En la semana más caliente de los últimos 125 mil años, un subproducto innegable de la combustión de los hidrocarburos, la Argentina fósil levanta su puño y dice más que nunca: ¡presente! Y con emoción, inaugura un caño, acompañado por un operativo apabullante de comunicación que nos ametralla con una noción a contranatura: que los gases que transporta el ducto son los mismos que nos hacen hervir el orgullo por pertenecer a esta geografía, donde llegará -por fin- un desarrollo irreductible.
Es una batalla discursiva totalmente desigual, lo que no convierte automáticamente a la narrativa oficial en algo cierto. Como todo relato teleológico, omite las contradicciones y lo negativo, mientras que para poder legitimarse se apropia de los valores que laten en el corazón de las personas que no tienen ningún poder de decisión.
Uno de esos, es el valor de la soberanía. Este es un término que presupone libertad e independencia, nada de lo cual sucede con los hidrocarburos, que son productos comoditizados, cuyo precio está determinado por fuerzas enormes, en las que la Argentina no corta ni pincha. Arabia Saudita, incluso, se llevó un chasco en esta materia, a pesar de ser la gran potencia mundial de la industria. La semana pasada, cortó la producción en un millón de barriles diarios para hacer subir los precios, pero el mercado ni se inmutó, dejando seguramente desconcertado al Príncipe Mohammed Bin Salmán.
Así que la Argentina soberana necesita que las condiciones globales sean permanentemente las más desastrozas posibles para que el precio se mantenga alto y justifique una infraestructura que le permita ganar exportando antes de que la matriz mundial cambie para siempre a otro tipo de generación o la forma de transporte. No hay, no pueden existir, los precios soberanos. El costo de profundizar la fosilización se paga en algún lado, ya sea por el usuario o vía déficit fiscal. Elijan.
En estos días, la cartelería pública está inundada con afiches de YPF con la palabra soberanía. Con un fondo de uno de esos atardeceres de cielo ancho de la Patagonia, se yergue una torre de perforación, que está prohibida en tantos países. La imagen busca establecer un lazo emocional con Vaca Muerta, sobre cuya existencia los argentinos tienen una enorme confusión. La imagen, sin embargo, es incompleta. No muestra cómo las espesas nubes negras cruzan ese mismo cielo desde los distintos yacimientos, dejando una estela de mugre inexcusable de kilómetros, que manchan los atardeceres mágicos que se ven desde la barda de Añelo, que a esa hora del día se pone colorada.
Una foto desde un drone tampoco puede mostrar la dimensión espectral de Vaca Muerta, que es la que contiene al verdadero genio maligno. Para verla, se necesita de una cámara termográfica que se llama FLIR. Este es un pequeño instrumento científico que vuelve visible lo que no se puede detectar con el ojo humano: el metano, un potente gas de efecto invernadero, así como una lista de 19 compuestos orgánicos volátiles, como el propano, el tolueno, el benceno, etc. La mayoría de estos provoca mutaciones celulares incontrolables, lo que expone a riesgo de vida no sólo a los pobladores locales sino también a los trabajadores de las propias compañías de hidrocarburos, que trabajan sin protección para respirar.
En mayo pasado, un equipo de la ONG norteamericana Earthworks, recorrió Vaca Muerta y encontró emisiones invisibles en la mayoría de las instalaciones: desde los sets de perforación y fracking, las válvulas y baterías, hasta en compresores, mecheros, ductos, e incluso, plantas de generación térmica, o sea, a lo largo de toda la cadena de producción. Luego, le entregó las imágenes a James Doty, un experto que trabajó para la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA).
Entre otras cosas, Doty determinó que, por ejemplo, en la planta de Fortín de Piedra, se podía detectar la existencia de emisiones invisibles tanto adentro como afuera de los edificios, con “la liberación de una cantidad significativa de hidrocarburo”. Unos kilómetros más allá, en la planta de Aguada Pichana de Total, se pudo comprobar, entre otras cosas, que los mecheros no estaban trabajando correctamente, “liberando emisiones de humo significativas que indicaban una antorcha de combustión incompleta” (la combustión incompleta es cancerígena). En el establecimiento de Shell de Sierras Blancas se documentó “emisiones de antorcha caliente y pulsante desde un dispositivo de control que parece no estar funcionando según lo previsto, ya que se liberan ráfagas de hidrocarburo sin quemar/parcialmente quemado languideciendo en el aire”.
El informe sigue. Lo importante, sin embargo, es que revela otra cara de Vaca Muerta, muy distinta a la imagen del atardecer de YPF (empresa a la que también se le encontraron fugas de todos los tamaños, en instalaciones de toda antigüedad). Y en vez de emoción, nos permite resignificar todo este emprendimiento: ya no se trata del jardín del Edén del desarrollo, sino de una verdadera zona de sacrificio.
Ni el caño Néstor Kirchner ni la foto muestran las mangueras que se roban el agua del Río Neuquén (las llaman anacondas) y la sacan para siempre del ciclo hidrológico en donde más se la necesita: un desierto; ni la basura petrolera que satura los sumideros al aire libre; las casas rotas por el fracking; los yacimientos de arena que enloquecen a los productores del Delta del Paraná; la arena silícea volando con los impertérritos vientos patagónicos, convertidas en armas de destrucción contra cualquiera que tenga pulmones; los vertidos tóxicos y radioactivos, que no se saben en qué lugar de la napa se alojarán; las afectaciones a los cuerpos de los humanos, de los animales; la redesertificación de las plantas adaptadas a vivir en la meseta, que cubiertas por la arena que levantan los camiones, se secan porque no pueden hacer fotosíntesis.
Tampoco muestran la foto desigual de desarrollo, tan típico de la industria petrolera: mucho para los empresarios (que son los verdaderos sujetos de éxito de esta historia) y miseria para los demás que no trabajen en los hidrocarburos, que no puede seguirle el tranco a los precios inflados por la actividad extractiva. Pero, por sobre todas las cosas, lo que la imagen de YPF o la del caño no revelan sio los cambios que operan en la atmósfera estas actividades, que ahora se multiplicarán con la expansión del ducto.
Vaca Muerta es una verdadera bomba de carbono. La extraccción del subsuelo de todos sus combustibles tiene la potencialidad de mandar al mundo al mismísimo infierno. Cuando hablamos del cambio climático estamos refiriéndonos a nuestros propios cuerpos, no a otra cosa. Son nuestros cuerpos los que sufren el calor y la humedad, la sequía o las inundaciones, los que se pueden alimentar o no. Estamos en un territorio existencial desconocido y aterrador. Y el Estado argentino, con las empresas que les hablan al oído susurrantes, apuesta a la destrucción ciego, seguro y festivo.
La propia secretaria de cambio climático, Cecilia Nicolini, que se supone que nos debería defender de todos estos embates, aprobó la perforación del Pozo Argerich, el primero frente a las costas de Buenos Aires. Ese mismo día, el termométro mundial nos dió una alerta, marcando su récord. Y a ella no se dio cuenta. Acaso tampoco le interesó.
Al final del día, lo único que cuenta es la física de la atmósfera. Esta no se compra con dinero, no se engaña con propaganda ni con emociones. Sin embargo, una cosa es segura: con la mentalidad desarrollista del siglo XX, vamos camino a estrellarnos en el siglo XXI. Como diría el general Perón, la única verdad es la realidad.
MA/MG