Entrevista

Karina Ocampo, autora de La ruta del maíz: “Falta noción del peligro que implica que las semillas queden en pocas manos”

El encuentro es en el Parque Centenario, uno de los espacios verdes más grandes de la Ciudad de Buenos Aires, y, como muchos otros urbanitas ese día, nos sentamos sobre el pasto, a prudente distancia, con barbijos, en el marco de la nueva normalidad que nos impuso la zoonosis conocida como coronavirus. Parecía que era el lugar adecuado para hablar de La ruta del maíz, un libro que trata sobre diferentes maneras de conectarse con la tierra pero, sobre todo, de cómo hacer para seguir cosechando alimentos sanos y preservar lo que se conoce como soberanía alimentaria, o sea, “el derecho de los pueblos a cultivar, intercambiar, conservar y consumir sus propios alimentos y que estos sean sanos, seguros, soberanos y circulen a través de un comercio justo”.

Parte de la historia de La ruta del maíz se podía seguir en el Instagram de Karina Ocampo llamado Proyecto Maíz. Fueron los meses que viajó por el norte de Argentina, Bolivia, Perú y México. El texto de la periodista y locutora nacida en Buenos Aires acerca de ese recorrido presenta con suma delicadeza, numerosos datos y referencias y, sobre todo, mucha emoción las diferentes prácticas, en parte ancestrales, con que se cultiva en esas regiones, pero también cómo el avance de los sistemas agroalimentarios industrializados -que, por ejemplo, son responsables de esta zoonosis- amenazan más que solo la cultura alimentaria tradicional.

La ruta del maíz plantea la pregunta: ¿hay futuro si seguimos así? Y acerca algunas respuestas posibles: podríamos vivir en un planeta agroecológico.

El libro cuenta con un prólogo del abogado ambientalista Marcos Filardi, creador del Museo del Hambre, que señala que es “una alquimia perfecta de crónica, ensayo político, investigación periodística e indagación histórica”, y está dedicado a Antonella González, quien falleció en 2017 a los ocho años luego de enfermar de cáncer en Gualeguaychú, Entre Ríos, que era una de las zonas con mayor concentración de glifosato, el agroquímico que se usa en la siembre de soja. Luego, la ciudad prohibió el glifosato por ordenanza y hoy es un referente para otras.

Ocampo, que enumera entre sus referentes a la activista Flavia Broffoni, cofundadora de Rebelión o Extinción Argentina, y a la periodista Soledad Barruti, autora de Malcomidos y Mala leche, empieza por aclarar que el concepto Pachamama, con el que comunmente nos referimos a la Madre Tierra, es bastante más amplio: “También es lo que hay debajo de la tierra, arriba. Es todo lo que está vivo, todo lo que somos nosotros en relación con esa naturaleza”.

La elección del maíz como eje de su viaje -y no de la papa, por ejemplo- tiene que ver no solo con el hecho de que es la base de muchas comidas ancestrales y, desde lo industrial, esté presente en prácticamente todos los ultraprocesados (bajo el nombre de JMAF, jarabe de maíz de alta fructuosa), sino también con una historia personal. “Venía escribiendo y hablando sobre soberanía alimentaria y quería hacerlo reflejado en un alimento que abarcara mucho territorio, que fuera importante, ancestral. La papa también lo es. Pero sentí más conexión con el maíz. Mi papá lo sembraba en Catamarca. Entonces sabía cómo era, cómo crecía. Tenía conexión con esa planta, de pelarla, de encontrarle los gusanitos, todo eso que son los detalles que te conectan a un alimento con mucha más fuerza”.

De todas maneras, acota Ocampo, es imposible hablar solamente del maíz sin su vínculo con otros alimentos. En las comidas, claro, pero “incluso cuando se siembra (por ejemplo, en la llamada milpa, sistema agrícola tradicional en el cual se combinan maíz, frijol y calabaza)”. “No me gusta la idea del monocultivo ni la monoculturalidad”.

La periodista fue en busca de nuestro vínculo con los alimentos reales. Y lo que encontró, entre celebraciones rituales y encuentros y desencuentros propios de un viaje, es que en todos los países se está dando una lucha. “Por un lado, gente que cultiva de manera bastante tradicional, en el marco de la agricultura familiar, con ese vínculo directo con la tierra. Pero también, de manera creciente, los cultivos industriales, los monocultivos”, con lo que implican: transgénicos y agroquímicos.

Las personas que buscan recuperar o preservar las prácticas tradicionales se topan constantemente con la presión de las multinacionales. “Es un grupo de empresas pequeño y cada vez más concentrado porque se fusionan -Bayer-Monsanto, por ejemplo, o Syngenta-, acaparan todo el mercado de las semillas y logran crear a través de tratados internacionales, que son presiones para cada país, que haya que controlar las semillas, inscribirlas en un registro. O sea, no pueden circular libremente, sino que tienen que sí o sí estar todas las variedades registradas”.

“Tal vez Argentina sea el peor ejemplo de todos los países que visité porque es donde hay mayor cultivo de transgénicos. Brasil sería otro, pero no estuve ahí. Después en Perú y México no hay tanto. Pero sí está la idea de las empresas de que toda área pueda ser cultivable y que los transgénicos ingresen. Y hay empresas que están trabajando en eso. En Bolivia lo vi también. Y en general es muy difícil para las comunidades, las personas comunes, luchar contra eso porque son muy poderosas”.

En Perú no están permitidos los transgénicos. El Congreso prorrogó (por segunda vez) una moratoria para el ingreso de transgénicos al país hasta 2035, hasta que se hagan los estudios de impacto ambiental correspondientes. “Pero es probable que haya, por contaminación o porque alguien los haya sembrado. Es muy difícil controlar eso”.  

“En Bolivia solo está aprobado el cultivo de soja transgénica pero igual se siembran otros, sin permiso. Durante el gobierno ilegítimo de Jeanine Áñez se intensificó este problema, con decretos que establecían acortar plazos de los estudios para incorporar nuevos cultivos transgénicos. Eso, por el momento, no pasó, pero el peligro está latente”.

A la vez conoció a mucha gente que está tratando de rescatar y de conservar las prácticas tradicionales, también a nivel político. “En México, por ejemplo, que se dice es la cuna del maíz, hay una intención, por lo menos de palabra, de conservar el maíz tradicional. Hay una lucha histórica, porque se estuvo sembrando maíz transgénico, pero (el presidente Andrés Manuel López Obrador) AMLO dijo por decreto que no está permitido el maíz transgénico y que se va a ir dejando de usar el glifosato. Ahora las comunidades y mucha gente están reclamando que eso se transforme en ley”.

Mucho tiene que ver la presión popular de la campaña “Sin maíz no hay país”. “Pero la presión y el lobby que hay de las empresas es fuerte también”. Además, México integra el T-MEC (tratado entre EE.UU, Canadá y México) lo que obliga al país a adherirse a la UPOV 91, un convenio internacional que protege los derechos de la propiedad intelectual de las semillas. Así es que la Ley de Semillas establece que toda variedad (mejorada o nativa) sea incorporada al Catálogo Nacional de Variedades Vegetales (CNVV) para acceder a un proceso de calificación.

Que las semillas circulen

Mucha gente busca resistir y hacer que las semillas circulen por fuera de esos canales. “Hay que recuperar el intercambio que había antes y tener albergues de semillas. Por ejemplo, en el Museo del Hambre (de la Ciudad de Buenos Aires) hay un albergue transitorio de semillas, y la idea es que empiece recuperar el intercambio, el trueque, eso tan lindo que tenemos, lo vincular entre seres humanos, y también generar redes con otras casas de semillas que hay en el país”.

“Las leyes en general tienden a la concentración y al uso de las semillas solo para fines comerciales”. En Argentina se está resistiendo la aprobación de una Ley de Semillas que prohíba las semillas libres. “Se intentó tratar en el Congreso, también hubo movilización. Pero siempre la sensación es que falta tomar noción de lo que realmente significa eso, del peligro en el que estamos si las semillas quedan en tan pocas manos”.

Existen bancos de semillas legales, explica Ocampo. “El mayor se encuentra en Noruega. Es un lugar donde están registradas un montón de variedades para que el día de mañana si sucede algo y se pierde, como es muy probable que suceda con esto de la crisis climática, haya acceso a esas variedades de semillas. El tema es quiénes, en qué manos, quién va a tener la prioridad si eso pasa”.

“Está bueno tener muchos y que no sean bancos, no usemos esa palabra, sino casas de semillas, albergues o lo que sea, como se hace en las comunidades campesinas. Alguien que tiene semillas las cuida, las guarda, las siembra cuando es la época, y después, cuando puede, también las intercambia. Los bancos de semilla pretenden ser un lugar que nos va a salvar algún día, pero yo desconfío bastante de esa idea”.

En ese sentido, de su viaje rescata el haber visitado lugares donde vio otras maneras de sembrar. Por ejemplo, en Perú visitó las terrazas circulares de Moray, en el Valle Sagrado, en el que se cultivaba en diferentes niveles de profundidad. “Hay una tradición bastante grande de incas y de pueblos preexistentes a los incas que cultivaban las semillas en lugares especiales donde las iban adaptando, temporada tras temporada, a los climas de acuerdo a la profundidad en que estaban sembradas. Eso es toda una ingeniería increíble que teníamos hace tantos años. ¿Por qué esa sabiduría no se recupera? Por los intereses comerciales”.

¿Y cómo podemos conectarnos con estas ideas desde las ciudades? Hay diversas redes que se van tejiendo. La periodista enumera una serie de ejemplos. “Hay un curso de huerta urbana de El Reciclador Urbano, Carlos Briganti. Él empezó como algo chiquito, cultivando en su terraza, y creció, creció, se fue a la vereda. Ahora tiene un espacio en Constitución donde uno puede ir y aprender las cosas básicas de una huerta urbana. Después tenés veredas vivas en Devoto, por ejemplo, donde un grupo de vecinos se junta y empieza a sembrar y a vincularse, a recuperar ese vínculo”.

También están los bolsones agroecológicos, que fueron furor en algún momento de la pandemia. “Fue un boom el año pasado también por una cuestión de comodidad y vimos que no era mucho más caro. Los bolsones son una opción genial. No es la única. La idea es que esa gente que está trabajando en el campo, que la misma agricultura familiar tenga acceso a políticas públicas que permitan cuidar un poco más su territorio, su acceso a la tierra. Vienen peleando hace un montón por una Ley de Acceso a la Tierra”.

¿Y a qué conclusiones llegó Karina Ocampo recorriendo La ruta del maíz? “Había salido con la idea, muy ambiciosa tal vez, de ver si es posible todavía salvar el planeta. Sigo con la misma incertidumbre. No tengo idea. Depende totalmente de nosotros. Cuesta imaginar qué vamos hacia un futuro mejor. Con este libro lo que intento es compartir información y decir: Mirá, está pasando esto. Hagamos algo, porque si no vamos a morir todos. No sirve solamente compartir por redes sociales. Esta pandemia que nos está sucediendo tiene muchísimo que ver con nuestro modelo industrial. Así que dejé la semilla. Me encantaría que se multiplique y que sea mi pequeño aporte”. 

CRM