Adiós a Tula, el bombo mayor del peronismo
Carlos Tula nació en 1940 en un barrio obrero de Rosario. Su familia era de condición modesta: el padre, catamarqueño, trabajaba como jornalero de Obras Sanitarias; ferviente partidario de la UCR, luego de 1945 fue un antiperonista furioso. Por el contrario su madre, ama de casa, se hizo peronista. Carlos abandonó la escuela en sexto grado; para entonces ya se había hecho fanático del equipo de futbol de su barrio, Rosario Central. Fue en la cancha, cuando tenía unos diez años, que escuchó por primera vez la Marcha peronista, cantada por la hinchada “canalla”. En esos años recibió una bicicleta de regalo de la Fundación Eva Perón y vio de cerca a la propia Evita en ocasión de una visita a Rosario. Para disgusto de su padre, fue desde entonces un peronista fervoroso.
En algún momento entre 1950 y 1952 le permitieron viajar con la hinchada de Rosario Central en tren a Buenos Aires, para asistir a una concentración del 17 de Octubre. Ese día cambiaría su vida. En medio de la multitud escuchó por primera vez el sonido rítmico de un bombo. Con la desfachatez de los niños le pidió al bombista que lo dejara probar y lo golpeó apenas por un instante. “Ese día me enamoré del bombo y me juré no parar hasta tener el mío propio”, recordó más tarde.
El derrocamiento de Perón encontró a Tula en las calles rosarinas, tirándole piedras a los uniformados. Más o menos en la misma época la hinchada de Central comenzó a usar bombos prestados por una murga y pronto Tula adquirió el suyo propio. Durante los años de la Resistencia participó de varias manifestaciones, pero la forma principal en la que resistió fue con su bombo en la cancha, haciendo cantar a todos la Marcha peronista antes de los partidos, conducta que con frecuencia le trajo problemas con la policía. Para ganarse el pan trabajó como obrero hojalatero (se vinculó así al sindicato de los metalúrgicos) y más tarde atendiendo una verdulería. En 1960-61 hizo el servicio militar en Córdoba, donde pasó unos cuantos días en el calabozo por inventar para sus camaradas la marcha “Los muchachos paracaidistas”, que por supuesto entonaba con la música imaginable. Terminada la conscripción se fue a Buenos Aires, donde vivió en las calles como linyera, para regresar más tarde a Rosario, donde trabajó en un kiosco y como canillita.
El Rosariazo de 1969 lo encontró de nuevo en las calles, combatiendo a la policía. Al año siguiente, por invitación del secretario general local, viajó a Buenos Aires para conocer a los dirigentes de la Unión Obrera Metalúrgica, José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel. Desde entonces colaboró con su bombo en los actos de la CGT y del ala sindical peronista, viajando por todo el país. Lo hizo sonar también en la campaña electoral de 1973 y se coló con él en la Casa Rosada para la asunción de Cámpora.
Ya en esa época había adoptado la costumbre de ganarse el acceso a cualquier lugar golpeando su bombo; llegó así a tocarlo en el propio teatro Colón, en ocasión de una gala especial a poco de asumir el nuevo presidente. Fue también con él a Ezeiza a recibir a Perón y nuevamente recorrió el país para la campaña electoral que lo llevó por tercera vez a la presidencia. Al año siguiente debió alejarse del fútbol por motivos que no están del todo claros, pero en los que parece haber contribuido la enemistad de una parte de la barra de Central, que ahora se identificaba con la izquierda peronista (llegaron a cantarle “Tula, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”).
Tras la muerte de Perón apoyó activamente con su instrumento al gobierno de Isabel. En 1974 consiguió su primer empleo estable, en el Senado de la nación, y desde comienzos de 1976 se estableció definitivamente en Lomas de Zamora. Ante los rumores de un nuevo golpe de Estado estuvo con su bombo el 23 de marzo apoyando a la viuda de Perón. Con la dictadura perdería su trabajo, sobreviviendo desde entonces como vendedor de libros en cuotas y como buscavidas, lo que no le impidió emprender varios viajes por diversos países, cargando siempre con su bombo.
Pero esta historia no estaría completa sin un episodio crucial. En 1971 Tula pergeñó un plan para poder cumplir su sueño de conocer a Perón. Pidió a decenas de amigos y compañeros que firmaran el parche de su bombo a cambio de una pequeña contribución. Juntó así peso por peso hasta poder pagarse un pasaje a España en la tercera clase de un barco. Llegó a la residencia de Perón en Madrid como pudo, con la idea de tocar el bombo en la puerta para agasajarlo en su día, el 17 de octubre, tal como había imaginado en su plan original. Al verlo allí, rápidamente lo invitaron a pasar a entrevistarse con el líder. El primer contacto visual lo dejó inmóvil de la emoción, sin saber qué decir. Pasado el impacto inicial, charlaron un rato amablemente y Tula aprovechó para obsequiarle su querido bombo, el que llevaba a todas partes, con el Escudo peronista pintado en un parche y el de Rosario Central en el cuerpo. En un momento, Perón lo llevó aparte y le preguntó: “¿Qué querés que te dé, m’hijo?”. Tula respondió tímidamente: “Mire, mi general… yo, yo… no quiero nada… me bastó con verlo”. Pero enseguida se atrevió a agregar: “pero a mí me gustaría que usted me regalara un bombo; quisiera tocar en la Argentina el verdadero bombo de Perón, el que usted me regale…”. Dos o tres días más tarde Tula pasó por la residencia a retirar su obsequio, un espléndido instrumento de fabricación alemana que Perón había hecho comprar especialmente.
Al volver a la Argentina la noticia se conoció rápidamente; cuando fue a la cancha de Central con su nueva adquisición la hinchada lo llevó en andas cantando “Vamo muchachos, queremos goles/para este bombo que es inmortal/ porque este bombo lo dio Perón/ lo dio Perón/ a la barra de Central”. Poco después, ya un personaje famoso, la prensa nacional lo ungió como “el Bombo Mayor del Peronismo” (o incluso “de la Argentina”). (…)
Durante los años de la dictadura Carlos Tula siguió militando, ahora cerca del líder de la CGT, Saúl Ubaldini. Al frente de la agrupación “Los Bombos de Perón”, en 1982 él y sus compañeros cantaron la Marcha y tocaron sus bombos en las principales manifestaciones contra los militares; también recorrió el país colaborando en el rearmado del peronismo.
Tras el fin de la dictadura, durante los años de la hegemonía de los renovadores, por haber apoyado a Antonio Cafiero, Tula había quedado algo enemistado con Carlos Menem, pero muy rápidamente y a su manera limó rispideces, cayéndole en La Rioja sin previo aviso y forzando una reconciliación a golpes de bombo. Ya encolumnado, tocó con su banda para la campaña del ’89 y siguió haciéndolo durante los diez años que Menem estuvo en el poder.
En 2003 llamó a encolumnarse tras Néstor Kirchner luego de su victoria y se acercó para ofrecer sus servicios. Pero esta vez no tuvo éxito: como recordaría más tarde con amargura, los kirchneristas nunca le dieron cabida por considerar que su imagen menemista “no les convenía”. El desplante hizo que Tula se pasara a filas opositoras; así, durante los últimos años kirchneristas el Gran Bombo hizo sonar su instrumento para el peronismo disidente.
Para Tula, el bombo no era un simple instrumento: le asignaba poderes casi mágicos. En 2010, recordando las primeras veces que lo tocó, dijo: “Descubrí que había algo especial entre el bombo y yo. No necesitaba nada más. Salía de mi casa, lo golpeaba, y la gente se empezaba a acercar. Me largaba a caminar y me seguían. Yo marcaba el ritmo y ellos cantaban y bailaban. (...) Golpeaba el bombo y mi corazón latía con más fuerza. Era una fiesta para mí y para ellos”.
En fin, para él el bombo era “la música del pueblo”: “Donde está el bombo está el pueblo”. Pero esa comunión popular estaba para él indisociablemente unida al peronismo. “El bombo es el símbolo del movimiento”; en su propio vocabulario, tocar el bombo era “peronizar” a los que lo rodeaban, sin importar el contexto. Incluso cuando viajaba a otros países y tocaba allí su instrumento, reuniendo y haciendo bailar a grandes y chicos, declaraba satisfecho que los había “peronizado”, como si fuesen las propias vibraciones sonoras las que conectaban a las personas con un sentido genérico de lo popular/peronista.
Y por supuesto, también relacionaba ese sonido con el conflicto y la lucha: el que hacía en tiempos de la Resistencia sonaba para él como un “toque de guerra”, especialmente cuando lo acompañó de redoblantes (que no estuvieron con él desde el comienzo, según aclaró). Al militante el bombo “lo enfervoriza, como en la guerra”, le “transmite fuerza”. La conciencia del efecto que causaba en el enemigo también estaba presente. Como dijo en 1982: “Para la oligarquía, el que uno toque el bombo es peor que si le pegara una puñalada o un tiro. El bombo les duele mucho porque es pueblo; y ellos a todo lo que le sienten olor a pueblo lo odian, no lo soportan. Odian a los ‘gronchos’”.
Este texto forma parte del libro de Ezequiel Adamovsky y Esteban Buch “La marchita, el escudo y el bombo: una historia cultural de los emblemas del peronismo, de Perón a Cristina Kirchner” (Buenos Aires, Planeta, 2016).
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