“Yo trabajo 20 horas por día, si no estoy trabajando es porque estoy durmiendo o cocinando, porque hasta cuando no estoy activamente trabajando, estoy pensando en trabajo”, abre su relato Eugenia, 26, productora en medios, quien agrega que no solo su ocio sino también su sociabilidad está íntimamente relacionada con su profesión. Resulta difícil escucharla sin pensar que de una u otra manera este es el modo en que gran parte de las nuevas generaciones encara hoy el trabajo.
Escepticismo a un lado respecto de cualquier slogan, y vengas del paradigma que vengas, ya sea que trabajes full time en un empleo de 9 a 6 o seas freelance e hijo de la llamada gig economy, hoy el equilibrio trabajo-vida personal parece estar cada vez más en déficit, y sentir que vivir para trabajar y no a la inversa es una sensación compartida y exacerbada por las nuevas tecnologías.
Alrededor del mundo 3 de cada 5 trabajadores dicen que están “quemados” (burned out) y según un estudio del 2020 en los EEUU son 3 en 4 los que declaran esto. De hecho la economista Juliet Schor tiene una tesis al respecto que propone que a lo largo de los años los trabajadores han ido ajustando sus expectativas a medida que el promedio de horas trabajadas aumentaba, es decir, no es que estamos satisfechos con lo que tenemos, sino que nos vamos adaptando (y lo que decimos que queremos) a la realidad que nos toca.
Pero si somos lo que hacemos -o de qué trabajamos- y todo es trabajo, entonces pareciera perder sentido la noción misma de trabajo, y por consiguiente también de ocio. O como proponía la periodista Jill Lepore en una editorial reciente del New Yorker sobre la historia del síndrome de burned out: si el burnout es universal y eterno, entonces es un sinsentido, algo que no tiene ni pies ni cabeza, que no sabemos dónde empieza y dónde termina. En este sentido, el imperativo moderno de que nuestro trabajo sea parte de nuestro ocio pareció venir a romper con una dicotomía que incomodaba: ¿cómo diferenciamos el tiempo que tenemos que estar produciendo para otros, del que podemos dedicarnos a lo que nos interesa a nosotros? Ahora bien, si este modelo aspiracional fuera exitoso, ¿estaríamos así de mal? Según un estudio del año pasado de Vice Media Group realizado entre jóvenes en todo el mundo, el 90% se siente estresado diariamente a cuenta de su futuro, sólo un 6% dice tener salud y bienestar general excelente, y 2 en 5 dicen que encontrar tiempo para encargarse de su salud es algo difícil. De igual manera el estudio recalca que la salud mental es la problemática de mayor impacto en la Generación Z.
Así la idea popularizada en los 90s de tener un equilibrio entre vida personal y laboral, dio paso a un desdibujamiento de los límites consciente y supuestamente elegido, ¿pero quiénes salieron beneficiados realmente? Ya lo decía el filósofo de moda Byung-Chul Han al hablar de la autoexplotación en la sociedad del cansancio hace unos años y de cómo las corporaciones sacan provecho de este leitmotiv de moda. De la mano de los discursos de búsqueda de bienestar integral y las críticas a la vida digital, y con una gran catalización de muchos de estos fenómenos gracias a la pandemia, el interrogante por la posibilidad de tener un vínculo más sano con el trabajo vuelve a quedar sobre el tapete y parece uno de los tema que más aqueja a las generaciones más jóvenes.
“Pienso que estoy todo el día trabajando porque trato de compensar el asunto ”necesidad económica“ con la vocación y el interés. Si el mundo fuera un lugar más justo quizás no debería dedicar todas las horas que paso despierta al trabajo (rentado y no rentado). Como generación millenial encima es muy difícil compararse con nuestros padres. Ellos a mi edad tenían hijos, trabajo y una casa. Siento que a nosotros todo nos cuesta más. Leía hace unos días que ganamos menos como generación por nuestros trabajos. Y encima nunca podremos comprarnos una casa con nuestros trabajos precarizados. Cuando leo esas cosas veo que la angustia no es solo mía, eso me aliviana un poco pero me vuelve pesimista”, dice Ayelén, 34, periodista con dos trabajos, administrativa y redactora freelance.
Entre la búsqueda de un mayor equilibrio y el imperativo de productividad
Una encuesta pre-pandemia del 2017 de Gallup realizada en los EEUU revelaba que el 51% de los trabajadores estaría dispuesto a cambiar de trabajo por uno que le permitiera tener más control sobre sus horas, y un 35% por uno que le permitiera tener una ubicación más flexible. Junto al avance de la automatización del trabajo -y el pánico moral que suscita-, la flexibilidad laboral tiene que ser uno de los tópicos (¿y utopías?) más debatidos.
“Si durante los últimos 40 años la flexibilidad permitió que algunos trabajadores (sobre todo blancos y de clase media) tuvieran más control sobre sus vidas laborales, teniendo efectos transformadores (sobre todo en la vida de las mujeres), tal vez sea hora de reconocer que en el siglo XXI no basta solo con la flexibilidad para un bienestar general”, advierte con tino la historiadora feminista Sarah Stoller en una nota donde repasa el origen de las prácticas modernas del flexible working surgidas al calor de la segunda ola de activismo feminista. Sin embargo, lo que Stoller plantea y muchos se están dando cuenta es que es necesario reexaminar estos triunfos a la luz de las nuevas dinámicas y prácticas de trabajo que se van instalando post-pandemia en la coyuntura económica global actual. Según Stoller lo que fue introducido primero con las madres trabajadoras en mente, y luego generalizado a todos los trabajadores, no sólo no ha logrado resolver problemas vinculados al cuidado de los hijos o revertido la genderización de tareas del hogar, sino que podría haberse convertido en una trampa moderna.
Una sensación que es casi imposible sacudirse luego de leerla, sobre todo si observamos la persistente desigualdad en la distribución de tareas entre madres y padres, pero aún si nos enfocamos en las capas más jóvenes de la población o miramos más allá de los hijos, con las problemáticas que esta flexibilidad y falta de límites trajeron aparejados. “La abrupta reestructuración de la rutina laboral debido al Covid-19 también ha puesto de manifiesto cuán diferente puede ser el trabajo ”flexible“ según el contexto: liberador para algunos, una prisión para otros”, sigue Stoller aludiendo tanto a la diferencia entre estratos sociales -la fuerza laboral más joven no necesita solo flexibilidad sino estabilidad-, como a los inconvenientes reportados el último año y medio de trabajo en estas condiciones.
“Los jefes no me llamaban antes de las 9 porque me iban a ver en la oficina y post 18 ocurría pero con menos frecuencia. En el tiempo del subte nadie podía pedirme trabajo, sencillamente porque en el subte no tengo wifi ni computadora. Ahora el tiempo de producción es todo el tiempo, cualquier momento. El jefe sabe que estás en tu casa y uno siente culpa de no responder inmediatamente, porque, si no te ven, la única forma de probar tu productividad es sobre-produciendo, ser overachiever”, se lamenta Emiliana, 31, comunicadora social que trabaja para una dependencia pública y además hace trabajos freelance. Si bien con la pandemia muchos tuvieron el privilegio de poder trabajar desde sus casas, el tiempo que antes se empleaba en el traslado o haciendo otras actividades que requerían presencialidad, ahora queda libre, pero no para ser usado en otras actividades sino para seguir produciendo en un continuo que se hace cada vez más difícil de sobrellevar y con consecuencias para la salud física y mental. “Ahora que no tengo ese tiempo de viaje noto que era tiempo de pésima calidad, pero era mío y era un tiempo donde podía no trabajar. Aún cuando no estés trabajando, sabes que deberías o podrías. Un poco como ”aunque no lo veamos el sol siempre está“ pero con el trabajo”.
“Toda mi familia es muy trabajadora, de hecho mi mamá trabajó toda su vida muchísimo y me atrevería decir que es adicta al trabajo, así que dicho y hecho así era yo. Siempre pensando que había que estar trabajando, haciendo cosas, produciendo, que no se podía descansar, que descansar está mal, que el poco tiempo libre hay que estar haciendo algo útil y la verdad es que me costó mucho trabajo personal desprogramarme de esas ideas. Soy una persona que no sabe disfrutar, que me cuesta mucho jugar, perder el tiempo, hacer cosas no productivas, pero un día no sé bien cuándo fue me di cuenta de que eso en realidad no me hacía bien y entonces empecé a buscar espacios de placer”, confiesa Dalia, 36, emprendedora, autora y dueña de Tienda Fe.
Peleados con el tiempo (libre)
Aristóteles decía que era el ocio y no el trabajo lo que constituía la esfera más significativa de la vida en la que nuestro potencial como individuos puede ser alcanzado, pero para los millennials y más allá pareciera ser el trabajo el espacio en dónde se pone en juego no solo nuestro estatus social como “ciudadanos” sino también nuestra identidad. ¿Pero qué queda de nosotros cuando sacamos eso? ¿Será por ello también que para esta generación las crisis laborales se parecen mucho a las existenciales?
“Mi vida está muy atravesada por mi trabajo porque yo soy mi trabajo, al final del día yo soy un producto que se está vendiendo para trabajar x cosa. Yo me estoy vendiendo para que alguien invierta en mí. Y estoy trabajando siempre para poder producir más trabajo, porque hay mucha gente haciendo lo mismo y tenés que asegurarte que vas a seguir trabajando para poder seguir pagando el alquiler”, acota Eugenia sobre un imperativo de época: ya no hablamos de trabajar solamente, también de vendernos a nosotros mismos continuamente.
“Me levanto y lo primero que hago antes de salir de la cama es revisar los mails y los calendars del día, pero también aprendí a decir que ”no“ a un montón de cosas, hay que cortar también con el FOMO. Algo que empecé a hacer hace unos meses es diagramar mis momentos de descanso y sociales no relacionados con mi trabajo. El trabajo el año pasado me salvó la pandemia, el haber estado tan ocupada hizo que no tuviera tiempo ni ganas de pensar en otras cosas que estaban pasándome alrededor que me podrían haber pegado mal. Que también es un mecanismo de autodefensa: si no estoy ocupada, me busco cosas para estar ocupada para no tener que pensar en otro tipo de situaciones”, completa Eugenia.
El FOMO -las siglas en inglés que significan fear of missing out o “temor a dejar pasar” o “temor a perderse algo”- sumado a la ubicuidad de la tecnología, al creciente uso de las redes sociales y la pandemia generaron un caldo de cultivo para nada favorecedor, así lo explica Agustina Kupsch de Panóptico de Género, investigadora de la UNSAM quien estudia este tema y resalta que la desconexión y el ocio son los “nuevos lujos”.
“Creo que el hecho de vivir conectados 24/7, en contexto de pandemia y confinamiento nos permite establecer y mantener los vínculos, podemos hacer casi cualquier actividad, compartimos nuestra cotidianeidad y experiencias en vivo. La vida en streaming. Pero ese estar conectados y ”disponibles“ todo el día tiene consecuencias, y sumado a las nuevas formas de trabajar que supimos conseguir para adaptarnos a la nueva normalidad, hizo que la esfera de la intimidad se mezclara con la laboral y ahora estamos todos bailando a un ritmo humanamente insostenible a largo plazo. Porque los días siguen teniendo 24 horas, y por mucha tecnología que poseamos como herramienta, nuestros cuerpo, y nuestros cerebros son limitados, y necesitan descanso (entre otros lujos)”.
Para Ignacio, 34, montajista que trabaja en post-producción de cine y tv, tanto la propia dinámica de la autogestión que conlleva una cuota de gran ansiedad, como la pandemia, son dos grandes catalizadores del estado de intranquilidad que mucha gente joven experimenta. “Sin dudas el zeitgeist millennial combina el mandato de la autogestión por un lado, pero sin dejar de reconocer al mismo que es muy perjudicial para la salud mental estar absolutamente todo el tiempo pendiente del trabajo, que para mí está entrelazado absolutamente con mis intereses y hobbies. Al menos en mi caso, que todo lo que hago en mi tiempo libre es también frente a una pantalla. La pandemia trae la dificultad adicional de la imposibilidad de la vida social (o de una vida social presencial), entonces me encuentro a mí mismo mirando tutoriales de After Effects un sábado a las 2 de la mañana, cuando quizás normalmente estaría en un bar tomando una cerveza”.
El amor a lo que hacemos, ¿también es una trampa?
“Tengo la suerte de trabajar de lo que me gusta, pero a esta altura de mi vida no creo tener otras opciones realmente, dado que no sé hacer otra cosa. Así que supongo que es un arma de doble filo”, asume Ignacio entre resignado y orgulloso, entendiendo que no todo lo que reluce es oro.
“Para quienes no vivimos de lo que amamos hay una presión por ”tener proyectos“ así tu vida no es tan ”hueca“ o con poco ”amor por lo que haces“. Bocha de imperativos que no sé quién los creó, pero existen. Me doy cuenta de que me la paso trabajando. Mi pareja me lo ha hecho notar, cuando estoy casi a cualquier hora hablando por Whatsapp sobre mis proyectos. Lo autogestivo es un trabajo 24/7. Y eso que no soy una adicta al trabajo. Creo que hay un poco de autoexplotación en todo esto, con la excusa del amor o la vocación. Me cuesta lidiar con esta idea, trato de tener un día libre a la semana porque necesito refrescar mi mente. Además realmente es difícil tener ideas nuevas cuando estás todo el día en modo robot del trabajo”, completa Ayelén.
Muchas reacciones en relación a la búsqueda de sentido en el trabajo se conectan directamente con el achicamiento de ciertos ámbitos de nuestras vidas (entretenimiento, sociabilidad, vida pública, educación, etc) a raíz de la pandemia, en los cuales canalizar otros intereses. “Con la baja de tantas actividades que teníamos, que terminaron reducidas a su mínima expresión, el trabajo es eso que sí podemos hacer. Creo que también empecé (excesivamente) a buscar en el laburo la satisfacción personal que no encuentro en otros lados. Antes no era así. La pérdida de socialización es algo que me pegó muy fuerte: veo en vivo y en directo a mi vida social empequeñecerse frente a mis ojos lo cual me llena de ansiedad. Hay una especie de FOMO de pandemia que es: seguramente los otros estén atravesando esto mejor que yo, están saliendo más, haciendo más cosas, conociendo más gente, teniendo más logros profesionales, estén mejor emocional y mentalmente. Y eso te aniquila”, concluye Emiliana.
Mientras algunos siguen intentando acortar la semana laboral alineados con el argumento de que no se necesita trabajar tanto para suplir nuestras necesidades y que las jornadas largas sólo sirven a la agenda política y cultural capitalista, otros como Jamie McCallum, autor del reciente Worked Over:How Round-the-Clock Work Is Killing the American Dream, proponen trascender y desarmar la ética de trabajo con la que criaron a generaciones. Para McCallum lo que realmente importa es lo que hacemos fuera del trabajo para fortalecer nuestras comunidades. “He tenido muchos años jornadas laborales de hasta 16/17 horas, lo cual me parecía normal y necesario para poder obtener el mayor conocimiento o llegar a un estado de perfección, pero ¿qué es la perfección? ¿Qué es la felicidad? En muchas conversaciones profundas conmigo mismo o con amigos nos preguntamos: ¿Qué es tener una buena calidad de vida? Muchos se quedan en medio sin saber qué decir”, se pregunta Steve, 30, cocinero y trabajador freelance en diversos proyectos gastronómicos. Las respuestas no están clara y no solo para Steve.