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Con mis hijos no, con mis hijos sí: ¿cuánto importa lo que haga Disney con la diversidad?

Hace poco en un restaurante, entró una rata por la ventana. Lo advirtió un nene que estaba sentado en la mesa más cercana a esa ventana. Lo señaló con su dedito índice de 6 o 7 años y con una parsimonia que contrastaba con la histeria que generó su comentario en los adultos, especialmente en el encargado del restaurante que se acercó con un balde, una escoba, bronca y vergüenza. El nene cambió su entusiasmo por susto.

–¡No le hagan nada! ¡Es Remy, solo quiere algo de comer!

Algunos en el restaurante entendimos de quién hablaba. Remy es el protagonista de Ratatouille, una película animada producida por Pixar y estrenada en 2007, que cuenta la historia de una rata que sueña con ser chef y, para su suerte, tiene gran talento para eso. El problema es que es una rata. Todo el mundo odia a las ratas, pero si hay un lugar en donde son especialmente demonizadas es en los restaurantes. Remy consigue a un amigo fachada: un joven francés, blanco, que no sabe ni cortar un tomate pero tiene buenos contactos para entrar en la cocina de un restaurante finísimo, algo que obviamente una rata no tiene.

La película es una obra maestra del punto de vista. En una secuencia corta y vertiginosa, vemos cómo es la cara que cualquier humano le pone a una rata cuando la ve: gritos, asco, odio. Y es, tal vez, la película más política de Pixar –que en ese momento ya había sido adquirida por Disney–: no solo porque indagó en la pregunta de quiénes son los que realmente trabajan en las cocinas de las elites parisinas en un momento pico de crisis de los inmigrantes ilegales en Europa; no solo porque miró ese mundo desde los ojos menos privilegiados posibles: también, porque después de décadas de ver a un ratón completamente desratizado como Mickey Mouse, al que en su versión vintage recordamos como un brujo mágico envuelto en una bata rara, lleno de brillos y estrellas fugaces, ahora nos mostró una colonia de ratas anatómicamente precisas gracias a las maravillas de la animación por computadora y a las ganas de hacer algo distinto.

Aunque, llamativamente, Ratatouille no es considerada especialmente progresista ni diversa –o lo que ahora se llamaría woke–, me acordé del nene en el restaurante cuando leí que Disney iba a recortar sus esfuerzos en Diversidad, Equidad e Inclusión para poner más foco en sus resultados del negocio y subirse a la ola trumpista –esfuerzo que viene realizando desde antes de su victoria–. Entre las novedades que publicó primero Axios, aparece el fin de su iniciativa Reimagine Tomorrow, enfocada en hacer crecer historias y talentos que vienen de sectores sociales desfavorecidos, cuyo sitio web ya había sido reemplazado después de que quedara en el centro de las críticas de los conservadores. También, que va a cambiar esas penosas advertencias que ponía antes de algunas películas –elegidas arbitrariamente, por cierto– para aclarar que íbamos a ver semblanzas negativas, discriminatorias o hirientes a determinados grupos de personas.

En el contexto de este volantazo, hay expectativas por la nueva versión live-action y actualizada de Blancanieves, un título sensible que hace años motivó debates enardecidos en torno a los besos no consensuados en los cuentos de hadas. La que se estrena en marzo está protagonizada por una actriz de origen latino (Sandra Zegler) que hace de una princesa opinionada y fortachona y las polémicas en torno a esta nueva versión que se preanunciaba feminista giraron en torno a una supuesta insuficiente blanquitud de Blancanieves y a cómo iban a representar a los enanos, que ya no están en el título y fueron referidos por Disney como “criaturas mágicas”. Finalmente, se decidió que serán generados por computadora.

No debe haber tema más recurrente en el mundo de la infancia y el audiovisual que dilucidar los efectos que tiene en los cerebritos en desarrollo esa extraordinaria máquina de historias, personajes y músicas irresistibles e inevitables. En América Latina lo sabemos especialmente bien: Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Matterant, es un clásico setentista de la lectura de medios cuya tesis principal es que los inocentes personajes de la factoría Disney cargan, promueven y transmiten convicciones colonialistas. 

La crítica a Disney como un adoctrinador imperialista o creador de estereotipos es lo menos parecido a una novedad. De hecho, la novedad podría ser que está menguando. Así como resiste una minoría de familias que prefiere que sus hijas no se zambullan en el mundo de las princesas y sus plásticos adyacentes, cada vez es más común escuchar padres y madres reflexivos que, alarmados por el pozo ciego de contenidos de YouTube en los que puede hurgar un niño cuando está solo frente a la pantalla –y los niños están solos frente a las pantallas desde pequeños–, prefieren permitir el acceso a aplicaciones como Netflix o Disney, cuando las tienen, que les resultan un poco más confiables o cuidadosas.  

Podríamos afirmar que para los padres más o menos progresistas Disney no es el cuco que supo ser cuando se leía al Pato Donald. Pero ahora son los conservadores de aquí y allá, ratificados con la nueva victoria de Donald Trump, los que se la agarran con Disney porque lo ven woke de cara a algunos intentos recientes de mostrar historias menos clásicas y más diversas, especialmente en términos raciales y sexuales, por parte de sus múltiples empresas y productoras adquiridas. 

Elemental es una especie de drama shakesperiano de alegorías interraciales, Zootopia se mete con discursos populistas que dividen a los ciudadanos en un nosotros contra ellos (salió en 2016, ejem). Y aunque nunca abandonó a sus taquilleras princesas rubísimas (como las chicas de Frozen), incorporó otras con ribetes girl power y otros colores de pelo (por ejemplo Moana y Valiente), una princiesa negra (La princesa y el sapo) y un protagonista gay (Un mundo extraño). Hay, también, escenarios latinoamericanos, como en Coco o Encanto: buenas y amables películas con personajes siempre rurales, nunca con un mínimo acceso a la tecnología o la cultura letrada pero mucho mejor investigadas que la Aladdin original de los noventa, por ejemplo. 

Sin embargo, la saña de los ultras contra Disney no debería inventar un Disney idealizado. Por ahí circulan cientos de papers de psicología que intentan ver, entre otras cosas, cómo las nenas incorporan la narrativa de las princesas y los estereotipos de género en la socialización y en el autoestima, incluso teniendo en cuenta la evolución de las protagonistas. Porque mucho del abrazo de Disney a una supuesta diversidad fue tan superficial como el cartel de advertencias a Peter Pan. El ejemplo prototípico es La Sirenita en versión live-action, estrenada en 2023, en la que Ariel es interpretada por una actriz negra (Halle Bailey) –algo novedoso y valioso–, y está localizada en una indescifrable zona que imaginamos cerca del Carible, quizás en tiempos coloniales. Salpicada de gestos incongruentes e inexplicables, las sirenas hermanas de Ariel provienen de diversos backgrounds raciales pero exacerbados y homogeneos estereotipos físicos, lo cual deriva en una estética que bien podría ser el encuentro entre Benetton y Only Fans. La película no integra esta diversidad a la trama –es, en todo sentido, apenas una pantalla–, más allá de una especie de moraleja acerca del amor interespecie que no tiene ni pies ni cabeza.

Cuando figuras como Ron DeSantis critican a Disney, o cuando Disney da de baja políticas internas y externas en pos de la diversidad, se corre el riesgo de exacerbar una defensa cerrada a una diversidad, equidad e inclusión previa que están y estuvieron lejos de ser contundentes. Lo sabemos: una película que apuesta verdaderamente por una multiplicidad de perspectivas puede abrir mundos. Y eso se percibe de manera particular en los nenes y las nenas, espectadores nuevos pero también perspicaces y muy permeables cuando una historia realmente los invita a ver el mundo con otros ojos, incluso los de una rata.

NS

Hace poco en un restaurante, entró una rata por la ventana. Lo advirtió un nene que estaba sentado en la mesa más cercana a esa ventana. Lo señaló con su dedito índice de 6 o 7 años y con una parsimonia que contrastaba con la histeria que generó su comentario en los adultos, especialmente en el encargado del restaurante que se acercó con un balde, una escoba, bronca y vergüenza. El nene cambió su entusiasmo por susto.

–¡No le hagan nada! ¡Es Remy, solo quiere algo de comer!