Punto de Encuentro es un espacio de Amnistía Internacional para amplificar las voces y miradas de periodistas, comunicadoras y fotógrafas que trabajan en temas relacionados con mujeres y disidencias.
En un contexto de violencia creciente contra activistas de derechos humanos y ante la reducción de estas agendas en muchos medios masivos de comunicación, Amnistía Internacional y elDiarioAR se unen para dar un espacio destacado a contenido federal e inclusivo.
El rol de periodistas feministas ha sido clave en los avances de los últimos años y el ejercicio profesional riguroso y libre es clave para garantizar esas conquistas que son para toda la sociedad.
Punto de Encuentro pretende ser precisamente un espacio de coincidencia, pero también de debate constructivo. Porque no se puede ser feminista en soledad.
Trata y violaciones de mujeres migrantes: el mayor temor de las que arriesgan su vida para llegar a Argentina
Damaris Mierrez dejó Venezuela en plena pandemia. No la trajo un avión sino un periplo de diez meses por tierra cruzando fronteras de manera clandestina. Junto a sus hijos y su madre siempre tuvo más miedo a las violencias del camino que a ser deportada.
Hace 48 horas que llueve en Buenos Aires. Sin interrupciones. Lluvia intensa, por momentos garúa. El cielo es un continuado de nubes grises, espesas, y el aire se respira pringoso. Todo alrededor es un pegote, húmedo. Y sin embargo, Damaris Mierrez abraza. Abraza fuerte, arrima los cuerpos, y sonríe. Y cuando sonríe, sus ojos venezolanos se achinan.
–Podríamos haber ido nosotros para allá. No hacía falta que te vinieras hasta acá.
El “acá” de Damaris es la casita que alquila en Wilde, en el partido bonaerense de Avellaneda. Barrio asfaltado, de chalets con rejas y varios arbolitos por cuadra. El “nosotros” de Damaris incluye a sus hijes Alan, Dárkelis y Keisly, parte del contingente familiar que atravesó trochas, ríos, desiertos, pagó asientos en Broncos, colectivos y lanchas para llegar a la Argentina desde Maracaibo, la ciudad donde vivían en Venezuela.
Damaris encontró esta casa en alquiler por internet. Lo mismo hizo para dar con el aparador de la tele estilo nórdico y con el sillón cama donde duerme el crío varón. El buscador de Google fue también la fuente de información para lanzarse al fin del mundo.
“Argentina está muy lejos. Después de lo que pasamos, lo único que le digo a mi marido es ¿por qué se fue tan lejos? En verdad hubo un tiempo en que di por perdido el reencuentro familiar. Pero él me pedía que no perdiera la fe, que hiciéramos lo posible, y bueno, así hice, cada vez desde cero para viajar 'pá cá'. Ponía en YouTube 'viajes por fronteras difíciles' o investigaba páginas de Argentina-Venezuela. Igual fue difícil. Las mamás tienen que venir bien preparadas. Con hijos es muy difícil salir”.
La vida de antes en Venezuela
Damaris conoció a Kelvin en la secundaria. 15 años, ella. 17 años, él. Se casaron nueve años después, cuando su primer niño ya había cumplido dos.
“Mi esposo era operario en la Pepsicola y yo soy enfermera y trabajaba en el hospital universitario. En verdad estábamos muy bien. Teníamos nuestra casa, una camioneta, en Venezuela nacieron nuestros tres hijos. El varón logró ir a la escuela privada. Lo complicado comenzó en 2002 con la crisis petrolera. Aguantamos porque teníamos cómo aguantar. Nos ayudábamos vendiendo cosas a veces. Pero me tuve que dar reposo por problemas de columna y ya me quedé en la casa. En 2019 un amigo convenció a Kelvin que en Buenos Aires había trabajo, que podía hacer Uber. Vendimos la camioneta y se fue, en micro con parada en Brasil y luego en avión”.
Según estadísticas de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), las personas venezolanas son las mayores solicitantes de asilo en Argentina. Solo en 2023 se recibieron 5.508 solicitudes para determinar la condición de refugiados y refugiadas; que implica salir de su país por un temor fundado de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o por sus opiniones políticas; o porque su vida, seguridad o libertad están en riesgo por violencia generalizada y pedir protección del Estado al que viajó.
La Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) señala que las cifras aumentan a 217.742 si se suma a migrantes procedentes de Venezuela en Argentina. Y para fines de 2024 proyecta que habrá unos 6,82 millones de refugiados y migrantes venezolanos y venezolanas con destino en la región de América Latina y el Caribe.
El marido de Damaris llevaba poco por estos pagos cuando el desparrame del coronavirus cambió los planes. Avanzaba una pandemia que en los inicios tuvo al encierro como única medida de inmunización social.
“Se trancó todo. Vino a la Argentina pero no podía trabajar. Yo en Venezuela sin trabajar tampoco. Vendiéndome todo. Ponía una mesa afuera con los juguetes de mis hijos y los cambiaba por harina, por azúcar, por comida. Pero a cada rato me preguntaba 'Y cuando se termine, ¿qué hago?'”.
Emigrar (o migrar) es el acto de salir de un Estado con el propósito de asentarse en otro. Los motivos que deciden la salida pueden ser muchos: búsqueda de mejores condiciones de vida, una oferta de trabajo, estudiar, reencontrarse con la familia, o por las ganas de aventurarse a descubrir nuevos lugares.
“Mi hermano vivía en Ecuador y yo necesitaba marcharme de Venezuela. No sabía cómo en plena pandemia y sin dinero, pero veía que mis hijos estaban cada vez más flaquitos. Después de nueve meses acá Kelvin consiguió trabajo en un garaje, pero con lo que ganaba no alcanzaba para nuestros pasajes. Cinco pasajes, porque llevaba a mi mamá. No iba a dejarla sola en Venezuela. Entonces me puse en una esquina a liquidar todo. Recuerdo que apareció un señor buscando un timbre. Le dije que el timbre estaba puesto en la casa, que si lo quitaba se lo vendía porque necesitaba juntar dinero. Resultó que era médico y que hacía viajes a Maicao, el pase fronterizo a Colombia. Le ofrecí el televisor, el DirecTV, que se llevara lo que quisiera de mi casa a cambio de ocupar los puestos de atrás del carro. No me quería arriesgar a salir sola para la frontera. En Colombia la mafia es muy fuerte. Y yo tenía una niña grande y sabía lo que pasa con las niñas allá…”.
Migrar: riesgos y miedos
Las mujeres constituyen cerca de la mitad de quienes dejaron Venezuela. Una hipótesis, compartida por organismos que analizan la migración venezolana, plantea que en los primeros años salieron en mayor proporción hombres solos para establecerse en los países de destino, y en la actualidad hay un aumento de mujeres que viajan con la familia para reunificarse con esos hombres.
“Mi miedo era mis hijas. La mayor, de 12 años. Que yo fuera a pasar y me las fueran a quitar. Porque allá son de los que si se enamoran, te la quitan. Y punto”.
El estudio “Reinventarse sobre la marcha: Mujeres refugiadas y migrantes de Venezuela”, publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y R4V, describe que para las mujeres, adolescentes y niñas migrantes cualquiera de las expresiones de violencia y discriminación vividas en el trayecto y en destino puede tener un componente sexual; la violación se añade con frecuencia a las extorsiones, los ataques físicos y la privación de libertad. Las mujeres constituyen asimismo uno de los blancos preferidos por redes de trata y de explotación sexual.
A veces Damaris baja la voz. Lo hace para contar algunas anécdotas. Como si quisiera mantenerlas en secreto... a pesar de que el resto de la familia también las vivió. Como si quisiera que no se recordaran.
“El 27 de noviembre de 2020 nos recogió el médico en un auto chiquito. Nosotros cinco íbamos atrás. Salimos con un bolsito cada uno, con agua y pastelitos de carne que había cocinado. A mis hijos los traía horribles. Les puse la peor ropa: pantalones grandísimos, zapatos feos, lentes, gorra a la hembra. Y a medida que avanzábamos en las escalas los ponía incluso más feos. Les di guantes por la pandemia y mascarillas que había fabricado. Días antes además les di clases de cómo tenían que ir al baño, de cómo tocar las cosas, les expliqué que no podían apartarse, que estuviéramos siempre juntos y que cualquier cosa rara, gritaran”.
El trato original era llegar a Maicao, la ciudad fronteriza ubicada en el departamento de La Guajira al norte de Colombia. Pero ¿cómo hacer cumplir un trato en situación de vulnerabilidad? ¿Cómo reclamar por lo acordado cuando se acuerda bajo presión, en la desesperación de un contexto clandestino?
“Nos hicieron bajar en Carrasquero, que es otra frontera. Ahí aparecieron unas personas gritando 'corran, corran', que habían matado a un tipo, que no se podía pasar, que un tiroteo... Agarré a las pequeñas y le dije a mami que agarre al varón porque sabía que lo que quieren es marearte para llevarse al varón a defender en las trochas. Caminamos rápido y de pronto nos topamos con una lanchita en medio de un río. 'Móntense ahí', gritaban. Nosotros no sabemos nadar pero teníamos que montar. A mi mamá ni la miré. Le dije 'defendete sola porque no te puedo ayudar'. Gracias a Dios es muy activa. Ellos insistían con que el varón montara en otra lancha porque no cabían. 'Entonces no cabemos nadie', contesté”.
La familia logró cruzar en la misma embarcación. Del otro lado del agua les esperaban treinta escapados y escapadas apelotonadas en una camioneta Bronco de dos puertas que retomó el camino a Maicao con custodios armados que acompañaban en motos.
“Custodian como aviso de que esa camioneta ya pagó para pasar. Son caminos ilegales, entre montañas y montes, que construyen los mismos grupos que cobran para trasladar gente. Es una red armada que vive de eso. Además, hay horas específicas para pasar cuando no vigilan las policías. De trocha a trocha fue un viaje que duró como siete horas. Ese tiempo les prohibí a mis hijos que subieran las cabezas. Tenía miedo de que mi hija alzara la cara y que la violen. Era ese mi trauma: que violen o me quiten la hija”.
Colombia: viajar sangrando y con hambre
La frontera entre Venezuela y Colombia recorre una extensión de 2.219 kilómetros, y según un mapeo realizado por el Ejército colombiano hasta 2019 se habían identificado 216 trochas “o pasos irregulares”. El número excede ampliamente la capacidad de control de la Fuerza Pública.
En Maicao no se llega a una terminal. Si se llega, las Bronco depositan a los y las clandestinas en un patio inmenso en medio de un monte igual de inmenso.
Antes de dejar Venezuela, Damaris contactó a una vecina que lleva años viviendo en Buga, una ciudad al oeste de Colombia. Allí harían base unos días, para continuar hacia Ecuador.
“Yo iba con la menstruación. Supongo que los nervios me la bajaron. Por la adrenalina estaba goteando y ni cuenta me daba. Cuando mi mamá me avisó que estaba manchada, no entendí nada. Aparte, no tenía ropa para cambiarme ni qué ponerme. Normalmente, en Venezuela cuando tenía el período no me movía de la cama. Esperaba esos días porque no había dinero para comprar. Pero estando en viaje me metí una franela de mi hijo. El viaje a Buga duró un día y yo, sangrando. Para colmo solo pude pagar tres pasajes en colectivo y tuvimos que compartir los asientos. Mi mamá con la pequeña en uno, y yo con los dos grandes. Hicimos maravillas con las posiciones mientras yo sangraba con la remera entre las piernas. Sin mencionar el hambre, claro, porque llevábamos dos días viajando”.
El relato de Damaris estremece, de principio a fin. Sin embargo, recién cuando comparte el arribo a Buga se quiebra. Mirada baja, voz entrecortada y un suspiro largo para recuperar el aliento.
“Cuando mi vecina me vio manchada me mandó a bañar. Fue muy bonito. Al fin, estábamos en una casa, en un lugar donde podía confiar, donde me podía echar agua, donde mis hijos comían tranquilamente. Con el tiempo mi mamá me confesó que sintió que en el trayecto de Venezuela a Colombia yo actué como si fuera un hombre, como si fuera una mafiosa. De verdad, me transformé. Es que había visto cosas en Internet y me habían contado cosas, por eso sabía que si actuaba o me mostraba débil nos iban a hacer de todo”.
Ecuador, el territorio de las “reinas”
La estratégica parada en Buga se alargó ocho días. Los ocho días que se alargó el sangrado menstrual. Además de recuperar fuerzas y recibir mimos, Damaris aprovechó para vender unas máquinas electrónicas que cargaba desde Venezuela y le permitieron pagar los siguientes pasajes. Un primer tramo hasta Ipiales, en la frontera con Ecuador. Un segundo tramo a Quito Norte donde la esperaría su cuñada.
“En ese camino los cinco íbamos con COVID. No nos aguantaban las cabezas, mis hijos ni siquiera lograban respirar bien. Les fui dando jengibre, ajo, alcohol, antialérgico, loratadina, ibuprofeno y lo que guardaba en el botiquín”.
Positivos de coronavirus estrenaron una nueva etapa. En Ecuador, donde estaba instalado con su familia el único hermano de Damaris.
“Mi cuñada había hecho el mismo viaje con los hijos. Sabía bien lo que habíamos vivido. Por eso me contactó enseguida con Las Reinas Pepiadas, una organización que trabaja con mujeres refugiadas y migrantes. Me ayudaron un montón, me enseñaron cosas, hice talleres para recuperarme. Me reunía con mujeres y hablábamos mucho. Mis hijos también. Al varón lo vio un psicólogo por ejemplo. A la chiquita un médico porque quedó sufriendo del estómago horriblemente, aunque para el doctor era un tema psicológico. Y la grande lloraba mucho. Todavía llora”.
Damaris encontró trabajo en una heladería los fines de semana. Con ese sueldo empezó a pagar 80 dólares de alquiler por un cuarto. Los alimentos los conseguía a través de una tarjeta de asistencia de una fundación. Sin visa, no obstante, su situación migratoria se mantuvo irregular.
“Estuvimos varios meses. La verdad es que yo prefería quedarme en Ecuador porque no quería pasar más nada. Eso le decía a mi marido cada vez que hablábamos, que era mejor tener mis hijos que intentar llegar a la Argentina. Porque encima lo que él ganaba no alcanzaba para enviarme nada. Quería quedarme quieta, no pasar más trauma”.
Pero la negativa cedió cuando a su hijo le diagnosticaron un problema de audición que, de no tratarse, lo dejaría sordo.
“En Ecuador no lo podía operar porque estábamos ilegal totalmente. Entonces le avisé a mi esposo que me iba, y de nuevo empecé a buscar por Internet”.
Migrar, otra vez
Un reporte de ACNUR identifica el acceso universal a la salud como una de las razones por las que llegaron a la Argentina solicitantes de asilo, refugiados y refugiadas venezolanas.
“Operamos a mi hijo en un hospital de Lomas de Zamora. Eso es lo que tenía en mente cuando decidí venirnos, y lo logramos. Cuando lo operaron a Alan lloré muchísimo. Sentí que valió la pena”.
Así resumirá Damaris, sobre el final de la charla, la travesía que vivió con su familia para venir a la Argentina. “Valió la pena”.
Pero eso lo dirá para cerrar, con una sonrisa relajada, sincera. Ahora se prepara para relatar el segundo movimiento migratorio. La salida desde Ecuador; otra vez con poco dinero, otra vez con su hijo e hijas a cargo, otra vez con la determinación entre las cejas.
“Miré páginas de internet, grupos de Facebook, leí experiencias de gente que había viajado de Ecuador a Argentina o a Chile. Volví a vender lo que teníamos, más algo que mandó mi marido, y me puse en contacto con una señora que regenteaba venidas para acá y tenía buenos comentarios. Volví a preparar los bolsos de cada uno con ropa y comida; y yo llevaba las medicinas y un botellón de agua. Ya no iríamos con mi mamá, me dijo que no quería rodar más. Primero agarramos un colectivo hasta Perú. Pero íbamos por tandas, subiendo y bajando como locos de los colectivos. De pronto nos bajaban y caminábamos varias cuadras hasta encontrar a un señor con bastón, lo seguíamos y ahí nos estaba esperando otro colectivo. Así, para evitar las guardias”.
Damaris aprovechó el periplo por Perú para socializar con el resto de pasajeros y pasajeras y no sentirse tan sola: 15 migrantes de Venezuela y Bolivia, sin documentos, con destino a Chile o Argentina.
“Entre Lima y la frontera boliviana iban todos desmayados, porque la presión por la altura daña. Como soy enfermera me los llevé a la parte de abajo del colectivo, tirados en el piso y los fui atendiendo. Los hidraté, les di chocolates, los puse en una posición para que no hicieran broncoaspiración, les armé camitas a los niños con sus mamás. Los míos también estaban mal. Cuando llegamos a Bolivia nos metieron en un cuartito a pasar la noche y me tuve que echar encima al varón y a la hembra grande porque ya no podían caminar. Vomitando y con dolor de cabeza. Deshidratados”.
Quizás por actualizar tanto sufrimiento, Damaris corta rotundamente el relato para ofrecer jugo y sacar de la alacena unos triangulitos de hojaldre azucarados. Son las cinco de la tarde de un domingo cualquiera de otoño. En otro contexto, la entrevista sería la excusa para un ir y venir larguísimo de mates y termos. Pero a Damaris el tiempo en suelos conurbanos no le contagió la manía por la yerba.
“A las cuatro de la mañana siguiente nos levantó una moto. A nosotros y a dos señores nos acostaron en una carreta pequeña atrás y nos taparon con bolsos arriba. Cruzamos un río de esa forma. Pero la guardia de frontera nos encontró. Me dijeron de todo. El guardia repetía que lo que hacía era una irresponsabilidad muy grande, que iba a matar a mis hijos, que los llevaba deshidratados y que solo me autorizaban a pasar porque si nos retenían los muchachos no sobrevivirían”.
El manual regional “Derechos humanos de personas migrantes” explica que cada país cuenta con determinados puntos de ingreso: fronteras terrestres, fluviales (puertos) y aéreas (aeropuertos). El paso por estos puntos fronterizos permite ingresar de manera regular. Si alguien, en cambio, atraviesa una frontera sin presentarse ante una autoridad migratoria, sin pasar por un paso fronterizo habilitado o con documentos adulterados o falsos incurre en una falta grave administrativa.
“Me la pasé llamando a la señora que me había hecho el negocio pero nunca contestó. Pensé que iba a quedar botada en Bolivia. Esperamos cinco horas hasta que apareció el colectivo. Después hicimos un tramo de hora y media caminando. Los chicos seguían mal pero les había podido dar agua y sopa (la sopa venezolana incluye carne, verduras, y yuca, ocumo o ñame). Un río entero caminamos. Y del otro lado agarramos otro colectivo. Pero era tan trucho que se le escapó una rueda. Quedamos en un desierto, al norte de Argentina, seis horas esperando que nos auxilien”.
El 27 de septiembre de 2021, Damaris Mierrez con su hijo Alan y sus hijas Dárkelis y Keisly pisaron por primera vez Buenos Aires. Diez meses después de salir de Venezuela. El chofer mandó vaciar el micro fuera de la estación. No hay dársena para migrantes ilegales.
“Fue fuerte el reencuentro familiar. Dos años sin vernos. Quedamos con la boca abierta. Nos mirábamos y no sabíamos si lo que vivíamos era verdad”.
Argentina: “vivir lo que vamos a vivir”.
–Mi esposo no deja que le hable del viaje. Le cuento por pedazos. Él se pone... tiene como remordimiento porque se pudo venir en avión y nosotros no“.
–¿Vos sentís algún reproche?
–No, yo le digo que fue lo que nos tocó.
En la actualidad, Damaris se ocupa de la logística familiar y Kelvin trabaja en un garaje sobre la avenida Corrientes. Un tirón desde la casita en Wilde.
“Trato de dedicarle tiempo a mis hijos para que sean alguien, porque por eso salí de allá. Pero yo como persona no me desenvolví. Estoy borrando mi carrera y me hace falta. Pero ahora no hay manera de coincidir, de poder estar presente con ellos y trabajar”.
Alan empezó el CBC de la licenciatura en Administración de Empresas en una sede de la Universidad de Buenos Aires en Avellaneda. Participa del centro del estudiantes y trabaja medio turno como cajero en un supermercado Coto.
“El varón ama mucho Argentina. Pero con Venezuela está bloqueado. No quiere saber nada de seres queridos que quedaron allá por ejemplo. Él me dice 'no quiero saludar a nadie, quiero vivir lo que vamos a vivir y ya'”.
Dárkelis cursa cuarto año del secundario, donde la eligieron mejor compañera. Practica vóley en un club, y aprende costura y pintura en el Programa Envión de la provincia de Buenos Aires.
“La hembra grande llora de vez en cuando. Y no le contó a sus amigas cómo nos vinimos. Un día me dijo que siente que está esperando otro colectivo, que todavía falta”.
Keisly empezó primer año y se destaca como patinadora.
“Me la escogieron para patín profesional, pero la tuve que sacar porque los patines son muy caros. Ahora hace vóley con la hermana. A los tres les busqué deportes para que conozcan amistades. Aquí es una belleza. Yo no sé cómo no todos hacen deporte. Y lo mismo con los talleres educativos”.
El subidón de emociones tras resumir cuatro años de vida en dos horas de charla le enrojecieron los cachetes.
–Alan no tenía sabor ni olor ni nada. Después de la operación, sí. Por eso ahora cuando cocino le pregunto “¿Te sabe bien? Porque si no sabe bien, cómetelo igual'”.
Damaris sonríe. Y cuando sonríe, sus ojos venezolanos se achinan.
–Siento que lo que vine a hacer aquí, lo hice. Yo quería operar al varón y que estudiara. Y mis hijas también estudian. Por eso valió la pena el sacrificio. Fue horrible, horrible, horrible... pero valió la pena“.
MFC/MA
Hace 48 horas que llueve en Buenos Aires. Sin interrupciones. Lluvia intensa, por momentos garúa. El cielo es un continuado de nubes grises, espesas, y el aire se respira pringoso. Todo alrededor es un pegote, húmedo. Y sin embargo, Damaris Mierrez abraza. Abraza fuerte, arrima los cuerpos, y sonríe. Y cuando sonríe, sus ojos venezolanos se achinan.
–Podríamos haber ido nosotros para allá. No hacía falta que te vinieras hasta acá.