“Fue nuestra primera marcha, habrá otras y seguramente dentro de 30 años seguiremos marchando”, la frase del activista por la diversidad sexual Carlos Jauregui todavía resuena en los pensamientos de Gustavo Pecoraro. La dijo el 3 de julio de 1992, después de la primera Marcha del Orgullo en Argentina, cuando la cantidad de asistentes no superaba las 300 personas. “Era la primera vez que salíamos a la calle y no sabíamos lo que podía pasar, la cana nos podía llevar presos y presas. La primera no solo tuvo que batallar contra las situaciones de discriminación, estigmatización y violencia de las leyes represivas vigentes, sino también contra la total desmovilización de nuestro colectivo”, recuerda hoy el escritor y periodista Gustavo Pecoraro, que fue uno de los impulsores.
Para ese momento primigenio juntaron dinero en boliches y bares, los recorrían con una alcancía de cartón. “Éramos organizaciones pobres, hacíamos colectas. Íbamos a los boliches o nos parábamos en Santa Fe y Pueyrredón. Y la gente nos decía que no venía a la marcha porque no se podía mostrar, pero nos daba plata. Había otras personas que nos decían que los dejemos de molestar con la política, que lo único que querían era bailar. Fue difícil internamente convencer de la necesidad de la organización y de movilizar”, cuenta Pecoraro, que militó en la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y en Gays y Lesbianas por los derechos civiles.
En esa primera marcha varias personas participaron con máscaras. Los resabios de la dictadura militar permanecían y todavía funcionaban los edictos policiales y la división Moralidad de la Policía Federal. Así lo retrata una crónica de la revista Flash: “Catalina (46 años), una de las portadoras del cartel de Cuadernos de Existencia Lesbiana: ‘Vine a la marcha con máscara y con el pelo tirante para que no me reconozcan. Mi compañera no tiene problemas en exponerse porque trabaja en forma independiente. Ella está delante de la marcha. Pero yo no puedo hacerlo porque soy maestra y el sistema considera que las lesbianas no servimos como educadoras’’.
Hoy, tres décadas después de esa noche fría, Clara Lenger se prepara para marchar el próximo sábado, con un clima más cálido. En su casa planea la ropa vestirá. Piensa en un vestido hecho con la bandera pansexual: magenta, azul y amarillo. Tiene 20 años, es música y cuenta que hablar de su identidad de género implica perder seguidores en Instagram. “Es una oportunidad de encuentro y, por más que estemos alzando la voz y peleando por causas que no están del todo resueltas, es un lugar de festejo. Cada vez tenemos más posibilidades de encontrarnos y de ser representades. Es festejar con las cosas que nos gustan y es divertido además de ser importante a nivel político”, dice,
Hoy, tres décadas después, el miedo a salir a la calle persiste. “Hay muy poca representación de las diversidades en los medios, es una forma de odio y de no aceptarlas. En la Ciudad de Buenos Aires tenemos el privilegio de que no se den situaciones tan explícitamente de odio en la vida cotidiana, pero en las otras provincias sigue pasando y la gente tiene miedo de salir a la calle. Acá también tenemos miedo, sobre todo las personas que visiblemente son de la comunidad LGBT”, cuenta Clara.
“Vivimos una década de éxtasis de derechos LGTB y un sector de la política mundial y las iglesias se aliaron y son la contraofensiva. Hay una reacción a las conquistas que hemos logrado en la década de los 2000 y esa es la pelea. No debe ser entre nosotres por diferencias fundacionales. Yo no le tengo miedo ni me quiero enfrentar con el que marcha conmigo, sino a quién marcha contra mi”, reflexiona Gustavo.
En la calle o en las redes sociales, la lucha por la diversidad sexual se sostiene.“Tengo miedo de salir a la calle porque soy mujer, pero relacionado a lo queer me da miedo opinar, hablar, expresar mi identidad porque soy artista. Siempre es un riesgo expresarse, hablo con la e y pierdo 200 seguidores y digo soy: pansexual o bisexual y pierdo seguidores. Pero eso es lo de menos, lo más grave son las amenazas de muerte que he recibido”, dice Clara que ya va por su cuarta marcha.
El comunicado que se leyó aquél 3 de julio de 1992 en las escalinatas del Congreso se revitaliza cada año: “Aunque intenten educarnos para la vergüenza, nosotros estamos orgullosos de nuestra forma de amar. Rechazamos la uniformidad que pretenden imponernos con la utilización de mecanismos discriminatorios y represivos”.
Gustavo y Clara resaltan la alegría, el encuentro, el festejo que permite la Marcha del Orgullo. “Tenemos que celebrarnos porque somos un colectivo de resistencia y de lucha. Este día nos podemos dar el permiso de divertirnos, bailar, chapar y ser libres porque cuando termine la marcha puede ser que alguien te dé una paliza o tenés que volver al armario porque tu hábitat natural no te permite ser como en esa marcha. Son cinco, seis o siete horas de libertad plena”, cierra Gustavo.
En un anochecer frío de julio de 1992 o en una tarde cálida de noviembre de 2022, los cuerpos se encuentran y festejan. Mientras lo hacen, reafirman el orgullo como respuesta política.
CDB/MG