Primero se fueron sus mesas de pool y billar. De a poco, también, su clientela. A fin de mes parte su único mozo y, con él, este bar notable que fue testigo de todos los cambios que vivió Palermo. Café Los Andes fue fundado hace 99 años en Scalabrini Ortiz 1316, casi Cabrera, donde antes había funcionado un tablado por el que pasaron payadores famosos. El local que alquilan está en venta.
Alberto Costoya (65) dice que va a extrañar a sus clientes, pero que está muy cansado tras 40 años de trabajo como encargado y cocinero. Entró en el 83 para reemplazar a su padre, que se había hecho cargo del bar en el 57 junto a otros tres socios. Pero no es por eso que cierra este 1° de diciembre.
“El bar se fue apagando. La pandemia lo afectó mucho, pero yo vengo cansado desde antes. Los cambios en el barrio influyeron y ya es muy difícil. Esto no es Soho: nuestros clientes no gastan $7.000 cada uno. Son gente de trabajo, jubilados”, resume Alberto.
El único mozo que les quedó, Vitalino Gauto, pasó 38 de sus 65 años trabajando en este bar. Este mes se jubila, momento que esperaban los dueños para encarar el final, que en principio iba a ser en julio, pero se pospuso hasta ahora por una demora en sus trámites.
Completa el trío el otro socio, José “Pepe” Quintela (79), que nació y creció acá, como prueba su destreza en el billar. A sus 12 años, su padre lo hacía pararse sobre un cajón de botellas para que llegara a taquear.
Para un distraído, Café Los Andes puede pasar desapercibido. Persianas verde oscuro, a veces algo bajas. Salón oscuro, de paredes verde agua y machimbre. Piso desgastado, parte granito reconstituido, parte damero amarillo y negro. Barra mitad ladrillo a la vista mitad fórmica marrón. Aparador con espejos, reloj y banderines de River e Independiente, resolución salomónica para un bar doble comando. Poca gente en las mesas. La vista viaja sin ninguna columna que estorbe hasta llegar al fondo donde, en un rincón, cuatro jubilados juegan al chinchón.
Un bar de hombres
Muchas cosas cambiaron en Café Los Andes. Hasta el nombre de su avenida, de Canning a Scalabrini Ortiz. Pero una se mantiene hasta el final: es fundamentalmente un bar de hombres. Sus habitués son vecinos, taxistas, quinieleros. Amantes del billar, el pool, las cartas y el dominó. En los ochenta y noventa, parroquianos que ahogaban sus penas en alcohol.
“Acá venían las esposas a buscar a sus maridos a la noche, después de que ellos habían tomado unas copas de más. Incluso hoy sigue habiendo mujeres que dudan de si pueden entrar −admite Alberto−. Me contaba una vecina que, cuando tenía 15 años, la abuela le decía que no pasara por la vereda del bar”.
Hubo épocas de esplendor, de café abierto todo el día en lugar de entre 7 y 16, como es ahora. La cerveza a hielo brotaba de un grifo con cuello de cisne. El botellero rebosaba de ginebra, Legui, Mariposa. Había cinco mesas de billar. También dos de pool, donde Fabio Zuppiroli, hijo de un habitué, dio los primeros pasos en el deporte que lo consagraría campeón argentino.
“El problema era a la noche, tarde, cuando la bebida saca a esa otra persona que tenemos adentro. Había discusiones por jugadas de pool, alguna pelea contra el mostrador. Tenías que andar entreverándote para separarlos. Eso me cansó mucho. Ahí me di cuenta de lo que sufrió mi viejo”, reconoce Alberto.
Después de un tiempo como encargado pudo encarar algunas mejoras, sobre todo en la cocina a la vista. Cambió las hornallas y sumó una plancha. En un momento se podían pedir platos de bodegón: guiso de lentejas, pollo a la portuguesa, filet de merluza, tortilla de papas. Ahora solo salen café con leche, medialunas y sándwich de cocido y queso. Salame no, se terminó hace unos días. Muy de vez en cuando se ve una ginebra. Con el cierre a las cuatro de la tarde, tampoco hay mucho lugar para cerveza.
Varios nombres, un siglo de historia
“Antes del local había un patio, una especie de tablado donde, más que tangueros, pasaban payadores, como Gabino Ezeiza”, recuerda Alberto que alguien le contó. Un entusiasta de la historia porteña −que pide preservar su identidad− aporta más detalles a la historia. Muestra recortes del diario anarquista La Protesta que prueban que en 1905 acá ya había un negocio, para el cual “el señor Valerio Denevi publicó avisos desde enero a julio para pedir herrero capataz”.
En 1913 el local ya tenía otro dueño. Era una ferretería y pinturería, como indica el Anuario Kraft de ese año, una guía que incluía información comercial y turística. En 1914 su rol empieza a cambiar: “La Sociedad de Albañiles y Anexos convocó a una asamblea en ese lugar, al que denomina su sede social”, remarca este aficionado a la historia, que siguió el resto del derrotero a través del Boletín Oficial.
Así también se sabe que a inicios de la década del veinte funcionó una carbonería y finalmente se instaló el bar, que tuvo distintos nombres. Se llamó El Invicto, Begian y Cía, Varela y Mañana (muy parecido al cercano Varela Varelita) y, finalmente, Los Andes. “Cuando mi papá tomó el negocio hace 70 años, ya se llamaba como ahora”, asegura Alberto.
A lo largo de su historia, el café tuvo propietarios de origen español, judío sefaradí y armenio. “Cuentan que el dueño anterior a nosotros, don Abraham, se bajó del barco y fue derecho al bar, donde se reunía con su comunidad”, agrega.
Últimos días
“Este año empecé a venir seguido, porque mi nene arrancó el jardín cerca –dice el fileteador porteño y letrista Gustavo Ferrari (41)–. Nada más lindo para mí que estar trazando ornatos de futuros fileteados entre la charla de los taxistas y el sonido de las bolas de billar cuando hacen carambolas. Cada vez que cierra un lugar como este, Buenos Aires se siente más vacía y más lejana”.
Así como Gustavo prepara en el bar los bocetos de sus obras artísticas, el fotógrafo callejero Nicolás Rojas (38) toma Los Andes como objeto de su arte. Las imágenes que ilustran esta nota fueron captadas en el marco de su proyecto Moscardón, una serie fotográfica de cafés notables y barriales, bautizada así en referencia a la canción de Dos Minutos “Mosca de bar”.
“Este café me traslada a mi niñez y al Palermo de los noventa en el que crecí, que era bien barrio, no había un edificio gigante al lado del otro tapándote el viento y la luz del sol”, destaca Nicolás. Para él, este tipo de bares “son un oasis en medio de la ciudad. Es como dicen en la película Nueve reinas: ‘Están ahí pero no los ves”.
Son los últimos días de Café Los Andes y hay despedida familiar. Es el cumpleaños de Rubén, el hermano de Alberto y el mismo que donó los materiales la última vez que se pintó el salón. Toman la foto familiar de rigor detrás del mostrador. Hay una mezcla de dolor, nostalgia y sonrisas.
“Hoy tengo emociones enfrentadas. Por un lado quiero que termine. Por el otro hay una buena rutina, la de la interacción con clientes con las que uno creó vínculos, y que se termina al bajar la persiana”, admite Alberto mientras le hace upa a su nieto. Le muestra piezas de dominó que saca de una vieja caja de madera. Ambos las colocan sobre la mesa por la que pasaron miles de cafés. “Al menos va a tener el recuerdo del bar de su abuelo. Qué a viejo me suena”, dice. Se ríe.
KN/DTC