Mirar al monstruo a los ojos
A mi padre, in memoriam,
porque me enseñó a volar.
5 de junio 2011, por la tarde
Mientras hablamos oscurece rápido. Ayer, cerca de las cuatro y media de la tarde, el volcán Puyehue, cordón Caulle, en la región de Los Ríos en el sur de Chile, entró en erupción. En pocas horas una nube densa de ceniza y arena cubrió el cielo de Bariloche. Y luego, paulatinamente, el paisaje. Implacable. Todo está gris, no sólo por junio, también porque el aire, el suelo, los árboles, las paredes, las calles y todas las cosas, están ahora cubiertas de ceniza. Una capa de unos quince centímetros se depositó por toda la región de los dos lados de la cordillera, cubriendo cientos de kilómetros a la redonda. Un intenso olor a azufre llenó el aire.
Desde su sillón fija la vista en el fuego. Hace unos silencios largos y cada tanto tiene un acceso de tos del que no puede salir hasta que no exhala el último poco aire que le queda. Menos mal que ayer festejamos tu cumple al mediodía, le digo intentando hacer un chiste. Cuántos cumpleaños y casamientos se habrán tenido que suspender, ¿no? Pongo un tronco más en el hogar. Las llamas tiñen el ambiente de color naranja. ¿Querés que prenda la luz? No, no, así me gusta, dice, sonríe y se le mueve el bigote. Parece que va a nevar, está rosado el cielo, anuncia mirando por la ventana. No Pá, es la ceniza, contesto y él vuelve la mirada al fuego. Nos quedamos un rato en silencio. La vez anterior yo traje una chica desde Chile, me dice. Contame, le propongo, aunque lo escuché tantas veces. Contame. Ya se le van algunos recuerdos, pero hay otros que están ahí, anclados.
Es otoño, como esa vez. Yo ni siquiera estaba en sus planes cuando ocurrió, y ya casi cumplo cincuenta. Aunque pasaron tantos años veo ese temor que lo persigue cuando corre el velo del tiempo. Es difícil mirar a la cara al monstruo de la naturaleza. Esa que tiene dos caras, que es bella, magnífica e imponente. Y esa otra, la despiadada, la que explota, arrasa, mata. Lo sé ahora que veo el lago cubierto por una capa de arena que flota y lo transforma en una masa sólida y flexible que amenaza con tragarse cualquier cosa que se acerque. Las olas rompen de una forma extraña, son olas de piedra molida.
Habla bajo, pero lo único que se suma a su voz es el chisporroteo de los troncos en el hogar. No hay pájaros, no hay perros. No hay autos. El mundo, este mundo, nuestro mundo, se ha transformado en un lugar de susurros. Tendría que haberlo escrito, me dice. Contame, repito. Yo lo escribo. Busco una birome y un papel, y finjo tomar notas mientras lo escucho. No hay luz suficiente, pero no importa. Cada palabra se prende en mí como un abrojo. Sobre la chimenea hay un cuadro con una foto de él parado al lado del avión. ¿En ese fuiste?, le pregunto apuntando a la imagen con el mentón. No, era otro, un Piper. Un Piper PA 11, matrícula LV YHV. Se olvida los nombres de los nietos, pero nunca los de los aviones. ¿Te acordás de la matrícula? Y si, dice como si se tratara de una obviedad, la anotaba todos los días.
22 de mayo 1960
Era un domingo soleado sin viento. A fines de mayo. Preparamos la canasta con el mate, pan y dulce de guinda casero. Siempre me gustó el dulce de guindas. Día luminoso pero helado. Costó arrancar el auto, y estuve un buen rato rascando la escarcha del parabrisas mientras se calentaba el motor. Todos los inviernos pasaba, arrancar el auto era siempre un problema, acota.
Llegamos al Aeroclub como a las once y media. Ya estaba prendido el fuego, el humo subía vertical, las brasas empezaban a calentar las parrillas. Los álamos habían perdido casi todas sus hojas. El licenciado Gómez se estaba encargando del asado. Le decíamos el licenciado porque cuando estaba acá, estaba de licencia. Trabajaba en la Antártida. Cuando entramos ya estaba la tablita con un salamín, queso y pan todavía tibio que había hecho la mujer, una gringa grandota que hablaba castellano con dificultad. Dinamarquesa era. Linda chica. En el salón entraba el sol a pleno, y el hogar, prendido desde temprano, había templado el ambiente. Las mujeres tejían y tomaban mate, mientras los chicos jugaban en el piso. Luego saldrían afuera a disfrutar de esa tarde.
Fui al hangar a poner todo en orden. Primero el Stearman y después el planeador. Los sacábamos empujando, un ritual de todos los domingos. Esos días sin viento eran ideales para volar. Hice un ascenso antes de que estuviera listo el asado. Yo piloteaba el avión a motor, que llevaba de tiro al planeador. Subíamos en círculos grandes hasta alcanzar la altura deseada. Ahí el planeador se desacoplaba. Cuando sentía el tirón en la palanca, cortaba el motor y el Stearman bajaba en picada. Era una sensación de libertad total. Unos segundos y retomaba la marcha del motor. Hacía una pasada baja sobre la pista para soltar la soga que alguien estaba esperando para retirar. Una vuelta más y aterrizaba mientras el planeador, como un cóndor, realizaba su vuelo silencioso acompañado por las corrientes de aire. Un largo rato después bajaba y siempre era recibido con aplausos. A mí me gustaba más el avión a motor.
Había una comunicación por radio, que operaba desde el mangrullo, pero era breve y espaciada. Nada mejor que volar en silencio, disfrutando del paisaje y del cielo magnífico de ese domingo. Ese era el vuelo de bautismo de un piloto de planeador, no me acuerdo cómo se llamaba. Un muchacho calladito, creo que le gustaba el planeador por eso, porque le gustaba el silencio.
El segundo vuelo se programó para las tres de la tarde. Eran vuelos de práctica. Mamá subió adelante, con antiparras, gorro y guantes. Aunque podíamos cerrar la cabina, era más lindo llevarla abierta, y los días así se podía hacer sin problemas. Gómez ayudó a poner el motor en marcha. Dos o tres vueltas de la hélice y arrancaba. Carreteé con el Stearman hasta la cabecera de la pista, giré y lo puse en posición para salir.
Cuando el avión estaba carreteando para despegar se produjo un temblor. Levanté la trompa y subimos sin problemas, pero cuando ya estábamos en el aire, sentimos una fuerte turbulencia que sacudió el avión. Ahí vi una estampida de pájaros. Cientos, miles de pájaros irrumpieron frente a nosotros volando hacia el este. Hice una maniobra para esquivarlos y subí un poco. Incliné el ala a la derecha para girar cuando vi abajo que los coches que estaban estacionados al lado del hangar se corrían de un lado para otro. Lo que veía no era posible. La tierra ondulaba como un mantel al viento, como si una piedra hubiese caído lejos y estuviéramos viendo la onda del impacto que se expande. Las casas se bamboleaban como juncos, los árboles ya sin hojas parecían perder el equilibrio. Empezaba a levantarse una nube de polvo, y se escuchaba un ruido tremendo, más fuerte que el motor. El avión tenía combustible para unos diez minutos nomás, así que me dirigí al aeropuerto para reabastecerme. La gente que estaba allí nos pedía desesperadamente que sobrevoláramos sus casas para saber qué pasaba, porque los cables de teléfono se habían cortado.
Volví a levantar vuelo y gané altura. La gente corría para todos lados. Pasamos por arriba de casa y de la casa de la abuela, estaba todo en pie, pero la gente corría y se agolpaba en la calle. No había lugares seguros. Vi a mi izquierda que el lago se movía como agua en una palangana. Chequeé el combustible y teníamos para un buen rato en el aire. Dimos varias vueltas pasando sobre la orilla. Todo era un desastre de maderas, troncos y otras cosas flotando. El muelle no estaba más y varias embarcaciones flotaban a la deriva, mientras otras se hundían sin remedio. El Modesta Victoria fue una de las que se salvó.
No sé cuánto tiempo habrá durado. Hicimos varias pasadas bajas y vimos que de a poco las cosas se fueron tranquilizando. Volvimos a la pista y aterrizamos una media hora después de haber salido. Cuando nos bajamos del avión la gente corría y los chicos lloraban. Al rato volvimos a casa. Estaba todo bien, solo se habían roto algunas cosas que cayeron al suelo, se partió un vidrio de la cocina, pero no más que eso. Nos reíamos con tu madre porque las gallinas estaban como borrachas, querían salirse del gallinero y era un cotorrerío adentro. No pusieron no sé por cuánto tiempo después de eso. No sé si por el terremoto o porque se acercaba el invierno.
5 de junio 2011, al atardecer
Me voy Pá, seguimos mañana. Está cayendo la tarde. No hay sol y no hay tibieza. Camino hasta casa. El suelo cruje bajo la suela de mis botas. Como en la playa, pienso, pero hace frío y no veo mucho hacia adelante. Las luminarias de las calles permanecen prendidas todo el día y un triángulo de luz baja desde el borde y llega tímidamente al suelo. Antes de salir me envolví la cara con un pañuelo. Aunque dijeron en la radio que la ceniza no es tóxica, no debe ser bueno respirar esto. No pasan autos, solo unos pocos peatones. Un chimango está parado en el medio de la calle y me mira. Va a estar difícil vivir. Para todos. Nada más que mis pasos resuenan. No hay ningún otro ruido. No sabemos lo que sigue. No sabemos si está nublado o si va a llover. Sabemos que se pone el sol porque el reloj lo dice. Este gris espeso se extiende por todas partes, como en una película en blanco y negro. No hay nada totalmente vivo en la naturaleza. Unos hombres con palas y cepillos caminan por la vereda de enfrente. Veo brillar la brasa de un cigarrillo en la boca de uno de ellos, pero rápidamente se apaga. Ni siquiera puedo distinguir sus caras.
Llego a casa y me pongo a buscar en internet. Hay mucha información sobre el terremoto del sesenta. Dice un diario chileno que tuvieron que modificar la escala para medir la magnitud, porque fue el terremoto más grande que se haya registrado. El epicentro fue en una zona cercana a Traiguén en Región de la Araucanía, acá en el sur de Chile. Devastó todo el territorio chileno entre Talca y Chiloé y la zona más afectada fue Valdivia y sus alrededores. Leo que la energía liberada por el terremoto (que parece que no fue uno sino más de treinta y cinco) fue veinte mil veces más potente que la bomba lanzada sobre Hiroshima, y que el temblor duró unos diez minutos. No logro imaginarme lo que fue eso. Encuentro una página con fotos. En las ciudades se derrumbaron edificios enteros, se abrieron grietas en las carreteras. Hay testimonios de gente que lo vivió. Una señora cuenta que en el cementerio de Valdivia sonaban las manijas de las tumbas, que los nichos estaban rotos, los ataúdes, y que el hospital, que quedaba al frente de su casa, se cayó prácticamente completo. Hay una foto de eso. Todo es escombros, humo, grietas, y gente deambulando. La señora dice que los enfermos que estaban internados en el hospital caminaban en bata por la calle. Las fotos muestran imágenes de guerra, pienso.
Hay una crónica que relata la historia de los Tacos de San Pedro. Cuenta que el terremoto del 22 de mayo provocó que parte del río Tralcán se desplomara, provocando un colapso en tres sitios sobre la olla hidrográfica del río San Pedro que une los lagos Riñihue, Panguipulli, Neltume, Calafquén y Maihue en la Región de los Ríos. El desprendimiento de las laderas del río bloqueó su cauce y, consecuentemente, el desagüe del Lago Riñihue, que es el principal afluente del río Calle-Calle. A estos derrumbes se los conoce como “los tacos de San Pedro”. Uno de ellos tenía un kilómetro de ancho y más de dos kilómetros de largo. Estos deslaves se produjeron, en menor escala, en otras cuencas por toda la Región de los Lagos. Pero las consecuencias no fueron solo en la topografía. Varias poblaciones rurales fueron arrasadas por aludes de barro, piedras y troncos de todos los tamaños. Muchas casas fueron sepultadas y muchas personas desaparecieron. Me asfixia la perspectiva de este desastre y me da miedo. ¿Estaremos a salvo?
Hay poca información de lo que pasó acá en Bariloche, pero parece que no se produjeron mayores daños materiales, excepto la desaparición del muelle, que estaba construido en madera. Dice el diario que fue destrozado por una ola de unos siete a diez metros, que ingresó más de cien metros dentro de la localidad, provocando más que nada el pánico en la gente del lugar. Dos personas perdieron la vida en esa ocasión, agrega el diario sin dar detalles.
6 de junio 2011, por la mañana
Amaneció, parece. Se ven relámpagos eternos en el horizonte y truena como una guerra. Todo me remite a las fotos que estuve mirando anoche. Hay ruidos guturales, la tierra se retuerce y escupe. Fuera de eso, nada se mueve. A la madrugada se cortó la luz y no ha vuelto aún. Cuando llego a su casa ya está levantado y tiene el fuego prendido. De alguna manera la vida se cobija acá adentro. El aeropuerto está cerrado. Tenemos una radio con pilas y escuchamos el programa de la mañana. Hay que usar barbijos, no se consiguen, o valen fortunas. No queda agua en los supermercados. Se siente el miedo en la calle.
Nos volvemos a acomodar frente al fuego. Vine equipada con un cuaderno y mi cartuchera. Las clases están suspendidas. Hay catástrofes que son una oportunidad, pienso, y abanico los troncos para que las llamas crezcan. ¿Me seguís contando?, le pregunto y me siento en un banquito en posición de tomar apuntes. Se pasa la mano por el bigote, eso que siempre hace cuando piensa. ¿Dónde nos quedamos? Cuando terminó el temblor y aterrizaron.
23 de mayo 1960
Ah, sí. Murieron dos muchachos con la ola. Lulo Frattini y Andrés Kempel, dos hombres jóvenes, con familia. Los conocía yo. Frattini estaba a bordo de un barco que se llamaba La Cristina. Cuando todo empezó a temblar, Kempel estaba en la orilla con su bote, y Frattini le gritaba que lo rescatara. Y así lo hizo, volvió remando hasta La Cristina. Pero cuando Lulo se subió al chinchorro, llegó la enorme ola y se los llevó a los dos. Si se hubiese quedado en el barco quizás se salvaba, pobre tipo. La ola entró como una cuadra adentro del pueblo. Llegó hasta la calle Mitre. Había un montón de chicos de una escuela en el muelle, que se salvaron de milagro porque un rato antes se habían ido a escuchar a la banda del ejército que estaba tocando en el Picadero Municipal.
Al día siguiente, a la mañana temprano, me fui al Aeroclub. Estaban convocando a todos los pilotos disponibles para asistir a la gente afectada en el terremoto. Por lo poco que se podía saber por los radioaficionados, en el sur de Chile todo era una catástrofe. Había habido un tsunami, igual que acá, pero con olas mucho más grandes. Había muerto un montón de gente, se habían caído casas, se rompieron rutas y caminos, se desbordaron algunos ríos y se cortaron las comunicaciones.
El lunes llegué al club temprano y ya había varios reunidos en la sala de radio. Me pidieron que piloteara el único avión que había en el Aeroclub. La máquina era un Piper Cub, un monomotor de dos plazas. El motor era muy chico, solo tenía sesenta y cinco caballos de fuerza. Inicié el vuelo hacia Chile esa misma mañana. Mi misión era volar sobre Puyehue, el volcán Osorno, la ciudad de Osorno y Puerto Montt para hacer una evaluación del desastre. Hice el recorrido y volví a Bariloche.
Las comunicaciones eran bastante intermitentes, pero se sabía que se habían organizado cuadrillas de rescate y la gente se empezaba a mover a los dos lados de la cordillera. Había que llevar en forma urgente alimentos y sangre para Peulla. Decían en la radio que unos aludes de piedra y barro se habían desprendido desde las laderas. Volví a ir hacia Chile, esta vez acompañado por el Dr. Pistarini. Todo estaba cubierto por una niebla muy baja, cosa poco común en la zona. El avión volaba sobre la niebla. No sé si era niebla o polvo y humo suspendido a baja altura, pero era algo raro acá. Llevábamos sangre y caldos concentrados. No había datos meteorológicos de la zona de Chile, solamente me avisaron por radio que iban a marcar, en una zona despejada, un tramo muy corto para que usara de pista. La niebla se terminó en la zona de Puerto Blest. Allí empezamos a cruzar la cordillera. Como el avión tenía poca potencia había que cruzarla por cañadones. Pero para eso, había que conocerlos muy bien, porque no todos los cañadones tienen salida. Algunos se cortan de repente por unas paredes verticales de cuatrocientos, quinientos metros, o más. Nuestro avión subía hasta los dos mil metros, pero no convenía subir porque gastábamos mucha nafta en el ascenso. La cordillera la cruzamos volando a sólo trescientos metros de altura. No había nada de viento y se podía volar sin riesgos. El avioncito era una máquina, aunque como el motor era chico volaba a ciento veinte kilómetros por hora, era fácil de maniobrar y tenía autonomía suficiente para el vuelo de ida y vuelta.
El Club había comprado el Piper hacía seis o siete años y había pocos pilotos matriculados cuando fue el terremoto. Nunca pensamos que podían pasar cosas como las que pasaron. Después de eso, al año siguiente, como en septiembre, vos ya habías nacido, compramos un Piper Comanche, un avión ambulancia. Desde ese momento el Aeroclub contó con un avión sanitario para apoyar a la comunidad. Teníamos que estar preparados para cualquier eventualidad.
Cuando estábamos sobre Chile vimos que todo había cambiado. Había cerros partidos por la mitad, árboles caídos, valles inundados, cerros que no estaban más… Todo me parecía desconocido, aunque yo conocía bien todo ese lugar. Había ido muchas veces. En unos pocos minutos sobrevolamos Peulla. Ahí había un hotel y algunas casas donde vivían unas ciento cincuenta personas. El valle del río Peulla, que desemboca en el lago Todos los Santos, estaba inundado. El agua del lago estaba revuelta, llena de tierra, pero de color turquesa. Se veían árboles caídos, grietas, agua corriendo por donde antes no corría, y ese color del agua, que siempre fue tan transparente… parecía que tuviera leche. Y no se quedaba quieta. Se bamboleaba como en una palangana, no como las olas que forma el viento, sino como en una palangana, que va y viene, como si fuera una marea rápida.
Sobre el camino internacional que unía Argentina con Chile, que tenía menos agua, se construyó una pista de emergencia con troncos y arena. Tenía unos seis metros de ancho y unos cien metros de largo. La marcaron con trapos blancos y rojos. El aterrizaje iba a ser difícil porque la pista tenía las medidas muy justas. Tuve que hacer varios pasajes rasantes para asegurarme de la firmeza del suelo, y finalmente aterrizamos sin problemas. Fuimos el primer avión argentino en llegar allí con ayuda.
6 de junio 2011, después de almorzar
Me voy a tratar de conseguir agua Pá, vuelvo en un rato, le digo a la vez que le beso la frente. Salgo a la calle gris. Me da tristeza todo, no hay nada de color, nada. Quince centímetros de una arena crujiente nos separan del pasto verde, de las flores, los hongos y las hojas caídas del otoño. Empieza una lluvia fina, persistente y molesta. Escucho en la cola del supermercado que varios techos colapsaron por el peso de la arena y el agua. Los vecinos la bajan como pueden y se empiezan a formar montañas en las esquinas. Hay muchos que colaboran en la limpieza de las calles. Las máquinas la cargan en camiones. Dónde irán a parar estas camionadas, me pregunto. La arena y la ceniza llegaron a más de doscientos kilómetros de acá. La venta de agua está racionada. Un bidón de cinco litros por familia. Me llevo el mío. Hace frío y las gotas que caen sobre mi campera están sucias.
En la tele mostraban un video de unos buzos de Prefectura que bajaron a inspeccionar los filtros de las tomas de agua que se encuentran a lo largo de la costa del lago. Parece que está todo bien porque lo que decanta es muy poco todavía. Era impresionante ver emerger el buzo cubierto de arena como una milanesa.
Esto no se va a resolver así de rápido, pienso. La gente habla en voz baja. No hay ladridos de perros ni bocinas, no hay niños en la plaza. El miedo aplasta la voz y el silencio pesa. Muchos de los que están acá nunca vieron algo así. Él sí, lo vivió. Dos veces. Se da perfecta cuenta de lo que pasa afuera. Por eso sus recuerdos son tan nítidos ahora.
Vuelvo. Me acomodo en el sillón revisando mis apuntes. Hoy la tos lo dejó tranquilo, pero temo que la ceniza del aire pueda hacerle peor. Le gusta sentarse frente al fuego, así que me aseguro de que esté bien prendido cuando se levante de la siesta. ¿Querés un té? Una ginebrita mejor, me dice y pone cara de pícaro. No Pá, té o mate cocido. Mate cocido, acepta decepcionado. Mientras se calienta el agua, sigue contando.
23 de mayo 1960
¿Te conté que tuve que aterrizar en una pista improvisada? Marcada con lo que tenían. Unos tachos enormes quemando cosas en la cabecera para que viéramos bien, y trapos señalando la pista. Corta, pero yo volaba muy bien, y aterrizaba mejor. Por suerte no había viento. Eso hubiera complicado las cosas. Habían armado unas carpas del ejército a un lado de la pista, con una cruz roja en el techo, como en la guerra, ¿viste? Corrieron a recibirnos cinco o seis personas. Cuando nos bajamos nos abrazaron como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Nos palmeaban la espalda, preguntaban por Bariloche, si estaba todo bien. Muchos tenían familia acá. El Dr. Pistarini, ayudado por los carabineros, atendió a los heridos que habían traído hasta ahí. El lugar estaba a salvo del agua porque era más alto que el valle. La policía chilena me dio un mapa del volcán Osorno para que ubicara un refugio del Club Andino Osorno en el que se encontraban varios estudiantes pasando unas vacaciones. Salí solo de la pista de emergencia y al cabo de unos cuarenta y cinco minutos de vuelo sobre el volcán, volví para informarles que la ladera que ellos me indicaban estaba cubierta por un enorme deslizamiento de hielo y nieve que había provocado la desaparición del refugio. Se hizo silencio y cada uno volvió a sus tareas.
Me esperaba flor de guiso, especial para esos días tan fríos. Me acerqué enseguida a la carpa comedor. Ya estaba el fuego prendido en un tambor de doscientos litros que calentaba todo el ambiente. ¿Sabés? Hay olores que te hacen sentir seguro. El humo de la leña ardiendo, la comida casera, las tortas fritas que hacía una mujer en una olla grande, sopaipilla, les dicen ellos. Era reconfortante, dentro del desastre. Estaba lloviznando y mi campera de cuero no me servía mucho de abrigo. Prendí un cigarrillo después de comer y vi la cara del pibe que estaba frente mío. Le alcancé el atado y le dije que se lo quedara. No sabés lo contento que se puso. No debe haber tenido más de quince años. Pobrecito.
Después de comer regresé a Bariloche para volver al día siguiente con más alimentos y remedios. La niebla se mantenía sobre la ciudad, el lago y todos los valles de alrededor.
El gobierno de la provincia de Río Negro envió otro monomotor para colaborar con nosotros en la ayuda. Nuestra misión llevaba el nombre de Puente Aéreo. El nuevo avión enviado por la provincia quedó allí en Peulla, porque sufrió un accidente, un poco por el estado de la pista, pero otro poco por la falta de conocimiento del piloto en la zona de montaña.
Al día siguiente volví a Peulla a la mañana con más medicamentos y comida. A eso de las dos de la tarde estaba en el avión esperando instrucciones para volver a Bariloche y se produjo un nuevo movimiento de tierra que alarmó a toda la gente. Del suelo salían burbujas de barro que salpicaban todo. Era como si fuera una olla de polenta hirviendo. Fue algo que no puedo describir, por su magnitud… Era algo… sobrenatural. Los ruidos eran raros, como las cañerías de desagote.
Los carabineros me pidieron que sobrevolara la zona de Ancud. Me negué porque no me alcanzaría el combustible para ir hasta allá y regresar a Bariloche. Cuando puse en marcha el avión vi aparecer entre los picos de la cordillera una nube blanca que parecía un coliflor. Me llamó mucho la atención porque las condiciones climáticas no estaban acordes a la formación de una nube así. Por lo que despegué de inmediato. Me negué a transportar pasajeros por razones de peso, de lo que me alegro mucho, porque si hubiera ido con alguien no hubiera llegado.
La salida de Peulla es un cañadón en forma de Z, con montañas muy altas. A medida que avanzaba esa nube se iba haciendo cada vez mayor. Me puse en paralelo a la nube en la vertical del Brazo Blest, donde me di cuenta de que era una erupción volcánica. El parabrisas del avión se cubrió de ceniza y no me dejaba ver adelante. Abrí la ventana del costado y así pude seguir mirando por ahí. La nube era tan rápida como el avión, lo que me obligó a aumentar la velocidad del Piper. En ese momento, mi deseo fue tener dos máquinas: una fotográfica, y un avión más rápido. Llegué a Bariloche diez minutos antes que la nube. Di el aviso, pero no llegó a la ciudad porque no había teléfonos. Se habían cortado todos los cables. Cayeron como treinta centímetros de arena y ceniza. La gente del pueblo no pudo ver llegar la ceniza porque se mantenía esa niebla baja de humo y polvo sobre todo el pueblo.
6 de junio 2011, por la noche
Ni bien llego a casa busco en Internet. Parece que el 24 de mayo de 1960, treinta y ocho horas después del sismo principal, comenzó el ciclo eruptivo del volcán Puyehue, del complejo volcánico Cordón Caulle. Es el mismo volcán y está a menos de cien kilómetros de acá. Las fotos muestran una columna eruptiva parecida a un hongo. Leo que tuvo unos ocho kilómetros de altura. Encuentro que aparte de las coladas de lava y las eyecciones de ceniza y piedra, se observaron impresionantes descargas eléctricas en la nube sobre el volcán. Igual que ahora. Es aterrador. Me pregunto por qué se forman esos relámpagos. Leo que durante la expulsión de gases y ceniza se producen fuertes corrientes que provocan gran turbulencia y el roce intenso de las partículas expulsadas. Este rozamiento da lugar a una carga eléctrica. También, al salir por el cráter, se produce una rotura violenta de los materiales, que genera importantes cargas eléctricas. La suma de estos fenómenos provoca descargas eléctricas extraordinarias, que se observan como relámpagos de tormenta dentro de la nube. Pienso que quizás esta vez no haya terremoto… porque el volcán ya explotó.
7 de junio 2011, por la mañana
Toda nuestra vida, nuestra cotidianeidad, cambió hace apenas tres días. Todo lo que conocíamos y queríamos se trastocó. No hay escuela, no hay jardín de infantes, los negocios están cerrados, excepto almacenes y farmacias. La vida entró en pausa. Nuestro pequeño mundo de todos los días ahora está ensombrecido y gris. Solo se escucha, atrás de la nube que todo lo cubre, un estruendo de relámpagos que cuando es de noche podemos ver en el perfil de la montaña.
Traje unos canelones para que comamos juntos y me seguís contando, ¿qué te parece? Me encantan los canelones, me dice y se levanta para poner la mesa. Mientras acomoda los platos y los cubiertos, cuidando su paralelismo y su distancia, cuenta.
26 de mayo 1960
Una chica que vivía en el campo, hija de unos leñadores, estaba en su casa cuando se abrió un cerro y un alud de barro se desprendió a toda velocidad. La chica corrió, pero el deslave la alcanzó y quedó aprisionada contra una roca. No podía salir. La presión de la tierra le había quebrado todos los huesos, menos la columna y el cráneo. El padre había salido temprano a su tarea diaria y cuando logró volver no encontró la casa, así que siguió por donde había pasado el alud y encontró a su hija. Caminó hasta Peulla a pedir ayuda. Los carabineros la llevaron andando hasta la zona de aterrizaje para que nosotros la trajéramos.
La Fuerza Aérea Argentina estableció un puente aéreo para llevar todas las donaciones de alimentos, remedios y carpas para los afectados del lado chileno. Al aeropuerto de Bariloche llegaron dos helicópteros, asignados para el rescate de personas en la zona sur de Chile. Me pidieron colaboración para guiar a los pilotos hasta Peulla. Yo iba en el helicóptero que comandaba el oficial Barisco. Por razones de clima tuvimos que aterrizar en la costa del Brazo Blest, a pocos metros del hotel, y esperar. No podía creer lo que veía. El río que va desde el Lago Frías hacia el Nahuel, corría en sentido contrario. El agua estaba toda revuelta y los palos que habían estado tanto tiempo sumergidos, ahora estaban levantados como si fueran escarbadientes pinchados en una torta de barro.
Después de esperar un rato pudimos volver a salir. Volamos arriba de la nube de ceniza y aterrizamos en Peulla en menos de media hora. Enseguida llegó un grupo de carabineros con la chica. Tendría unos dieciocho años. Estaba entablillada y en una camilla de madera. Ni se quejaba.
Hacía mucho frío. El helicóptero era para dos personas. Me acomodé en mi asiento mientras intentaban colocar la camilla. No había forma. Sólo entraba la cabeza y el tórax. El resto del cuerpo de la chica sobresalía de la cabina. El que estaba a cargo me llamó. Bajé y lo seguí unos metros. No entra, me dijo, no la podemos poner sentada, está toda quebrada. Le dije que la llevaríamos así. ¿Está seguro?, me preguntó el tipo. Sí, no había otra forma. Buscaron frazadas para envolver la camilla. Las ataron con varias vueltas de soga para que no se volaran y las cubrieron con unas lonas. Aseguraron firmemente la camilla a la estructura del helicóptero. No podía moverse ni un centímetro. Si algo se aflojaba no podríamos hacer nada en vuelo. El Dr. Pistarini le inyectó unos calmantes para que soportara el viaje. Una mujer se acercó, pidió permiso para subir. Le puso un gorrito de lana, le dio un beso en cada mejilla y cuando bajó puso su mano sobre la mía. Vaya con Dios m’hijo, me dijo. Me estaba llevando a su nieta.
Despegamos sin problemas y emprendimos el regreso. Es difícil pensar en un momento más urgente que aquel en que el cielo se cierra sobre tu cabeza y lo único que esperás es ver la pista adelante. La sombra ganaba terreno y no había modo de ir más rápido. Había pasado media hora, no más, cuando escuché un estruendo como nunca había escuchado. El ruido más fuerte que te puedas imaginar. Como si fueran muchos trenes chocando y vos estuvieras adentro, ¿entendés? El volcán tronaba y escupía cenizas, lava, piedras y fuego. La nube estaba como electrificada, había unos relámpagos fuertísimos que partían el cielo por donde miráramos. Sin embargo, todo estaba quieto. No escuchaba el ruido del motor, pero todo funcionaba bien. Cada tanto miraba para atrás y veía que la chica venía con los ojos cerrados, y le corrían las lágrimas entre las frazadas y el gorrito. Aterrizamos en Bariloche en el Picadero Municipal, el terreno que hoy ocupa el Bariloche Center. De ahí la subieron a una ambulancia y la llevaron al aeropuerto, desde donde la trasladarían a Buenos Aires. Esta fue la primera misión de rescate argentina en el terremoto del sesenta. Ahí me di cuenta de que nunca le pregunté cómo se llamaba.
7 de junio 2011, después del almuerzo
Después de comer nos sentamos de nuevo frente al fuego. Pongo un par de troncos. Hoy cambió el viento y salió un poquito el sol. Finalmente, de a poco, todo volverá a la normalidad, como todas las veces, y quedarán en el recuerdo muchas cosas. Quizás en unos años, sentada frente a un fuego que chisporrotea en el silencio de otoño, sea yo quien cuente a mis hijos alguna historia de volcanes, de escribir y de volar. Quizás narrar sea la forma más amorosa de conservar la memoria. Te quiero Pá, le digo, y me doy cuenta de que se quedó dormido.
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