Cuatro tesoros azules, la misión de un ángel sadomasoquista

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Una vez más, varios medios del mundo se llenaron de notas sobre el tema (¿con qué se llenan los diarios si no es con palabras en loop? ¿cómo sobrevivirían sin la repetición, sin eso que pretenden nuevo, pero que entregan una y otra vez camuflado de urgencia y de importancia vital?). Atravesamos esta semana el famoso Blue Monday, o el lunes azul, el supuesto día más triste del año que llega una vez que pasan las fiestas, se diluye la euforia que viene adherida a la mayoría de los comienzos y aparece el supuesto golpe de realidad. Terminados los feriados, los festejos, los entusiasmos, algunos perciben que todos esos propósitos con los que soñaban –tan maravillosos ahí cuando la cosa estaba arrancando, cuando todo parecía flamante– empiezan a escaparse con el pasar de los días. O algo así dicen los expertos, siempre dudosos, siempre un poco inviables. Y lo repiten los diarios. Y así.

Me agarro de esto igual. Pero más que en el lunes, me quedo en el azul. De Rubén Darío a Cristian Castro: una insistencia que atraviesa multitudes, continentes, eras. En Francia, país azul si los hay, hablan de una hora azul. En inglés es el color de un tipo de tristeza. Un estado que hormiguea por todo el cuerpo; sentirse azul –en una traducción precipitada, traicionera como todas– es atravesar un desánimo. Hecha la ausencia (en este rioplatense arañado no cabe tanto la expresión), hecha la trampa: me gusta imaginar ese azul como una sensación punzante, un poco helada, un poco roedora. Algo se rinde mientras el color se electrifica hasta cubrirlo todo.

Aunque no es exactamente de mis colores favoritos, la prestancia, la nobleza y la intensidad del azul parecen imbatibles. Tal vez porque está en cualquier lado, tal vez porque pareciera contenerlo todo. Una omnipotencia: ¿cómo ganarle al cielo o al mar? ¿cómo escapar de esa hipnosis cromática? Paseo rápido por algunos azules de mi vida: marino en la rayita de tazas y platos que nos acompañaron en todos los lugares donde viví en la infancia; opaco en el contorno de la paloma de la paz de Picasso en la lámina barata de un cuadro que también se mudó con nosotros por varias casas; chillón para dos uniformes escolares (en el primario súper religioso al que me mandaron algunos años tenía que usar un delantal con tablas tirantes y moño atrás; en el secundario el jogging azul Francia era obligatorio tanto para los atléticos como para las que no teníamos ninguna capacidad deportiva); indeleble en algunos pares de ojos; solemne en los lomos de una colección de libros que eran parte de una Biblioteca Universal clave en cierta clase media argentina; inolvidable en el agua de varios chapuzones; azaroso en viajes insólitos (una vez fui a un lugar que llaman la Laguna Azul, en Islandia, todavía me pregunto cómo fue que llegué hasta ahí).

Por suerte, más allá de los giros del idioma o de las fechas –marcadas con fórceps siempre–, queda claro que no todos los azules llevan encima un pesar. Recordé que hace un tiempito, Malena Rey, amiga de esta casa virtual, reunió en su precioso newsletter El Hilo Conductor diez elementos azules que le encantaban, entre canciones, obras de artistas plásticos, poemas y libros. “Una manera de sentir que estamos más cerca del cielo. O del agua. O de las dos cosas”, escribió.

Se me ocurrió, entonces, pensar en cuatro tesoros azules propios, de esos “para aferrarse en medio del desconcierto” como suelo decir por acá, a los que viajé por estas horas mientras pensaba en ese color. Totalmente arbitrarios también, caprichosos, amargos a veces, pero también festivos y hasta bailables.

Uno. “Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre), uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula Noches azules porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición”, anticipa Joan Didion en las primeras páginas de Noches azules. Un libro doloroso y dulce que intenta ponerle palabras a una perplejidad tan devastadora como la muerte de una hija. Pero sobre todo es una novela sobre el amor. Un amor inmenso y azul como el mar que veían en California, como algunas flores del jardín de la casa familiar que desapareció, como esas noches de Nueva York en las que la escritora se pone a rescatar todas esas imágenes que se desvanecen.

Dos. En El ángel azul, la película de Josef von Sternberg de 1930, Lola Lola o Marlene Dietrich canta que está hecha para el amor –y nada más que para el amor, de pies a cabeza– y detiene el mundo. O mejor: lo sopla y vuelve construirlo de cero en ese acto, cuando dice que ese es su mundo, su naturaleza: amar y casi nada más. La escena se ve en blanco y negro, pero suena azul en el tono: hay un desgarro a pesar de las palabras, hay algo roto que no se puede nombrar.

Tres. Jasmine lo dice en un avión y cada vez que puede: era Blue Moon la canción que sonaba cuando conoció a su esposo (un hombre bastante chanta, que, incluso en la desgracia, ella sigue recordando). Como si la protagonista de Blue Jasmine –una de las películas más interesantes que Woody Allen rodó en este siglo; la más almodovariana, también, a puro taco y un par de hermanas al borde del ataque de nervios; cumple 10 años ahora y está en Amazon Prime– se hubiera quedado a vivir en esa escena, con esa música de fondo y el chasquido del flechazo. El amor como una canción que siempre vuelve, la banda sonora eterna. Y mucho azul, otra vez: esa historia que no puede olvidar, los ojos infinitos de Cate Blanchett, la mirada bañada de lágrimas.

Cuatro. Madonna lleva una vida cantándole al deseo y al amor (de hecho, por estos días anunció que se viene una gira para celebrar sus más de 40 años de carrera). True Blue, de 1986, es su tercer disco de estudio y también la canción pegadiza que le da nombre al álbum, dedicado a su esposo de entonces, Sean Penn (él inspiró varios temas, según contó después). Por esos días, para la Reina del Pop el amor verdadero era azul. Un azul estridente como el fondo que eligió para el video, como su ropa, como la época que ella abrió a puro desparpajo. Después –aunque qué importa del después, si nos ponemos tangueros– las cosas se pusieron más opacas entre ellos.

Si lo tuvieron o creen que puede estar cerca, espero que algo de esto les haya venido bien para exorcizar ese lunes azulado que, según dicen, puede volverse intenso y estirarse por mucho tiempo.

Empieza una nueva edición de Mil lianas. Con la paleta que supimos conseguir.

1. Una isla argentina, de Alejandro Caravario. Ni tan periodista, ni tan insular, ni tan solo. El protagonista de la novela Una isla argentina (Híbrida, 2022) se llama Valentín Solito. Un tipo que de un momento a otro es despedido de su trabajo (escribe sobre ciclismo hasta que la multinacional que lo empleaba decide hacer un recorte y echarlo), se separa (un matrimonio más de complicidades que de pasiones salvajes) y tiene que irse a vivir a la casa de su padre (un rey de las finanzas ya grande y un poco fantasmal). Por el tono aceitadísimo de su autor Alejandro Caravario –elegante a partir de una escritura rica que elude a toda costa el simplismo; con filo para los diálogos; humorístico y disparatado cuando se necesita– todas estas escenas del libro parecen en suspenso. ¿Se trata realmente de un periodista? O, mejor, ¿qué era eso de ser periodista? ¿Es Solito un hombre solo, mientras pasa los días acompañado por Uma, una suerte de ángel sadomasoquista, y se cruza con los personajes que viven o trabajan en esta isla disparatada de ricos, entre fiestas y detonaciones? ¿Es su padre o es un espectro el tipo que ve caminando por la mansión a la que se tuvo que mudar cuando su vida cambió para siempre? ¿Es El Ceibo Island una isla argentina factible o se trata de una construcción distópica? ¿Cuánto de delirio y cuánto de posibilidad hay en eso que parece distopía?

“¿Cómo me volví una persona sin función, sin destino? Lo pregunto de modo tajante porque el trabajo era mi garantía de participación en el mundo (contar historias, opinar sobre ellas) y mi modo de consumar una felicidad razonable, sin estridencias ni agujeros”, se pregunta el narrador de Una isla argentina y expone una mirada corrosiva que se clava ahí, en el mundo del trabajo y sus vericuetos. De qué están hechos los días, los futuros y los deseos parece preguntarnos Caravario con su libro y nos expone, a su vez, ante un abismo.

Alejandro Caravario nació en Buenos Aires, en 1963. Desde 1985 ejerce el periodismo gráfico. Una isla argentina es su quinta novela.

La novela Una isla argentina, de Alejandro Caravario, salió por Híbrida Editora. En este enlace se pueden leer algunos artículos del autor para elDiarioAR.

2. My French Festival. Un clásico veraniego para quienes vivimos en este hemisferio. Hasta el 13 de febrero tiene lugar My French Festival, el ciclo online de cine hablado en francés que selecciona y premia a películas recientes y las ofrece de manera gratuita y con subtítulos para algunas regiones del mundo (de hecho en África, Latinoamérica, el Sudeste asiático, Corea del Sur, Rumania, Rusia y Ucrania se pueden en línea y sin costo ver todos los cortos y largometrajes participantes). Una cinematografía intensa, diversa y siempre sorprendente que proviene principalmente de Francia, pero también suma voces francófonas de países como Canadá y Bélgica.

Como informa por acá el Institut Français en la Argentina, MyFrenchFilmFestival “se organiza por secciones temáticas que incluyen cortos y largometrajes, y ofrece así a los festivaleros la posibilidad de descubrir el mejor cine francés gracias a rutas marcadas”. La programación se puede pispear por acá. Yo ya me anoté para ver La vida sin ti, de Laurent Larivière (incondicionales de Isabelle Huppert, uníos: donde esté iremos con ella); el documental Nosotros, de Alice Diop (a partir de la observación de distintas personas que se toman el RER B, un tren que cruza París de norte a sur y atraviesa los suburbios) y el corto fuera de competencia de 1983 Dejado sin terminar en Tokio (Laissé inachevé à Tokyo) de Olivier Assayas

Toda la programación de My French Festival 2023, con películas y cortometrajes disponibles online hasta el 13 de febrero de manera gratuita en Latinoamérica, se puede consultar por acá. Más información, aquí.

3. Temporada de premios. Arrancó la temporada de entregas de premios en el mundo del espectáculo internacional. Un tiempo repleto de reuniones de grandes figuras, de atuendos vaporosos, de risas, de polémicas interminables (¿se acuerdan de lo que fue el año pasado?) y de homenajes, que tendrá su broche de oro el próximo 12 de marzo, cuando se entreguen los esperados premios Oscar. 

Hace unos días, con una ceremonia bastante particular, se entregaron los Globos de Oro que distinguieron a las mejores producciones audiovisuales de cine y televisión. Muchos de los premiados seguirán recibiendo distinciones en todas las ceremonias que se vienen durante enero y febrero, así que se me ocurrió armar una suerte de guía para quienes quieran ver, en las distintas plataformas de streaming, algunas de esas películas y series.

En casa me empecé a poner al día con la comedia Abbott Elementary y lo estoy pasando muy bien: humor agudo, capítulos de menos de media hora y un grupo hilarante de docentes que, atando con alambre todo lo que pueden, intenta dar clases en una escuela pública estadounidense llena de problemas por los escasos fondos económicos con los que cuenta para mantenerse.

La selección con trece películas y series premiadas en los Globos de Oro para ver por streaming se puede leer por acá.

Banda sonora. Lunes y azul fueron los pilares de esta edición y también serán las líneas (siempre con puntitos, siempre un poco sinuosas) que sigan las canciones que se sumen esta vez a nuestra lista de música compartida. Hay rock y pop argentinos (entre otros, Los Abuelos de la Nada, Potra, el proyecto musical de Sofía Vítola que me enganchó especialmente el verano pasado; una de Los Piojos –la Tierra es tierra de color azul, himno fugaz y playero de algunas adolescencias, entre las que me puedo reconocer–; Charly García), algo de rock en inglés, algunas súper movedizas y más.

Ya que andamos en la zona musical de este envío, supe por este tweet del guionista Alejandro Turner que el documental Echo in The Canyon está disponible para ver en Netflix. Un territorio –una atmósfera bastante azul ahora que lo pienso, Saving love for you/California blue, dispara Roy Orbison y nos hipnotiza cada vez–, un clima y un sonido que confluyeron desde mediados de los ‘60 en el barrio Laurel Canyon de Los Ángeles y cimentaron buena parte del sonido de la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos. Es que ese lugar de creatividad fue elegido, entre otros, por los miembros de bandas como The Byrds, The Beach Boys y The Mamas and the Papas.

En el documental hablan varios de los integrantes de los grupos, artistas contemporáneos de ellos como Eric Clapton o Ringo Starr, y también músicos de generaciones posteriores, como Beck, Fiona Apple, Cat Power, Regina Spektor, que reconocen su influencia y una vigencia inagotable. Agregué algunos temas de varios de ellos también.

Bonus track. En octubre del año pasado les conté que se lanzaba Paraíso Club, un proyecto que lleva adelante un dream team de artistas del teatro, la performance y la danza. Por estos días lanzaron la programación de obras que presentarán este año y el servicio de suscripción mensual para conseguir entradas, clases exclusivas, desmontajes de los trabajos y todo tipo de acercamiento al proceso creativo de quienes forman parte del club. La programación es excelente y por mi parte voy a ver todo, pero ya resalté especialmente (con azul, obvio) que en junio se estrenará El punto de costura, de Cynthia Edul, y que en julio Romina Paula presenta Sombras, por supuesto, un trabajo que también es el reencuentro escénico de Esteban Lamothe, Pilar Gamboa, Susana Pampín y Esteban Bigliardi después de obras tan emblemáticas como Algo de ruido hace, El tiempo todo entero y Fauna. Toda la programación y la información para suscribirse está disponible por acá.

Bonus track II. Alguna vez hablamos de Tangalanga en este lugar, de mi amigo Fede y de lo que él llama la plasticola de la amistad. Esta semana llega a varios cines argentinos la película El método Tangalanga, de Mateo Bendesky, que recrea en parte la historia de este personaje gracioso y encantador. Creo que puede ser un buen momento para meterse en su mundo –lleno de risas, lleno de delirio– por un rato.

¡Hasta la próxima!

AL

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