El hombre que decía ser Rockefeller: un asesinato brutal, vida de lujo y la trampa que sostuvo 15 años

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“Hablaba con un acento entrecortado e internacional, y ocasionalmente utilizaba palabras como ‘antaño’ o ‘indecoroso’, que parecían colocarle una corbata a las frases que las incluían”. Así recordó el escritor y periodista Walter Kirn a un hombre que durante un tiempo frecuentó por teléfono y luego fue su amigo por 15 años. 

Desde la primera charla el interlocutor se presentó como Clark Rockefeller, dijo que vivía en Nueva York (“justo al lado de Tony Bennett”), que era graduado de las universidades de Yale y Harvard, que por entonces ejercía como “banquero central” por su propia cuenta, es decir, que asistía a países con su dinero , que tenía varias empresas y que era experto en finanzas y cuestiones bursátiles. Promediaba la década del noventa y el experto auguraba un crack en la economía mundial.

Desde un campo que había comprado en el estado de Montana, Kirn anotaba en su cabeza las excentricidades que escuchaba y decidió indagar; tal vez podría retratar al millonario en algún artículo o éste podría ser parte de algún proyecto literario futuro. 

El vínculo entre los dos había nacido de una manera inesperada: la esposa y los Piper, unos amigos adinerados del escritor, participaban de una asociación protectora que daba en adopción animales y Rockefeller se mostró interesado en llevar a vivir con él a un ejemplar de setter muy especial: la pequeña perra Shelby, que tenía varios problemas físicos y debía moverse con una especie de andador.

Tanto insistió Rockefeller en que la quería –aseguraba que tenía modo de conseguir un tratamiento para al animal en Nueva York, que conocía acupunturistas caninos y los mejores especialistas en alimentación para la perra– que Kirn se ofreció a llevarla en persona hasta su piso de Manhattan.

No le importó que para eso iba a tener que manejar varias horas, frenar a cada rato por las dificultades de Shelby y atravesar al volante varios estados, de una costa a la otra. Pensó que, más allá de algunos escollos, tendría la oportunidad de conocer más a un personaje que no dejaba de llamarle la atención a medida que se multiplicaban los llamados telefónicos para combinar los detalles del viaje. Quedaba implícito, además, que Rockefeller le pagaría por ese trabajo y que haría una donación importante a la organización de protección animal de la que participaba su pareja.

“Él me deleitaría con canciones cómicas, menús de perros y el acceso a un círculo que yo creía cerrado para mí y yo le pagaría con la indulgente lealtad que los escritores reservan para sus personajes favoritos. Aquellos que, como se dice, somos incapaces de inventarnos”, escribiría Kirn mucho tiempo después.

Primer encuentro

El viaje fue accidentado y Kirn sufrió a lo largo de todo el trayecto: Shelby no se acostumbraba al auto y a una improvisada silla de ruedas, cada media hora tenía que hacer pis y volver a acomodar al animal en su andador. A mitad de camino el escritor pasó por la casa de su madre, a quien le contó la historia de Rockefeller. La mujer se mostró desconfiada: conocía al detalle todas las ramificaciones de la familia petrolera y también las de los Kennedy, los Tudor y otros apellidos célebres.

Kirn la convenció de que tal vez de este sacrificio saliera un nuevo proyecto literario, aunque cada vez tenía más dudas. Llegó, incluso, a pensar en contar la historia de su amigo con otro nombre: “¿Y si enmascaraba su identidad? ¿Y si cambiaba su nombre?”, se preguntaba.

Cada tanto llamaba a Clark desde un teléfono celular que se compró especialmente para la ocasión –el primero que usó en su vida–, pero el financista nunca atendía. Decía que, por seguridad, prefería ser él quien iniciaba las conversaciones.

“Estaba comenzando a preguntarme qué podía sucederle a una persona que decepcionara a un Rockefeller”, pensó en ese momento y, como se empezó a sentir débil y ya no quiso manejar más, decidió sacar un pasaje en avión y llevar a la perra en la bodega.

En el aeropuerto lo recibió el propio Clark Rockefeller, acompañado por su esposa Sandy.

“Aquí estás, Walter, bienvenido a Nueva York”, disparó. El escritor, después de haber hablado por teléfono tantas horas con el hombre, quedó sorprendido por su aspecto: gorra de visera rosa, remera rosa, “el pelo, o lo que se veía de él, con un tono rubio poco convincente”, describió.

“También llevaba unas gafas de montura gruesa y oscura a las que parecía faltarles un bigote falso, e iba con unos pantalones chinos y sin calcetines”, recordó.

Pese a lo largo y cansador del trayecto, Rockefeller y Sandy agarraron en ese momento a la perra y dejaron que Kirn se fuera por su cuenta desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, algo que llamó la atención del escritor. Antes de despedirse, Clark le dijo que se verían al día siguiente para cenar en un club de lujo, el Sky y así lo hicieron.

Durante la comida, de la que participaron su mujer Sandy y Maggie, la esposa de Kirn embarazada entonces del primero de los hijos del matrimonio, Rockefeller siguió con sus anécdotas extravagantes: dijo que jamás en su vida había tomado Coca Cola, que había ingresado a Yale con 14 años, que durante su infancia tuvo una afasia de la que se recuperó gracias a la ayuda terapéutica de un perro, que coleccionaba cuadros.

Antes de terminar la velada propuso a todos hacer “una visita especial” al Rockefeller Center. Dijo que tenía en sus manos la llave maestra de ese edificio emblemático que podían ver desde las alturas del club en el que se encontraban. Pese a lo tentadora de la propuesta, Kirn y su esposa declinaron por cansancio y algo de desconfianza (“¿un lugar así tendría una única llave maestra con la que se podrían abrir todas sus puertas?”, se preguntó el cronista tiempo después).

Al día siguiente el escritor visitó el departamento de Clark y sintió algo de decepción: el lugar que él había imaginado lujoso era modesto y tampoco escuchó la voz de Tony Bennett del otro lado de las paredes.

“El apartamento de Clark era sobrio y sencillo –gastados suelos de madera, un pequeño sofá oscuro, una cocina funcional con las encimeras vacías–, pero los cuadros que colgaban de las paredes eran atrevidos y majestuosos. Entre ellos había un Mondrian en una caja de metacrilato, un Motherwell, un Pollock y un Rothko”, según el recuerdo de Kirn, que también notó que algunas obras apoyadas en el piso tenían manchas y hasta pelos de perro.

Al terminar ese encuentro, Rockefeller le dio un sobre. Posiblemente la paga por el traslado y la donación para la ONG, se ilusionó el cronista. Cuando finalmente lo abrió, el desencanto del escritor fue enorme: adentro apenas había 500 dólares, algo que no servía ni para cubrir los gastos del viaje, el alquiler del auto, el pasaje de avión, el combustible.

Kirn descartó entonces la idea de escribir sobre Rockefeller, pero el vínculo, de todos modos, se mantuvo intacto con el correr de los años. Clark seguía llamando a su amigo por teléfono, siempre con alguna historia disparatada, siempre con algún nombre célebre involucrado, siempre con algún proyecto nuevo para sus numerosas empresas, siempre con alguna propuesta literaria que nunca terminaba de concretarse o con la explicación de alguna supuesta crisis financiera mundial en ciernes. Se vieron algunas veces más, en clubes de lujo, en lugares insólitos y muy atractivos para Walter.

Una larga amistad

Casi una década después, Walter llegó a visitar a Rockefeller en una propiedad a la que se había mudado en familia y que se caía a pedazos en Cornish, New Hampshire. El financista le había prometido que, si se quedaba con él unos días, iba a presentarle al mítico y hermético J.D. Salinger, que era vecino suyo y con quien solía cruzarse. Pero eso nunca ocurrió: cuando se acercaron a la supuesta casa del autor de The Catcher in the Rye, no atendió nadie.

“Britney Spears estuvo por aquí la semana pasada –dijo– Te la has perdido. Y es una pena que no puedas quedarte más tiempo. El canciller alemán (Helmut) Kohl también tiene previsto venir a pasar unos días”, le dijo Clark durante la visita.

Al poco tiempo las llamadas siguieron, pero para entonces las vidas de ambos habían cambiado: tanto Rockefeller como Kirn se habían separado de sus esposas y luchaban para poder ver a sus hijos.

En 2008 el misterioso Clark Rockefeller estuvo en boca de todos. La opinión pública de  los Estados Unidos se vio impactada por la noticia del secuestro de una niña de siete años llamada Snooks en manos de su padre, el poderoso hombre de negocios y finanzas, luego de una maniobra que incluyó que éste raptara a la pequeña por las calles de Boston, alquilara un auto para huir, se bajara de ese vehículo y se subiera a un taxi y más adelante escapara en una camioneta que conducía una amiga con destino a Nueva York.

Walter Kirn se enteró de todo por internet: su amigo llegaba a los diarios del mundo. Su novia de entonces le disparó como un chiste: “Parece que tu amigo es un impostor, Walt”. A los minutos, el escritor leyó un comunicado en el que los Rockefeller desmentían que Clark, que finalmente fue detenido por el FBI, fuera parte de la familia o tuviera algún lazo sanguíneo con ellos. Kirn llegó a enojarse con ellos, pensaba que se estaban despegando de él para no quedar manchados por el escándalo.

Cuando pocos días después se descubrió que aquel hombre, además de secuestrar a su hija, estaba vinculado con un asesinato a sangre fría que había tenido lugar en la década de los ‘80 en California, el escritor no tuvo dudas: había sido una víctima más de los engaños del excéntrico hombre de negocios que decía ser Rockefeller y se veía obligado a investigar sobre su verdadera vida.

Fue ahí, en ese momento, que tomó la decisión; iba a escribir sobre él: “La inmunidad literaria que había concedido a la criatura más extraña que hubiera conocido había supuesto una violación de mi juramento de narrador. Los escritores existen para aprovecharse de figuras como ésa, no para salvarlas. Nuestra obligación es para con la página, no para con las personas”, reflexionó.

Todas las caras del impostor

En 2013, quince años después del primer encuentro, Kirn asistió al juicio que se le inició al hombre que había sido su amigo durante todos esos años. 

A lo largo de las audiencias, en las que se sucedieron testimonios impactantes de personas que lo habían conocido y fueron engañadas por él, el escritor pudo saber que el acusado se llamaba en realidad Christian K. Gerhartsreiter, que había nacido en Alemania y que desde la adolescencia vivió en los Estados Unidos bajo numerosas identidades falsas.

Al principio fue Christian Gerhart, un adolescente engreído que había viajado mediante un intercambio estudiantil y se alojó en la casa de una familia de Connecticut. Por sus malos modos, lo terminaron echando y al poco tiempo se instaló en California, donde pasó a llamarse Christopher Chichester.

A mediados de los ‘80 con esa identidad era un supuesto baronet que estudiaba cine y protestaba porque sus padres, aristócratas menores británicos, eran avaros con el dinero y no le pasaban su mensualidad a término. En esos años alquilaba en la localidad de San Marino la casa de huéspedes de Didi Sohus, una mujer de fortuna y mayor que vivía en la casa principal con su hijo John, un joven retraído y con varios problemas de salud.

En 1984 John desapareció repentinamente junto a su novia Linda y se abrió una investigación judicial para dar con el paradero de la pareja. Durante una década, nada se supo de ellos hasta que en el fondo de la casa, que había sido vendida, durante una demolición para hacer una pileta encontraron restos humanos. Se trataba del cuerpo de John Sohus, que había sido descuartizado.

Cuando los investigadores quisieron dar con el antiguo inquilino de la casa de huéspedes para tomar su testimonio no tuvieron suerte: el supuesto Chichester se había mudado hacía algún tiempo y se había ido de California sin dejar rastros.

Fue durante el juicio por el secuestro de la pequeña Snooks que llegaron a la conclusión de que el falso aristócrata británico tenía el mismo ADN que el falso heredero de los Rockefeller y se le abrió una nueva causa.

Durante las audiencias también habló una ex pareja del impostor, Mihoko Manabe, que vivió con él desde 1987 hasta 1994. Ella lo conoció como Christopher Crowe y por esos años aseguraba que se dedicaba a las finanzas en Nueva York. Cansada de las extrañas costumbres que tenía su novio –según reconstruye Kirn en su libro, la mujer contó que el hombre la obligaba a caminar separados por la calle, tener buzones de correspondencia distintos y hasta a pasar “a vivir en la clandestinidad”, porque, según él, alguien lo perseguía– lo dejó.

Fue a partir de ese momento que nació Clark Rockefeller y durante más de una década esa identidad le sirvió para asistir a los lugares más exclusivos y rodearse de algunos de los nombres más selectos de la gran ciudad. Conoció a Sandy, que tenía un buen pasar y de alguna manera sostenía la economía familiar hasta que tuvieron a su hija.

Sandy contó en el juicio que el impostor siempre usaba sombreros en público, que prefería no mostrarse demasiado y hasta que había instalado en su piso de Manhattan varias líneas telefónicas con distintos prefijos.

Las mentiras fueron tantas, según la mujer, que se cansó y decidió separarse del supuesto hombre de negocios amante de su colección de obras de arte, que tiempo después confesó que eran falsas. Entonces el impostor planeó el secuestro de su hija.

“Justo por aquel entonces, la confianza se estaba haciendo añicos por todas partes. En agosto y septiembre de 2008, Lehman Brothers, el fondo de inversión de Bernie Madoff y el mercado de hipotecas y sus sofisticados subproductos quedaron expuestos como Clarks Rockefellers a mayor escala”, escribió Kirn y concluyó: “Un timador solo no es más que un criminal, pero si está rodeado por miles de timadores es un corredor de bolsa”.

Cuando terminó el juicio, en el que Gerhartsreiter fue condenado a 27 años por el asesinato de John Sohus, el periodista y escritor quiso reencontrarse con su ex amigo y lo llegó a visitar en la cárcel. Necesitaba, según reveló, entender por qué había caído en sus numerosos engaños y también quería entender cómo funciona la cabeza de un impostor. No encontró, sin embargo, muchas respuestas, pero sí algunas referencias literarias que tal vez lo ayudaron a armar el rompecabezas.

Es que según el cronista, el proceso judicial logró desenmascarar a Clark Rockefeller como parte de un engranaje

“En realidad, era un fraude, el impostor en serie más prodigioso de la historia reciente, algo que lo vinculaba con un linaje más antiguo y en cierto modo más rico que el de la familia fundadora de la Standard Oil: el embaucador de las mil caras que aparece en la mitología y la literatura norteamericanas”, escribió Kirn.

“En El estafador y sus disfraces, de Melville, esa figura adopta la forma de un diablo mutante que viaja en un barco y se alimenta de los defectos morales de los demás pasajeros. En Huckleberry Finn, vuelve a recorrer el río Misisipi bajo la apariencia del duque y del rey, dos extravagantes y falsos aristócratas (...). En las novelas de Patricia Highsmith protagonizadas por Ripley es un trepador diletante y asesino”, analizó.

En 2018 el periodista decidió contarlo todo en La sangre no miente, un libro fascinante en el que repasa dos construcciones: la del impostor, con sus trampas, sus disfraces y sus engaños, y la suya propia como escritor, que por momentos se le parece bastante.

AL