Michael apenas terminó de rodarse y todavía no tiene tráiler, pero aún así apunta a ser la película más polémica del año que viene. Universal y Lionsgate planean para el 18 de abril de 2025 un estreno que huele a taquillazo, combinando el aparente atractivo comercial del que hoy goza el biopic musical —subgénero dedicado a recrear la vida de las estrellas pop— con la inabarcable fama de su protagonista, Michael Jackson. El rey del pop, fallecido hace 15 años, tuvo una trayectoria tan fascinante como plena en episodios siniestros, con acusaciones de pedofilia y abuso sexual. Unas acusaciones que Antoine Fuqua al parecer retratará en su película, pero con el fin de refutarlas y apegarse a una versión determinada.
¿Qué versión? Pues inevitablemente la de John Branca y John McCain, abogados y administradores del patrimonio de Jackson que también producen la película —protagonizada por el mismo sobrino del cantante, Jaafar Jackson— y se encargaron, en palabras del periodista Matt Belloni, de que esta “intente convencernos de su inocencia”. Michael se impondría, así, a la polvareda desatada por el documental Leaving Neverland en 2019, dedicado al relato de las presuntas víctimas de Jackson. Perseguiría un control de la narrativa mediática al servicio de quienes hoy continúan percibiendo beneficios de la obra de Jackson, en un caso que llega a recordar a la relación de otro documental, Amy, con el estreno de la película Back to black. Ambas, aproximaciones a la vida de Amy Winehouse.
Asif Kapadia reunió 100 testimonios distintos y múltiples grabaciones caseras para realizar un retrato de la autora de Rehab que matizara los escándalos de sus últimos años, mostrando un lado más humano que le hizo ganar el Oscar pero a la vez le enemistó con Mitch Winehouse: el padre de la cantante, muy incómodo con la visión de él que transmitía el documental. Back to black sí es una película que cuenta con el beneplácito de Mitch, por otra parte: la administración de los derechos de autor de Amy Winehouse ha tenido un rol clave en la película, y el gran propósito apunta a ser que el deseado éxito de Back to black renueve un interés —forzosamente lucrativo— del público por su música.
Tanto Back to black como Michael ejemplifican en qué consiste realmente el nuevo biopic musical de Hollywood. No obedece para nada a una indagación honesta en el pasado de la celebridad musical de turno, sino que supone una calculada e interesada herramienta del presente para que ciertos millonarios se hagan todavía más millonarios.
El biopic es un gran invento
Hollywood, consciente de los beneficios, se ha lanzado a un frenesí por manufacturar a toda velocidad biopics musicales. Back to black sucede el éxito reciente de Bob Marley: One Love, con 179 millones de dólares recaudados en todo el mundo. No parece una cifra intimidante —continuamente oímos de blockbusters que ganando incluso más son tildados de fracasos—, pero es que una de las claves de esta estrategia es la rentabilidad extrema. Estos biopics musicales no necesitan pagar derechos por las canciones ni requieren grandes estrellas: al venir auspiciadas por patrimonios familiares y contar con que la identidad del artista es suficiente para atraer al público, su presupuesto acostumbra a ser escueto. La inversión es mínima, mientras que los ingresos pueden ser ingentes.
“Las películas venden la música, y la música es una herramienta de márketing para la película”, sintetizaba Wendy Ide en The Guardian. El modelo es tan sólido que si las películas pasan sin pena ni gloria tampoco llega a ser dramático: en los últimos años I wanna dance with somebody (sobre Whitney Houston), Stardust (sobre David Bowie) o The Dirt (sobre Mötley Crüe) se han hundido en taquilla, pero no de un modo lo bastante catastrófico como para verle fisuras a la estrategia. Así ocurre que más allá de Back to black y Michael, la cantidad de biopics musicales que se divisa en el horizonte de Hollywood es absolutamente ridícula: Timothée Chalamet como Bob Dylan en A Complete Unknown, Jeremy Allen White como Bruce Springsteen en Deliver Me from Nowhere, Selena Gómez como Linda Ronstadt, Leonardo DiCaprio como Frank Sinatra, los Bee Gees de Ridley Scott…
La frutilla del postre la puso Sam Mendes con su plan de dedicar cuatro películas a contar la historia de los Beatles. Una por cada Beatle. Un proyecto desquiciado que se explica, por supuesto, desde la voracidad de Sony como major involucrada y poseedora de los derechos sobre la obra del cuarteto de Liverpool, y que perfila un escenario por otra parte no tan novedoso para Hollywood. Al fin y al cabo, la tradición del biopic musical tiene cerca de 80 años, pudiendo identificar Yanqui Dandy —con James Cagney interpretando al bailarín George M. Cohan— como su primer gran exponente en 1942. Como cualquier otro tipo de biopic, el musical siempre supo cómo seducir al público desde el nombrerío de sus distintas criaturas ilustres, así como de garantizar la competición por el Oscar de sus intérpretes.
Pero, ciñéndonos a su faceta musical, ocurre que estas películas tenían un andamiaje tan infalible como para que, cuando los espectáculos musicales de gran presupuesto entraran en declive hacia los años 60, las producciones sobre figuras reales siguieran funcionando. Al mismo tiempo que Camelot o El extravagante doctor Dolittle se hundían en el ridículo con sus presupuestos desmedidos y pomposos, Barba Streisand ganaba el Oscar por interpretar a la cantante Fanny Brice en Funny Girl. Como harían más tarde Diana Ross gracias a Billie Holiday en El ocaso de una estrella, o Sissy Spacek con Loretta Lynn en Quiero ser libre.
Entre los años 70 y 80 el biopic musical, sin embargo, no llegaba a ser una industria en sí misma. Todavía era posible alumbrar experimentos que pudieran distanciarse de la escena pop —Lisztomania y Amadeus, por ejemplo, eran deslumbrantes ejercicios de fabulación histórica en torno a compositores clásicos como Franz Liszt y Mozart—, mientras no faltaban las primeras voces críticas alertando del flaco favor que el biopic musical le hacía, propiamente, a la música. “Existe una vulgaridad espantosa en todas estas películas sobre músicos”, señaló Graham Greene para Composers in Movies. “El melodrama humano desprecia la música todo el tiempo, y esta se convierte solo en una ilustración sentimental”.
Estando el subgénero entonces en una fase embrionaria, aún se divisaban dificultades como la licencia de las canciones o la relación con los familiares, obligando a que el flujo de biopics musicales fuera tirando a irregular hasta los primeros 2000. Una vez la cartelera se llenaba de películas abonadas al lucimiento de sus actores —Jamie Foxx como Ray Charles, Kevin Spacey como Bobby Darin, Joaquin Phoenix como Johnny Cash—, la percepción pública pudo llegar a verlas como una moda encorsetada, de tal forma que 2007 alternara los estrenos del I’m not there —ensayo audiovisual sobre Bob Dylan a cargo de un Todd Haynes dinamitando las convenciones del género— y Dewey Cox —parodia de películas como En la cuerda floja o Ray— sin lograr frenar la consolidación del modelo.
Pero fue Bohemian Rhapsody, en 2018, la película que lo cambió todo. La responsable directa del actual frenesí. De hecho, hasta el estreno de Oppenheimer ha sido el biopic más taquillero de la historia (910 millones de dólares). Como mandaban los cánones le dio un Oscar a Rami Malek por imitar a Freddie Mercury, pero es que hizo mucho más: las escuchas de Queen se cuadruplicaron, su música alcanzó públicos nuevos, la moda se revitalizó. Los integrantes supervivientes de la banda y sus socios, que por supuesto habían delimitado cuidadosamente su retrato en Bohemian Rhapsody, descubrieron de pronto una solución para la lacerante crisis de la industria discográfica: ante el caos al que empujaba el streaming y el derrumbe de las ventas físicas, el biopic ofrecía una solución ideal.
Un modelo del que es difícil escapar
Esta fiebre nos habla de una estrategia ya plenamente engrasada, que halló la complicidad de discográficas y patrimonios afianzando el potencial de una inversión donde se antoja imposible perder. Esto no implica, por otra parte, que no puedan volver a repetirse algunos escenarios de la anterior época de esplendor, matizados según las mutaciones de la actualidad: si en los 2000 tuvimos Dewey Cox sobre un músico ficticio burlándose de la moda, en 2022 llegó Weird: La historia de Al Yancovic con el propio Weird Al Yancovic adaptando su vida… pero convirtiéndola en una parodia del género.
Es la gran diferencia. Los biopics musicales son hoy tan rentables y cómodos a fuerza de tener detrás a los allegados de cada celebridad, o incluso a la celebridad en sí misma: Rocketman fue concebida por entero según los pálpitos de Elton John. Lo cual no evitó que la película correspondiente fuera estupenda, y es que pese al férreo control ejercido sobre estos proyectos sigue pudiendo haber margen para la sorpresa. Ahí están Rocketman o Elvis de Baz Luhrmann, que sacan todo el partido posible de la música de sus protagonistas para construir hermosas fantasías escapistas —caso de Elton John—, o audaces tratados sobre la codificación e influencia cultural de dicha obra —lo que ocurrió con Elvis Presley.
Pero dista de ser lo habitual. Back to black, sin ir más lejos, suscribe todos y cada uno de los tópicos del nuevo biopic musical, a la medida de una visión de Amy Winehouse que tristemente no se distancia mucho de los elementos que más interesaban a los tabloides durante los años 2000, y espolearon su acoso mediático. Antes que en un estudio de su música, y tal y como se quejaba Greene, Back to black se centra en lo sentimental, en su trágico romance con Blake Fielder-Civil (Jack O’Connell), y le da la razón a una reciente invectiva de Eulália Iglesias que leíamos en el último número de Caimán Cuadernos de cine.
Todo nos lleva a un “patrón de película-excel configurado desde una sala de ejecutivos y contables, donde el uso de la música y el enfoque de los personajes tiene más que ver con cálculos relacionados con los derechos de autor (...) que con su interés dramático”. Iglesias lanzaba estas impresiones, no obstante, contrastándolas con lo mucho que le habían sorprendido otros dos biopics recientes, ambos producidos en España. La estrella azul, sobre Mauricio Aznar, y Segundo premio, sobre los Planetas. Estas dos películas milagrosas fueron realizadas desde la pasión, la imaginación y, sobre todo, un interés genuino por la música. La música entendida como cultura colectiva y no como índice de reproducciones en Spotify. Estas dos películas milagrosas atisban, en fin, una alternativa a la codicia de Hollywood.