Edificio porteño promedio en Ecuador casi Pueyrredón: frente de granito, puerta de vidrio, potus al frente. Al fondo, una vigiladora: camisa blanca, aros de perla y flequillo largo. Mueve los ojos arriba, abajo, al costado. Un par de edificios más allá, todavía en la misma cuadra, aparece la misma guardia, ahora en un hall gris claro. ¿Ciencia ficción? Más bien, tecnología. En este caso, los tótems de seguridad privada, que pueden reproducir un mismo vigilador en cualquier lado.
No sé cuándo normalizamos que nos recibieran cada día. Sólo sé que, con la epidemia de trabajo remoto y la inteligencia artificial, los servicios presenciales son cada vez más un lujo. Y que, si sumás crisis, expensas por el techo y miedo a entraderas, el resultado da tótems de seguridad en cada vez más edificios porteños. A Prosegur, que lanzó el sistema en 2014, le aumentaron los clientes en un 20% en el último año.
Hace mucho los veo en Belgrano, Recoleta, Núñez y Palermo, sobre todo Cañitas. Ahora también están en algunas zonas de barrios como Saavedra, Barracas, Parque Patricios, Villa Urquiza y Caballito, como la avenida Goyena.
La empresa varía. También la calidad de imagen, el color de fondo, el zoom usado y, desde ya, el empleado. El resto es igual: una pantalla y del otro lado alguien entrenado para avisar al 911 más rápido, armado con saberes operativos y legales básicos, sentado en una oficina a quién sabe cuántas cuadras para mirar lo que ocurre vaya a saber uno dónde.
Así arranca la productividad y su aritmética: en un mismo panel, distintas vistas de una docena de edificios, cada uno con un promedio de 13 departamentos, cada uno con entre uno y tres vecinos. Si un empleado de tótem se enferma, no pasa nada: su compañero lo reemplaza haciéndose cargo del doble de cámaras. Todo por entre $600.000 y $900.000 mensuales, cuando una agencia cobra de $8 a $11 millones por cada guardia presencial. Paradójicamente, la mayoría de estos tótems están en los barrios más pudientes, aunque en realidad sean signo de tiempos devaluados.
Ficciones
El Ministerio de Seguridad porteño calcula 1.000 tótems de seguridad registrados, pero en la práctica son muchos más: buena parte no está inscripta como tótem sino como “sistema de seguridad electrónica”.
Tanto se multiplicaron que hasta llegaron a la ficción, de la mano de Gabriel (Darío Barassi) en la serie El encargado. Que este vigilador virtual pueda mantener una charla desde su puesto mientras mira decenas de cámaras es atractivo para la historia pero inviable en la vida real, a tal punto que la serie tuvo que sacarlo del tótem y hacerlo empleado de seguridad presencial.
Y, si de ficciones se trata, el siglo XX nos educó lo suficiente para saber que toda pantalla es simulacro. También el tótem de seguridad privada, aunque quienes venden el sistema quieran convencerme de lo contrario. Por un lado, un guardia virtual es más visto que lo que él puede ver: la luz que emite el dispositivo permite advertirlo desde la otra cuadra. Por el otro, desde su enjambre de pantallas se le complica identificar. Afortunadamente, el reconocimiento facial no está disponible excepto en los servicios más premium, y así y todo implica la difícil tarea de crear una base de datos con las caras de los vecinos.
Los ojos sin rostro
Más que los delincuentes o quien sea que un tótem vigile, los que se sienten más observados al final son los consorcistas, y ni siquiera por una persona en presencia, a la que conocen y con la que hablan todos los días. Quien los mira en general no conversa, su historia es desconocida, no se sabe si les dedica esa mirada, es hablar con alguien con anteojos de sol pero en clave futurista. Un nuevo rostro panóptico. Una erosión del anonimato. Un Gran Hermano obligado.
“Cuando entrás, le decís ‘hola’ pero a veces ni te mira o está hablando en mute con alguien. En un 80% de las veces yo saludaba y no tenía respuesta. Igual ya sabía que era una relación no aceptada”, dice un poco en broma y más en serio mi amigo Agustín, una de las primeras personas que me comentaron sobre este servicio, allá por la prepandemia.
Desde la empresa de seguridad Back Control, Marcelo Szelubski no edulcora la historia. Reconoce que “con los tótems los vecinos se sienten invadidos”: “Te ven si entrás o salís pero no sabés bien quiénes son porque los operadores van rotando. Aumentó la inseguridad pero a la vez se redujo la cantidad de guardias físicos”.
Más que “una mirada que protege”, como afirma uno de sus slogans, los tótems podrían ser otra forma de vigilancia líquida en términos de Zygmunt Bauman y David Lyon. Cuando la definieron en 2012, hablaron de cámaras en lugares públicos, escáneres humanos, chequeos biométricos, captura de datos personales que dan cuenta de hábitos. Bien podrían incluir ahora los tótems en edificios.
Al igual que esos sistemas, los guardias virtuales miran sin interactuar y registran sin contexto. Más que seguridad, hay despersonalización y aislamiento. Detrás de la pérdida de fuentes de trabajo, la más trágica de todas, se esconde otra también grave, que es la ausencia de contacto.
KN/DTC