Pese a lo que uno se imagina, el cielo de Buenos Aires está lleno de aves: desde la paloma que molesta en las plazas hasta el halcón que viene de norteamérica en verano son más de 350 especies registradas. Esto no quiere decir que las veamos todo el tiempo, lo habitual en la Ciudad es que se vean entre 100 y 150 especies. “Lamentablemente a la gente le importa más el celular que la naturaleza” se resigna Guillermo Spajic, coordinador del Club de Observadores de Aves de Palermo. “En el cielo de la Ciudad pasan cosas todo el tiempo, ellos se lo pierden”.
No será una serie de National Geographic, pero aún así el cielo de CABA tiene una llamativa biodiversidad. Más allá de la reserva ecológica, en la avenida Corrientes y Uruguay si se levanta la vista es posible ver un carancho o un gavilán mixto. Estas aves rapaces no le temen a los embotellamientos ni a los piquetes. “Yo tengo fotos de caranchos posados en la fuente y luminarias en plazas del centro”. Guillermo se apasiona: “Incluso una vez registré un nido de gavilán mixto en Avenida de Mayo, a metros del Congreso de la Nación”.
El fanatismo por las aves de Guillermo Spajic apareció hace unos 10 años cuando vio un ave y la quiso identificar. Además es un gran conocedor de peces, ranas y serpientes. Da charlas en la Reserva de Ciencias Exactas, ayuda a los estudiantes de Biología a identificar las aves de la Ciudad y las defiende a capa y espada de uno de sus enemigos en la ciudad: las gomeras: “A veces nos terminan disparando a nosotros”.
A pesar de que es un apasionado del cielo tiene los pies bien en la tierra. Hace 8 años maneja un taxi y aprovecha los embotellamientos para contarles a los pasajeros los misterios de las criaturas que cruzan allá arriba.
Cada Club de Observación tiene un ave insignia, la de Palermo es una rapaz, el Carancho. Todos sienten admiración por este tipo de aves: “Su habilidad para cazar las hace majestuosas”, dice Guillermo. Desde el Club organizan avistajes, capacitaciones y, cada tanto, se juntan a contabilizar pájaros.
¿Dónde están los caranchos?
Un domingo a las 10 de la mañana mientras la mayoría está preparando el mate y untando la tostada, los del club de observación de Palermo -libreta en mano, binoculares colgando del cuello y con pantalones y zapatillas de trekking- cuentan aves rapaces en un parque.
En el grupo COA que dirige Guillermo no todos descifran el cielo de la misma manera. Están los que necesitan una foto para reconocer el ave, los que identifican el perfil de vuelo y los que tienen el oído absoluto: con sólo escuchar el canto tiran el nombre científico.
No es cualquier día para el grupo Carancho, hoy es jornada de censo de aves rapaces, uno de los seis que se hacen al año. En lugar de ir nido por nido preguntando por los integrantes de cada familia, se paran en el lago Regata de Palermo -una de las zonas con más biodiversidad de CABA- a mirar el cielo y anotar cuando pasan volando.
“¡Ahí va un gavilán mixto!”. A Guillermo se le iluminan los ojos: “Escuchen, está vocalizando”. Señala el cielo y aclara: “Te das cuenta por la punta blanca de las alas”. Parece mentira que estas aves cazadoras y con esas garras convivan en la ciudad con nosotros y, sin embargo, es bastante lógico: necesitan árboles altos para anidar y palomas y ratones para alimentarse. Buenos Aires tiene las tres cosas.
En un grupo de whatsapp van dando el presente: desde Ushuaia, donde una pareja manda una selfie -si tienen suerte van a registrar cóndores y águilas moras- pasando por Tucumán, Río Negro hasta otros barrios de la ciudad. Su mayoría no se vieron las caras con los otros grupos, pero gracias a las aves se sienten como parte de una misma familia.
Debe haber algo en el agua del lago Regata que les gusta a los animales, tal vez el hecho de que sea agua que provee AySA desde la Planta potabilizadora San Martín, porque en menos de 10 minutos de recorrida, desde la isla norte hacia la sur, Guillermo va señalando aire, agua y tierra: chiflón, gallareta, cisne de cuello negro, pato mandarín, pato doméstico, coipo y lo más raro de todo: garzal. Aunque suene poco marketinera es importante porque señala al único nido de garzas de la ciudad. Allí hay cinco especies, pero a esta hora de la mañana sólo están las que se quedaron durmiendo: las garzas bruja, alargadas y jorobadas, blancas con el dorso negro parecen pingüinos. Hablando de eso, más jorobadas son de noche, sobre todo para peces, bichos y ratones y por el canto que tienen. “Escuchá”, Guillermo busca el audio en el celular. “Es espeluznante”. Es un grito fantasmagórico y sí, de noche por los bosques de Palermo más de uno caminaría apurado y con susto.
Ya pasó una hora y el censo está terminando. Hay poco viento y a las aves rapaces no les gusta. El conteo es pobre, en la libreta de Guillermo hay anotados 6 gavilanes mixto. Nada que ver con el de junio: este mismo punto de observación fue el segundo en que más rapaces vieron, 18 entre gavilanes, caranchos y aguilucho de alas largas. Lejos de frustrarse, Guillermo enfoca con la cámara y dice un poco excitado: “Miren un chajá, verlo por acá es una rareza”.
Guardan los binoculares y se despiden. Guillermo encara para el taxi y, si tiene suerte y el próximo pasajero no se pierde en su celular, dará una capacitación gratuita sobre el cielo emplumado que todos ignoran en CABA.
No digas plaga
Guillermo es un hombre tranquilo hasta que alguien menciona la palabra maldita, plaga, ahí le cambia la cara. Ni siquiera puede criticar a la cotorra argentina que no sólo copó Buenos Aires sino que, mientras usted está leyendo esta nota, está colonizando Madrid. “No son plaga, son eficientes” dice este abogado defensor de cotorras. “Nosotros plantamos árboles altos para que den sombra, pero resulta que son inmejorables para el desarrollo de las cotorras porque las aleja de los depredadores”.
Llámenlas como quieran, pero hay quienes toman medidas para tratar de mantener a los pájaros a raya. Desde sonidos de aves rapaces en el cementerio de Chacarita -se usó como método para espantar palomas y que no dañen las tumbas, y trajo espanto colateral en los vecinos- hasta el chirrido de la lechuza campanario en el jardín japonés para evitar que las cotorras dañen la floración de las plantas.
Si hablamos de plagas o, como dice Guillermo, de “aves eficientes”, las que lideran el ránking son las palomas. Desde que las trajeron de Asia en la primera mitad del siglo XX, pasando por una ley del peronismo que prohibió matarlas, hasta la actualidad, su población no dejó de crecer. Como son muy prolíficas y además comen cualquier cosa, desde basura hasta frutos, estas mensajeras de la paz inundan la ciudad. Y no sólo con su presencia sino con sus desechos, que son los mismos para cualquier ave. El excremento de paloma tiene ácido úrico y por eso oxida los metales, mancha las telas y arruina la pintura de los autos. Y a veces, el excremento tiene cosas peores. Isabela Morán tiene 37 años y casi muere por respirar caca de paloma. Los problemas aparecieron cuando empezó a vivir cerca de un palomar y sus crisis de asma se agravaron: “Me costaba cada vez más subir las escaleras, se me aceleraba el corazón y cada vez tenía más fatiga”.
Cuando abrían la ventana no era aire fresco lo único que entraba: el excremento seco de las palomas, que es volátil, se metía en su habitación. Pero esto todavía nadie lo sabía. Isabela fue al médico y le recetaron corticoides, pero los síntomas sólo empeoraban: “No sólo me cansaba al subir a mi habitación, directamente me tenía que tirar a dormir”.
Los católicos se pondrán contentos porque la solución apareció en una iglesia: en el bautismo de un sobrino un médico entendió lo que le pasaba. Como en un episodio de la serie Dr House, asoció los síntomas con la cercanía del palomar y antes de que el cura bautice al nene, le dijo: “Vamos al hospital, ya”. Isabela quedó internada una semana. El primer diagnóstico fue apnea, pero los análisis de sangre fueron contundentes: infección por clamidia. Es una bacteria que está en el excremento de las aves infectadas. El neumonólogo fue claro: “La clamidia se te metió en los pulmones”. Le recetó un antibiótico y la tranquilizó: “Tomando esto vas a estar bien”. Después se puso serio: “Tenés prohibido volver a vivir a ese lugar. Mudate”.
Las aves no sólo transmiten enfermedades, a veces pueden causar desastres.
El guardián de los cielos
Adrián Luna tiene un trabajo que pocos conocen, pero al que los pasajeros aéreos de la Argentina le deben mucho. Coordina el control de fauna de los 35 aeropuertos concesionados de todo el país y, en tres de ellos (Aeroparque, Ezeiza y el de San Fernando), dirige una actividad cuyo nombre no dice nada, cetrería. En la práctica significa entrenar y hacer volar aves rapaces para espantar palomas y pajaritos y evitar impactos con los aviones. En Argentina se realiza hace 18 años. “Evitar la intrusión de animales en los aeropuertos es imposible, porque son espacios abiertos”, explica Luna. Adrián es grandote -antes trabajaba en seguridad corporativa- y aprieta la mano cuando te saluda, como un halcón cuando se aferra al guante del cetrero. Su primera ave la tuvo a los 25 años. Un halcón peregrino macho. Luna dice con orgullo: “Le puse Amadís, por el nombre de una novela española del siglo 16. En cetrería se usa poner nombres de pájaros legendarios o de personajes literarios”. Después de tantos años y tanta práctica ahora se dedica a formar a los nuevos guardianes de nuestros aeropuertos.
Lo peor que le puede pasar a un avión se llama ingesta de aves: una paloma no es problema porque tiene una masa pequeña, pero si por la turbina se meten varias habría un inconveniente: “Por lo general la ingesta no suele tener consecuencias graves”, aclara Luna.
Llega a su trabajo y recibe las novedades del día: fotos del sector de fauna del aeropuerto desde avistajes de aves hasta ingestas. También recibe fotos de perros que se cuelan en los aeropuertos o en las pistas de aterrizaje. En 2007 un avión que despegó desde Catamarca impactó con un ave que tardaron en identificar: un buitre americano de 1.60 metros de envergadura y 1.5 kilos de peso ingresó en la aeronave y golpeó al conductor en la cara. El piloto estuvo muy grave y perdió un ojo. “Accidente más grave no tengo conocimiento”, concluye Luna.
Las aves que patrullan los aeropuertos vienen de criadero y todas tienen su documento. Además están chipeadas y, si se pierden, las pueden rastrear con transmisor. ¿Y qué pasa si las ven excedidas de peso? las ponen a dieta. “Lo mejor es algo sin grasa” aclara Luna.
“Esto no es un trabajo para cualquiera, es un estilo de vida”, aclara. Desde usar todo lo necesario (guante, caperuza, correaje y perro) hasta convivir con “el pájaro” en su casa, pasando por tener que destripar palomas o pollitos y guardar esa carne en su propia heladera hasta que el ave quiera comer.
“Aprender a volar halcones peregrinos es como el posgrado de la cetrería”, aclara Luna: “Por eso en nuestros aeropuertos hacemos algo más sencillo y volamos gavilanes mixtos que son más obedientes”. Cuando los gavilanes entrenados no logran su cometido, apelan a otras herramientas: perros, bombas de gas y fuegos artificiales.
Durante el verano en el aeropuerto de Ezeiza cuentan con una ayuda de la madre naturaleza: los halcones peregrinos que vienen migrando del frío de norteamérica. Agradezcamos nosotros los pasajeros, y también por qué no los halcones, que Ezeiza sea un lugar abierto, ideal para la caza. Allí los peregrinos se lanzan sobre la bandada cuando ésta se aleja de la arboleda y tal vez se acerca peligrosamente a la pista de despegue. “Algunos halcones peregrinos -Luna se pone técnico- golpean a una paloma y la agarran antes de que caigan. Esto requiere de una destreza que no todos tienen y además depende del lugar: si hay edificios es más difícil”.
Sonará romántico convivir con halcones y gavilanes, y sentirse amos del cielo, pero como en la vida esto también tiene luces y sombras: “El pájaro no es un muñeco perfumado, a veces está sucio”, concluye Luna mirando el cielo de Aeroparque, a Dios gracias, sin aves alrededor: “Pero lo peor es el mal aliento. Y creeme: es fuerte”.
NG/DTC