Llegué diez minutos tarde y la puerta estaba abierta. Bajé por la escalera oscura de la sala, apuntando hacia el grupo que esperaba abajo del escenario que alguien prendiera las luces. Damián me vio llegar primero y me tiró el abrazo, y la señora de la vez pasada empezó a hablar bien de mí a los gritos.
– No saben lo gracioso que es este chico –decía.
Yo sonreí con vergüenza y tuve que acercarme a los otros a saludar. El primero se presentó como Martín y yo ya fui alumbrando en la oscuridad de la sala la cara que venía tercera, la forma femenina y blanda que se fue endureciendo mientras saludaba al segundo, la retracción de los hombros cuando me tuvo cara a cara y me alcanzó a confirmar entre la niebla como un fantasma:
– Ay, vos sos… –dijo–. ¿Qué hacés acá?
* * *
Había vuelto a teatro una semana antes y después de tres años, no sabía bien para qué. Ese jueves anterior había llegado a la puerta de vidrio y eran las 19.48 en mi celular: la puntualidad es un efecto secundario de la ansiedad. Se me ocurrió dar una vuelta a la manzana para consumir esos minutos pero ya en la cuadra y media desde el auto había sentido el primer fresco del año, la tarde de abril haciéndose noche en forma de viento entre las mangas de mi remera blanca. Me pareció que el blanco era una forma de no decir nada y de presentarme al grupo de forma neutral.
No los conocía pero los vi llegando y era evidente que eran ellos. Uno, cinco, ocho, frenados en el ventanal y espiando la oscuridad de adentro con una mano sobre el vidrio para ver si alguien les abría.
Uno palpó el bolsillo y sacó la llave del auto, y con la punta metálica golpeó el vidrio un par de veces, tac tac, haciendo viajar el sonido agudo mucho más lejos que el grave de los puños de la señora que había golpeado sin resultado hasta recién. Atrás mío crecía el ruido de los colectivos sobre el empedrado, en el tramo en que Libertador ya no es una avenida sino una línea cansada, amagando con desaparecer.
El Auditorium de San Isidro queda en el punto medio entre la catedral y la casa en que los Puccio guardaban a sus secuestrados. Ahí estaba yo de nuevo, inquieto en la vereda, subiendo y bajando el cuerpo con los tobillos, preguntándome si mis zapatillas, demasiado Adidas y demasiado verdes, no iban a contrarrestar el efecto invisibilizador de la remera blanca.
Mis ganas de estar ahí eran parejas con mis ganas de escapar, aunque cuando Ale abrió la puerta me di cuenta de que por lo menos estaba contento de verlo. Lo vi saludando a los otros primero y era el mismo de antes: la cara redonda, el pelo negro cayendo en curva hacia atrás, la barba atrás de la piel queriendo asomarse. Me hizo pensar que siempre buscamos en la cara la esencia de las personas que no vemos hace tiempo, y creemos reconocerlas iguales a como estaban guardadas en la memoria, tal como las habíamos dejado, como si la porción de vida que nos perdimos no las hubiera cambiado, pero es más probable que la imagen nueva que vemos se conecte con la que teníamos y que cuando esa conexión se produce prevalezca la actual y perdamos las diferencias, que ya no importan, o importan tanto que las ignoramos porque son un signo demasiado crudo de que el tiempo, la sucesión imparable de futuros, nos convirtió en otros. Está igual, pensamos, porque nos conviene que no haya pasado nada en el otro, pero sobre todo en nosotros mismos. En el saludo me di cuenta que tenía el pelo más corto y algunas canas, y por su aceleración y el bolso que le cruzaba el pecho en diagonal entendí que llegaba con lo justo a empezar la clase.
Entramos en fila por el pasillo oscuro de la sala, atravesando por el costado las butacas vacías hacia el escenario iluminado, donde ya estaba armado el semicírculo de sillas blancas de jardín. Algunos ya se habían saludado en la vereda, y yo aproveché el momento de acomodamiento general para anunciarme con un gesto leve del brazo y la inclinación tímida del cuello mientras ocupaba el lugar libre de la punta. Me pareció que no hacía falta más educación que esa. Conté ocho personas sentadas y cinco sillas vacías, además de Ale, que puso una para él en el centro del escenario, de frente al semicírculo.
– Bueno, cómo andan –arrancó–. Preguntas sobre la última clase.
Esa apertura ya calmó mi ansiedad porque había supuesto que él me iba a presentar y que yo iba a tener que decir algo como soy José, tengo 28 años, trabándome en la cantidad de puntos suspensivos que se abren después de eso: vivo solo en un departamento de Las Lomas, trabajo en Philip Morris, no sé por qué estoy acá. Por qué carajo estoy acá. Esa fragilidad expuesta de las rondas terapéuticas de las películas, que aunque no fuera terapia, como en este caso, tenía ese vacío en común: la aceptación de que me falta algo, el pudor de que vine a buscarlo acá.
En lugar de eso, la línea de Ale acentuó en mí la conciencia de estar en un grupo que no era mío y que había tenido varias clases desde marzo, pero también la comprensión de que al entrar en algo que ya rodaba me estaba poniendo a rodar con ellos, sin fase de acostumbramiento, quizás sin escapatoria.
Habló primero una voz grave, un tipo alto y canoso que parecía estar conteniendo la exaltación desde el jueves pasado, queriendo que le preguntaran. Dijo que se había divertido mucho y se refirió implícitamente a una improvisación en la que había hecho de panadero. Hizo el gesto de amasar una baguette con las dos manos y los demás se acordaron y se rieron. Después una chica de pollera escocesa que podía ser de cualquier colegio de San Isidro dijo que no entendía bien lo de actuar la circunstancia y Ale dijo que llevaba tiempo, que recién iban cinco clases, que venía bien. Que el hecho de que preguntara significaba que ya estaba entendiendo.
– Si en la escena se pone a llover –le explicó–, te tiene que pasar algo. El agua te tiene que modificar y el espectador tiene que ver la lluvia por lo que vos hacés. Eso es actuar la circunstancia.
Me alivió escuchar algo que ya sabía, aunque dudé si lo hubiera podido contestar yo solo, si realmente era un aprendizaje que me iba a diferenciar de los nuevos o si sólo me iba servir como una jactancia teórica que ni siquiera me convenía explicitar. Me acordé de lo que me costaba todo eso: escuchar lo que estaba pasando en la escena, ceder el control, aplacar la ansiedad de concretar las ideas geniales de mi imaginación cuando la situación pedía otra cosa.
Aumentar el nivel de escucha. Esa era la anotación de mi cuaderno, con mi letra de hace dos años en la última hoja usada, llena de dibujos alrededor: un parlante, un tipito agarrándose la cabeza, algo parecido a un hipopótamo y algo como unas tetas o los círculos de una maquinaria sin terminar, una tira de asociación libre que ahora no tenía sentido, llena de marcas que no podía reconocer como hechas por mí, aunque me acordaba perfectamente de los ratos de distracción, iguales a los del colegio o los de la facultad, que me llevaban a hacer esas cosas mientras el profesor hablaba y yo escuchaba a medias.
Alguien preguntó por qué éramos tan pocos y Ale dijo que Inés y Verónica habían avisado que no venían y que de Martín y de Sonia no sabía nada. Después nos paramos y arrancó el ejercicio de calentamiento. Caminé por el espacio esquivando a los demás, desconfiando de mí mismo en esa situación, preguntándome qué hacía ahí de nuevo, tratando de concentrarme en la voz engripada de Ale. Chequear el cuerpo, elongar los músculos trabados, que la caminata no se vuelva la ronda automática de los presos, cambiar las direcciones, decidir. Emitir sonidos, ponerle palabras a las articulaciones, ir aumentando la velocidad, todo para hacer de la propia anatomía un instrumento disponible para actuar.
Para el armado de las escenas me tocó con un tipo grandote y sin mucho pelo que se llamó Damián cuando me dio la mano y me miró con los ojos bien abiertos. Me costó descifrar una edad en esa cara atenta y pensé que en la escena podía ser mi padre pero también podía ser mi hermano. Fuimos empleados de una pizzería, enojados con un jefe ausente, compitiendo por la hija mientras amasábamos y picábamos cebolla. Damián era tan bueno que me tenté un par de veces cuando amenazó con tirarme harina y en la desconcentración de la risa me sentí tímido, oxidado del oficio, preguntándome qué estarían viendo los que estaban viendo, lo lejos que estarían de darse cuenta de que yo era un alumno de antes, que sabía improvisar. Después se me ocurrió ser celíaco y actuar una reacción alérgica por la harina flotando en el aire, confesándole a mi compañero que había entrado a la pizzería para ganarme a la pendeja y que mi misión era el doble de difícil porque en el laburo de llamarle la atención convivía con las partículas que me iban matando de a poco. No sé cómo pero la escena terminó con Damián subido a caballito sobre mi espalda, pasándome masa de pizza por la cara y pude sentir, en la bifurcación de la mente, mientras corría de una punta a la otra para sacármelo de encima, al resto matándose de risa.
– Ahí la escena tomó vuelo –me dijo Ale en la devolución–. Si estás pensando “ahora voy a hacer esto”, no estás actuando. Es mucho más importante escuchar lo que está pasando que lo que vos tenés para decir.
Cuando volví a casa hice los siete pasos del balcón ida y vuelta y varias veces y volví a entrar. Tenía a mano en el recuerdo ese estado de euforia que el cuerpo deja arriba del escenario y que la mente tarda más en evaporar. Es una fuerza de dominación sobre el mundo que requiere la aceptación lenta de que el día termina acá y de que la invasión y la conquista quedan para mañana, aunque uno sabe que ese impulso se va a perder en el sueño y que mañana va a costar lo mismo que siempre lavarse los dientes, despegarse las lagañas para abrir los ojos del todo, sentarse en el charter hacia el centro, dejarse llevar. Intenté esa rendición progresiva mirando una temporada vieja de The Office pero el cerebro se me corría hacia la escena con Damián y me hacía pensar que tenía que escribirla, que con un poco de imaginación y letra podía convertirla en una obra. Creo que me dormí proyectando el segundo acto.
JS