Entrevista

Alexandra Kohan: “La indignación te deja fijado a una cosa confortable mientras que el humor te despierta el cuerpo”

13 de octubre de 2024 00:00 h

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En el flamante ensayo El sentido del humor (Paidós, 2024), de la psicoanalista Alexandra Kohan, se suceden innumerables y bien diversas lecturas alrededor del chiste, de la risa, de lo cómico. Sin solemnidad, tramado a partir de una genuina disposición lectora, los fragmentos que conforman el libro pinchan o sacuden, como una buena broma, para ir de a poco metiéndose en un terreno tan resbaladizo como encantador. Como si se tratara de una seguidilla de viñetas, Kohan logra cruzar de manera deslumbrante sus observaciones alrededor de El chiste y su relación con el inconsciente, de Sigmund Freud; la mirada de Jacques Lacan sobre aquel texto que el autor consideró una “digresión” en el conjunto de su obra; escenas de su propia vida escuchando los casetes de Tangalanga con su padre, la noción de Witz (“esa palabra que es un poco como una valija”, dirá); reflexiones de comediantes o humoristas como Alejandro Dolina, Ricky Gervais o Diego Capusotto; fragmentos desopilantes de La causa justa, de Osvaldo Lamborghini; subrayados de palabras de Virginia Woolf, Juan Bautista Ritvo o Diego Maradona; chistes familiares que oyó en su infancia y siguen resonando. 

A partir de una auténtica actitud humorística (ese don “precioso y raro”, según el propio Freud; esa chispa, esa hemorragia del sentido), Kohan compone un universo de desvíos para descomponer algunos lugares comunes sobre eso que deberían ser lo que produce risa, el amor, la vida adulta o el mismísimo psicoanálisis. Y también, como en sus libros anteriores, para intentar sostenerse lejos de las rigideces o los dogmas, para apostar por un balanceo: el vaivén entre eso que hace el humor de nosotros y eso que hacemos nosotros del humor.

– La primera pregunta es un poco elemental. ¿Por qué ahora el humor, Alexandra?

– La cosa surgió con un asunto que se me ocurrió escribiendo el libro anterior, el del cuerpo. De alguna manera sentía que no aguantaba más la solemnidad de ciertos ámbitos y en parte de la época. Me pasó que notaba mucha solemnidad y notaba los efectos devastadores de la solemnidad. Un tipo de tedio que produce la solemnidad. Me pasa bastante con los libros que se me ocurre escribir sobre algo a partir de otra cosa que estoy escribiendo o que leí y entonces dije “voy a escribir sobre el humor”. No un libro primero, porque primero siempre pienso una nota o en algo más corto hasta que me empiezo a entusiasmar. Y empecé. Un poco después, hablando con una amiga que tengo hace más de 20 años cuando le dije que estaba escribiendo un libro sobre el humor me dijo “ah, tu tema”. Y ahí vi que evidentemente vengo con esto hace mucho tiempo. En paralelo, en el psicoanálisis me interesan mucho y desde hace mucho tiempo el libro de (Sigmund) Freud y el seminario de (Jacques) Lacan donde se ocupan de estos asuntos.

– Es curioso porque en tu libro vos le das cierta vuelta a la idea del humor, como una especie de desvío. Y, al mismo tiempo, proponés lecturas y citás autores que desde el propio psicoanálisis muestran que se trata de un asunto bastante central. ¿Cómo pensaste ese estar al costado que vos rescatás desde el humor y el psicoanálisis?

– Freud dice que su libro sobre el humor, El chiste y su relación con el inconsciente, fue como un desvío, una digresión en su obra. Pero lo cierto es que ese libro junto con La interpretación de los sueños y Psicopatología de la vida cotidiana son tres obras que Lacan subraya como las obras canónicas sobre el inconsciente. Es un libro que no sé cuánto se lee, pero está bastante menos transitado, tal vez. O hay mucho más sobre La interpretación de los sueños, sobre la tragedia. Sin embargo es una cosa fundamental y muy singular porque lo escribió como un libro, no es un artículo. En la Argentina, sobre todo en esta ciudad, parece que todos sabemos de psicoanálisis, incluso a veces se piensa que el chiste es decir cualquier cosa y de inmediato agregar “¡esto es un chiste!” para que el otro le diga “ah, pero viste lo que dice Freud del chiste” (risas). El sentido común cree que la verdad del chiste está en lo que se dice. En esto de “te estoy diciendo tal cosa en chiste”. Y no es eso, el procedimiento es mucho más complejo y mucho más interesante. Pensar que uno puede decir cualquier cosa y después agregarle la cláusula “esto es un chiste” es un poco bobo. Eso no es un chiste. La relación entre el chiste y el inconsciente que Freud establece es mucho más compleja, pero básicamente diría que la cosa está en el cómo del chiste. Algo que, por otra parte, no es solo el chiste, es también la ironía, la ocurrencia, el hallazgo, lo inesperado, la sorpresa. Todo eso que es parecido al inconsciente o es casi igual al procedimiento del inconsciente. Por otro lado, está el trabajo con el lenguaje. Lacan leyendo esos textos advierte que Freud subraya el trabajo del inconsciente y el lenguaje, cómo el inconsciente hace con el lenguaje y se hace con el lenguaje. Por supuesto que sobre el chiste se escribió mucho antes de Freud. Pero hay algo que él agrega Freud y que  para mí es radicalmente diferente a todo lo que se dijo antes y después, y es que el chiste solo es chiste si el otro se ríe. Si el otro no se ríe no es un chiste. Eso divide y despeja las cosas muchísimo. Porque incluso en la actualidad se usa decirle al otro cualquier cosa, ser agresivo con el otro y si el otro se pone mal decirle “ay, qué poco sentido del humor que tenés” o “ay, era un chiste, no te ofendas”. Hay mucha gente violenta que trafica su violencia diciendo “¡es un chiste!”.

– Al mismo tiempo, en El sentido del humor apuntás que no hay humor sin filo, que el humor no es trivial o necesariamente liviano. Incluso para hablar de lo que se suele señalar como humor negro. Decís de alguna manera que el humor siempre es negro.

– Sí, quise llevar las cosas a ese paroxismo, el humor siempre es negro. El humor siempre produce un corte, tiene un filo. Y eso pasa con todas las formas del humor, con el sarcasmo o la ironía, que es recontra filosa. Por eso para mí el humor es una gran herramienta para lidiar con una cantidad de cosas que se nos vienen encima. Por eso necesita tener su costado filoso, un poco denso a veces y oscuro. Pero, a la vez, eso es lo que posibilita algo luminoso después, el estallido de la risa.

El sentido común cree que la verdad del chiste está en lo que se dice. En esto de “te estoy diciendo tal cosa en chiste”. Y no es eso, el procedimiento es mucho más complejo y mucho más interesante. Pensar que uno puede decir cualquier cosa y después agregarle la cláusula “esto es un chiste” es un poco bobo.

– En alguno de los fragmentos del libro te metés con la proximidad que existe entre el humor y la poesía, algo que para muchos podrían ser dos universos aislados o enfrentados. Y lo hacés a partir de una pregunta que alguna vez te hizo Diego Rojas sobre si siempre habías leído poesía. ¿Qué te interesaba al pensar ese vínculo?

– La poesía está cerca siempre del humor en el sentido del trabajo que se hace con el lenguaje y la concepción del lenguaje. No solo el uso, sino la concepción que la poesía tiene del lenguaje, que es similar a la que propone Freud alrededor del chiste. Es la concepción de que el lenguaje no es para expresar ni es un instrumento de comunicación, sino un productor de sentidos nuevos permanentemente que juega con una cantidad de ambigüedades. Por eso, tanto en la poesía como en el humor, los sentidos pueden deslizarse, pueden corromperse el sentido común o el sentido de los diccionarios. Todo eso hace que el chiste y la poesía estén muy cerca. Recuperé esa pregunta que me hizo Diego Rojas aquella vez porque me conmovió mucho y me quedé pensando varios días. Después, claro, me di cuenta de que la poesía es también una manera de juego, de alivio del sentido permanente. Porque uno está asediado por el sentido común todos los días, por la comunicación. Uno tiene que estar comunicándose todo el tiempo con las personas con las que se rodea. Salvo en el consultorio. Con los pacientes no se trata de comunicación y eso, por suerte, alivia muchísimo. Me parece que la práctica del psicoanálisis hace del lenguaje algo muy distinto de la comunicación. 

– En el libro das cuenta de esta especie de malentendido alrededor de la infancia, que está muy vinculada con el humor. Decís por ahí que a veces desde algunos lugares se la piensa como una etapa que hay que superar. Mencionás, de hecho, una especie de “moralismo de ser adultos”, como una imposición. ¿Cómo pensaste este asunto?

– La vida nos insta a ser adultos responsables, a superar la infancia como si la infancia fuera una etapa solamente y no una usina productora de una cantidad de cosas inmensa. De entusiasmos, de deseos, ¡ahí está todo! Creo que eso corre paralelo a la civilización, esto que nos insta a adaptarnos. La adaptación es una de las peores cosas en las que nos tenemos que meter. Por supuesto que hay grados y grados de adaptación. Uno más o menos puede ser un adaptado, trabajar, estudiar, hacer sus cosas, y no rechazar la infancia. Porque también hay formas y formas de hacer las cosas de, entre comillas, adultos. Me gusta que la noción de adultez no es una noción del psicoanálisis. Porque el psicoanálisis no considera que el ser humano progrese hacia la madurez. En esta línea, el humor es un modo de recuperar esa infancia perdida o es un modo de recuperar la risa perdida. Esa risa que Freud dice que es una risa que quedó absolutamente obturada por la educación, por la civilización y el camino hacia el estado adulto. Lamentablemente hay muchos discursos muy peyorativos con la infancia en general. Incluso hoy en día se les pide a los niños que se comporten como adultos a veces. Hay unas exigencias hacia los niños que llaman mucho la atención porque se confunde la inteligencia de los niños con otra cosa. Los niños siempre fueron muy inteligentes, justamente, porque no están asediados por una cantidad de represiones que van a ocurrir progresivamente. Son mucho más libres. Juegan con el lenguaje de una manera totalmente despojada. Pero hoy en día tienen tanta información y parece que son pequeños adultos que muchos adultos olvidan que esas son infancias. Para mí es recontra problemático eso. Por eso me parece que el humor viene a recuperar un poco la infancia ahí donde a veces se pierde. Quizás también es porque hay una confusión: se confunde la infancia con la niñez. Eso lo distingue muy bien (José Luis) Juresa: la niñez es una etapa. De tal a tal se es niño, después se es preadolescente, adolescente, joven y así. Todas las categorías en las que se secciona una vida. Pero esas no son categorías del psicoanálisis. Entonces, una cosa es la niñez, que se puede fechar, y otra cosa es la infancia que no tiene tiempo. 

– Hablabas antes de estos discursos que esconden cierta violencia con la excusa de “esto es un chiste”, y al mismo tiempo, trabajás en el libro este ruido de época que tiene que ver con la ofensa o con eso de sentirnos todo el tiempo ofendidos. ¿Cómo leés esto? ¿Estamos más predispuestos a la ofensa que al humor?

– Antes de escribir este libro, venía escribiendo en elDiario.Ar algunas columnas sobre el humor y también sobre la ofensa. Fue hace un tiempo, creo que fueron momentos de muchísima ofensa, pero sobre todo de mucha visibilización de las ofensas, ¿no? Creo que en esto tienen mucho que ver las redes sociales: no sé si la gente se ofende más hoy que antes, pero tal vez sí se siente más habilitada a ofenderse y está más legitimada la ofensa hoy en día. Me parece que habría que separar un poco las cosas. No es que la gente no se pueda ofender, porque todos nos ofendemos en algún momento, sino que la ofensa se empezó a usar como un arma de verdad: si yo me ofendo quiere decir que lo que vos dijiste está mal de por sí y yo me corro de la escena. Cuando en realidad, cuando uno se ofende debería revisar qué de uno quedó tocado en eso que el otro dijo, más allá de que el otro puede ser una persona hostil o agresiva. Por eso a mí me gusta separar las cosas. Cuando uno se ofende, bueno, uno está implicado. Eso no quiere decir que el otro no tenga sus cosas también. En todo caso, son las dos cosas a la vez. Lo que yo venía viendo es que la gente se ofendía y con esa ofensa pretendía cosas. Pretendía que el otro deje de hablar, silenciar al otro, censurar al otro. Que me lo saquen, que me lo corran, que no exista más. Eso es lo que a mí me incomodaba: el uso que se hace de la ofensa. No me incomoda que la gente se ofenda, la gente se ofende, yo también me puedo ofender. Porque, además, la ofensa no depende necesariamente del contenido, sino del momento en el que uno está. Tal vez más sensible o menos sensible, ni idea. El problema en aquel entonces no era que la gente se ofendiera sino que usara esa ofensa como arma para designar cierta censura. Ricky Gervais que dijo algo así como que tenés derecho a ofenderte, lo que no podés hacer es apagar su show. Podés no mirar el show, lo que no podés es pretender que el show no exista. 

La vida nos insta a ser adultos responsables, a superar la infancia como si la infancia fuera una etapa solamente y no una usina productora de una cantidad de cosas inmensa. De entusiasmos, de deseos, ¡ahí está todo!

– Sí, aparece esa cita de Gervais en El sentido del humor.

– Al mismo tiempo, creo que si te hago una humorada y vos te ofendés, tengo que ser capaz de atajar los efectos que produzco en el otro. Pero eso lo pienso más en el plano personal. Me parece que en el plano público la ofensa es un bajón. Es curioso porque hay ofendidos de derecha y ofendidos de izquierda. En los últimos tiempos salieron dos libros como Generación ofendida, de Caroline Fourest, que es el registro de los ofendidos de los progres de izquierda, –entre los que me incluyo, no uso peyorativamente estos términos–, y Ofendiditos, de Lucía Lijtmaer, que denuncia la ofensa de la derecha. Entonces hay ofendidos de derecha, ofendidos de izquierda. Porque efectivamente, me parece a mí, el problema no es si sos de derecha o si sos de izquierda sino el uso que se hace públicamente de la ofensa. 

– En el libro es muy interesante esto que señalás como de dos escenas en la ofensa: los ofendidos que se ofenden en representación de otros y los ofendidos que se paran desde un lugar impoluto, de la posición de ser únicamente ofendidos. 

– Es que la ofensa fue a parar al lugar de los que levantan el dedo en esta época que son muchísimas personas. Entonces quedan supuestamente salvados porque el dedo siempre señala para otro lado. Bueno, qué sé yo, la sombra de ese dedo también recae sobre vos. Me parece que son posiciones muy de esta época. Antes, no sé, la gente escribía una carta de lectores a La Nación, se tomaba el trabajo, escribía, mandaba. Ahora, están Twitter o Instagram y listo. Entonces, las redes sociales vehiculizan y hasta creo que son productoras de ofensas, no solo por lo que circula ahí si no porque hay mucha gente que se siente obligada a pronunciarse. Ofenderse, como decís, por las víctimas e incluso a veces hablar en nombre de las víctimas. Eso me parece un gesto de soberbia total, un gesto de superioridad moral total. 

Me parece que habría que separar un poco las cosas. No es que la gente no se pueda ofender, porque todos nos ofendemos en algún momento, sino que la ofensa se empezó a usar como un arma de verdad: si yo me ofendo quiere decir que lo que vos dijiste está mal de por sí y yo me corro de la escena.

– Dedicás algunos capítulos a otros asuntos que insisten en vos, como la lectura y la ficción. ¿Por qué te parece importante leer al humor como ficción en esta época justamente tan ruidosa? 

– Diría también tan literal y realista. Porque para mí el humor es una ficción en todas sus formas: la comedia, el stand up, el chiste. Yo pienso la ficción como productora de verdad. En ese sentido, la ficción no es mentira. Para mí la ficción produce una relación con la verdad diferente de esa verdad realista y literal que se pretende permanentemente. Me parece importante la ficción porque da cuenta de cómo leemos. Creo que la crisis de la ficción de hoy en día tiene que ver con la crisis de la lectura: se lee todo como si fuera un reflejo de la realidad sin mediación. Yo no tengo TikTok pero entiendo que en TikTok aparecen muchas cosas: desde una receta de un budín hasta, no sé, alguien famoso o la importancia de tomar una determinada vitamina. Vengo pensando que de alguna manera se tiktokizó la vida cotidiana porque ya ni siquiera hay una pregunta de si eso que se ve ahí es verdad o no o de qué manera está hecho eso sino que, por el solo hecho de que pasó en TikTok, se lo da por cierto. Sin hacernos preguntas. Creo que se salteó la pregunta esa de cómo leemos una escena, de quién lo está diciendo, cómo lo está diciendo, qué elementos hay en una escena para leer. Me parece que esto tiene que ver con una crisis de lectura que hace que todo se lea igual. Bueno, en ese sentido no hay lectura. Y, para mí, la potencia del humor tiene que ver con eso, con que habilita una lectura y una relación con lo que estás viendo que te pone en una disposición de lectura. El humor necesita del pacto con el otro. Vos no te sentás a mirar un show de Ricky Gervais de la misma manera en que miras a (Luis) Majul. O sí, Majul por ahí te causa más gracia (risas)

– Sobre todo si sos Juan José Becerra (risas).

– Bueno, es que las notas de Becerra son notas sobre la realidad pero, por la clave de humor que tienen, resultan mucho más potentes que una crónica de un periodista indignado con el gobierno de (Javier) Milei. Porque el humor es trabajo con el lenguaje y también implica un pacto con el lector o espectador. Entonces me parece que la sola indignación no produce cosas interesantes y el humor sí. Cuando digo cosas interesantes quiero decir que te quedás pensando, que eso te produce emancipación, y no la identificación del “ay, qué horror, qué horror”. No digo que a veces no haya que practicar la indignación también. Pero si solo hay indignación, no hay posibilidad de nada para mí. La indignación te deja fijado a una cosa confortable, a una forma de la inhibición. Y yo creo que el humor no es inhibición, el humor te despierta porque la risa te despierta. Te despierta el cuerpo. 

Creo que la crisis de la ficción de hoy en día tiene que ver con la crisis de la lectura: se lee todo como si fuera un reflejo de la realidad sin mediación.

–¿Por qué crees que insisten esos discursos que intentan hablar de los límites en el humor? 

– Me parece que en los últimos años hubo algunas ilusiones que cayeron. Hubo mucho ímpetu correctivo en estos años alrededor de cómo hablamos, de qué decimos, de qué nos reímos, como si eso fuera a tener unas consecuencias en lo real de los cuerpos. Cuando, en realidad, no necesariamente existe eso. Creo que censurar el humor es una de las cosas más necias que existen. Primero, porque para mí justamente el límite es el humor. Después del humor viene el insulto, viene la guerra, viene la piña. El humor es un límite. Viene la piña. Definir de qué nos podemos reír y de qué no, cuando la risa es absolutamente involuntaria, me parece una necedad enorme. Esa pretensión de establecer un hasta acá, de esto sí nos podemos reír, de esto no. Además hay una confusión ahí, que es suponer que porque uno se ríe de algo quiere decir que uno acuerda con ese algo. ¡Cuando uno se ríe no sabe por qué se ríe! Si yo te cuento un chiste y vos te reís, tampoco sabemos de qué te estás riendo. Porque es insondable qué es lo que hace estallar la risa. Diferente es que a vos no te guste cierto humor. Perfecto. No te gusta el humor de Rompeportones porque te parece chabacano, perfecto, no te reís. Vos me podés decir que ese humor atrasa, y yo ahí te preguntaría si atrasa respecto de qué, atrasa respecto de qué adelante. Porque también está esa pretensión de que la sociedad está adelantada. ¡Cuando la sociedad va y viene todo el tiempo! Uno no puede definir ese atrás y ese adelante. Al menos yo tiendo a ser un poquito más liberal, liberal de izquierda, si eso existe (risas). Entonces, que exista Rompeportones y que también exista Les Luthiers. De hecho existían al mismo tiempo. Cuando yo era chica existía La peluquería de Don Mateo al mismo tiempo que los uruguayos que hacían Híperhumor. Y Les Luthiers en el teatro y Hugo Moser en la tele. O sea, estaba todo al mismo tiempo. La idea de que vos tendrías que disciplinar a la gente y decirle de esto sí te podés reír, de esto no, me parece muy autoritaria. Me gusta lo que dice (Alejandro) Dolina y cito en el libro: uno se puede reír de todo, no hay temas sagrados, en la medida que uno mantenga para sí un punto de sacralidad. Porque si no te convertís en un canalla o en un cínico. Después, por supuesto que importa la enunciación que es quién se ríe de qué, en qué momento, cuándo, de qué forma.

– Vos trabajás esta idea social del humor, este concepto de “Parroquia”.

– Eso Freud lo lee en un clásico que es (Henri) Bergson, que  escribió el ensayo de la risa. Ahí él acuña esta idea de que para que haya humor tiene que haber parroquia. Es decir, tiene que haber un código compartido. Sin código compartido lo que hay es desubicación, es cualquier otra cosa que no es humor. Eso se ve claramente con los inmigrantes viviendo en países donde les cuesta leer el humor porque cada cultura tiene su tradición humorística. Aparece una complicidad distinta también. Sin esa comunidad, esa complicidad, no hay humor posible. No hay chiste. No hay ocurrencia. No hay nada.

– ¿Por qué crees que se arma una idea medio dicotómica que busca separar mucho al humor de la tragedia? En el libro intentás mostrar que no hay tanta distancia.

– En Grecia los escritores de tragedia no podían escribir comedia. Claramente son dos géneros diferentes (risas). Ahora, en la vida de los que no somos comediantes ni escritores de tragedias, tragedia y comedia están muy cerca. Se suele decir que la comedia es tragedia más tiempo. A mí me interesa mucho esa formulación porque ese tiempo que se necesita para hacer de una tragedia una comedia no es un tiempo cronológico. No podés decir “a ver, tienen que pasar dos meses, seis años o una generación entera para poder reírnos de ciertas tragedias de este país”. Después están las preguntas sobre quién se puede reír o quién puede hacer un chiste. Como con el humor judío ¿no? A mí me encanta hacer chistes sobre judíos pero bueno, ¡soy judía! Claramente no es lo mismo que si lo hace alguien no solo que no es judío sino que a mí me quedan dudas de su relación con el judaísmo. Lo que un análisis muestra es que comedia y tragedia están muy cerca, o mejor dicho, están todo el tiempo al mismo tiempo. Lacan dice que la vida no es trágica, que es cómica. Sí, uno puede leer esa comedia en algún momento. Claro que en el momento de la tragedia no estás pudiendo hacer nada con eso. Pero digamos que, con el tiempo, un análisis también es hacer de la tragedia de nuestras vidas, cualquiera sea esa tragedia, un poco una comedia. Hacer de nosotros un héroe cómico y no el héroe trágico que se encamina hacia su destino ineluctable. El análisis justamente provoca un desvío que nos hace trastabillar.

Se suele decir que la comedia es tragedia más tiempo. A mí me interesa mucho esa formulación porque ese tiempo que se necesita para hacer de una tragedia una comedia no es un tiempo cronológico.

– En este sentido, y para volver a un asunto de otro de tus libros, también persiste la idea del amor como una pasión un poco trágica, cuando hay muchas escenas cómicas en el amor. 

– Sí, no sé bien por qué persiste eso. Porque, al mismo tiempo, cuando vos les preguntás a las parejas que pareciera que más se gustan, mucha gente te dice “me río mucho con esta persona”. Es impresionante. No sé, ¿vos conocés gente que diga “con esta persona no me río pero igual me encanta” o “esta persona me parece un plomo pero la quiero?”. Yo no conozco a nadie al que no le guste reírse. Después hay grados. Hay gente que no para de reírse, que es un poco maníaca. Bueno, no importa. La risa es absolutamente liberadora y placentera como ninguna otra cosa. Es el modo también de que caiga un poco el cuerpo, también. No estar manteniendo un cuerpo erguido, correcto y adulto todo el tiempo. La risa te desarma la imagen, cuando uno se ríe, sobre todo a carcajadas, el cuerpo tiene una especie de espasmo muy desordenado. La risa intercepta eso: el control que uno pretende tener sobre sí mismo, sobre su cuerpo. Y es totalmente involuntaria. Como casi todo. Pero uno no quiere enterarse que todo lo que hacemos es involuntario, ¿viste? (risas).

– En el libro citas varias de las entrevistas que hace Adrián Lakerman en su podcast Comedia. Él suele cerrar esas conversaciones con humoristas preguntando para qué sirve el humor. Quería trasladarte a vos ese interrogante.

– Cada vez que escuchaba los episodios de Lakerman, me volvía a hacer a mí misma esa pregunta, que es hermosa. Yo creo que sirve para vivir y no morir en el intento. Para estar un poco despiertos. O para no adormecernos tanto. No concibo nada de todo lo que hago en mi vida cotidiana sin humor. Ahora, es el humor, insisto, no decir “voy a hacerme la graciosa” sino estar disponibles para la ocurrencia. Puede pasar dando clases, en el consultorio como analista o como paciente. En todo lo que hago, en algún momento, aparece el delirio, estalla la risa. Pero no buscada. Es un hallazgo, si lo buscás no se encuentra. Porque también es imposible de controlar, es una disponibilidad del cuerpo que no es voluntaria. Y hay que estar disponibles para tropezar un poco. 

Alexandra Kohan presentará El sentido del humor el 1 de noviembre a partir de las 18 en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5582, CABA). La acompañarán Alicia Majul y Juan José Becerra.

AL/DTC

Sobre la autora

Alexandra Kohan nació en Mar del Plata, en 1971. Es psicoanalista y magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Integra, junto con José Luis Juresa, el espacio de investigación y lectura Psicoanálisis Zona Franca. Es columnista en elDiarioAR y en medio como la revista Polvo. Tiene una columna semanal en Dinero y Amor en el canal de streaming Blender. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019), Y sin embargo, el amor (2020) y Un cuerpo al fin (2022), ambos traducidos al italiano.