir en qué gastar sus ingresos: la nuestra decidió que la educación era uno de esos lugares, y lo hizo hace 140 años, en 1884.

No muy paradójicamente, la ignorancia histórica de nuestros gobernantes se llena la boca hablando de Alberdi pero se olvida de la Ley 1420, sancionada ese año. Esa Ley produjo la sociedad más educada y democrática del continente: la gratuidad universitaria es su corolario, no su exceso. Los y las manifestantes de ayer la tienen grabada en la cabeza, en la memoria y en la historia de vida. El veto presidencial a la ley de financiamiento demuestra, simultáneamente, su ignorancia, su prepotencia, su espíritu antidemocrático y la ausencia de esa memoria.