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Rosario narco: El negocio del crimen organizado

Tapa del nuevo libro de Osvaldo Aguirre, "Rosario narco: el negocio del crimen organizado"

Osvaldo Aguirre

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El único cártel que conocí en las drogas es la policía de Santa Fe.

Jorge Halford, condenado por comercio de estupefacientes

Introducción

La ciudad tomada 

how cocaine created Argentina’s first narcocity.

The Guardian, 13 de junio de 2024

Gusti es el que pide el trabajo y el que va a pagarlo. Así lo llama, un trabajo, y agrega que hay plata y se paga en el momento. Dylan y Catriel tienen 15 años y acuden a su casa en el barrio Tiro Suizo llevados por otro chico, al que conocen como Matute, un amigo.

—Hay que matar a uno —dice Gusti.

—¿A quién? —le preguntan.

—A cualquiera —contesta Gusti—. Hay que matar a uno cualquiera —repite— y dejar una carta.

Esa noche Central juega contra Vélez en Buenos Aires. Hay que aprovechar ese momento, porque la policía se acovacha para mirar el partido por televisión.

El trabajo se paga apenas realizado. Contra entrega del cadáver, podría decirse. La plata viene del búnker que está a la vuelta de la casa, una edificación precaria que todavía funciona como quiosco de drogas a pesar de haber sido escenario del crimen de una chica de 21 años, de allanamientos policiales y de balaceras de la competencia en esa zona del sur de Rosario a la que se conoce como Fuerte Apache.

Gusti les entrega una pistola 9 milímetros y un papel con una nota manuscrita. “Pullaro, Cococcioni, dejen de verduguear a los alto perfil”, dice el mensaje, en alusión al gobernador de la provincia, al ministro de Seguridad y Justicia y a los presos considerados de máxima peligrosidad en la cárcel de Piñero.

Dos días antes, Maximiliano Pullaro y Pablo Cococcioni habían publicado en Instagram fotografías y videos donde los presos aparecían semidesnudos, sentados en el piso y cabizbajos, al estilo que impuso el presidente salvadoreño Nayib Bukele. “No vamos a retroceder ante las amenazas. Si no lo entienden, cada vez la van a pasar peor”, advertía el gobernador.

Las amenazas se suceden desde diciembre, cuando Pullaro asumió el gobierno de la provincia y ordenó medidas que endurecen las condiciones de detención de los presos: restricción de visitas, aislamiento, prohibición de recibir paquetes con alimentos, requisas sorpresivas. Son mensajes que rubrican balaceras contra escuelas y el tiroteo contra un colectivo que transporta empleados del Servicio Penitenciario de la provincia, en la zona norte de Rosario.

Los presos de alto perfil ya la están pasando peor, porque, apenas la noticia de la balacera contra el colectivo llega a la cárcel de Piñero, son sacados de los pabellones 7 y 8. Los guardias torturan a los presos con picana eléctrica y submarino seco; les arrojan lavandina y gas pimienta a la cara; los hacen caminar mientras los golpean, lo que se llama puente humano en la jerga; les pegan con cables y con toallas. Las denuncias serán desestimadas por el juez Rafael Coria, pese a que el informe médico comprueba lesiones en la mayoría de los reclusos.

Héctor Raúl Figueroa tiene 43 años y trabaja como peón de taxi en horario nocturno. A las 21:30 del 5 de marzo de 2024, Catriel le hace señas en la esquina de bulevar Oroño y bulevar Avellaneda.

—Voy hasta Flammarion —dice Catriel.

Son apenas siete cuadras. Flores lleva al pasajero en el asiento delantero del auto, un Fiat Cronos, y cuando está por cobrar el viaje aparece Dylan por el lado del conductor.

Dylan empuña la pistola 9 milímetros que recibió para el trabajo y hace nueve disparos consecutivos, sin pronunciar palabra. Será un asesino mudo. El taxista muere en el acto; Catriel recibe el roce de un proyectil en la panza y, en el apuro por bajar del auto, pierde una zapatilla y se olvida de dejar la nota con la amenaza a Pullaro y Cococcioni.

Los chicos se pierden en la oscuridad. En la escena quedan vainas que tienen la inscripción “Policía de Santa Fe” y una zapatilla de talle 38 color blanco. El sindicato de peones de taxi declara un paro en duelo por el asesinato de Figueroa que será acatado a medias por los choferes; el ministro Cococcioni dice que ningún indicio vincula el crimen con las humillaciones a los presos de alto perfil en Piñero.

En Buenos Aires, Central pierde contra Vélez uno a cero. La policía vuelve a las calles de Rosario.

El pago por lo que llaman “trabajo” son 200.000 pesos para cada uno. Catriel le da la mitad de la plata a su mamá y con el resto se compra un par de zapatillas para reemplazar la que perdió y algo de ropa. Dylan devuelve el arma, se tiñe el pelo de blanco e invita a su novia y a un amigo, Michael, de 16 años, a comer en el shopping Alto Rosario.

Dylan está todavía en el paseo de compras cuando Gusti se comunica por teléfono:

—Tengo otro trabajo. Como el otro, matan y se van.

Como el otro, también, se trata de matar a cualquiera. Puede ser un taxista o el que crean conveniente. Dylan vuelve a recibir la pistola 9 milímetros, irá y apretará el gatillo donde le digan. La moneda de la muerte gira en el aire: pedirán un auto a un radiotaxi y tendrá que dispararle al que acuda al llamado.

El pedido ingresa a una aplicación de radiotaxi en la noche del 6 de marzo. Diego Alejandro Celentano tiene 33 años y una hija de 4. Con su esposa, se ganan la vida manejando un taxi desde que ambos se quedaron sin trabajo en el casino City Center. En la puerta de la casa, cuando vuelve de cenar con su familia y casi da por terminada su jornada, recibe el aviso para tomar un viaje en Lamadrid al 400 bis.

—No vayas —le dice la mujer—. En la aplicación sale que es una zona roja.

—Es en la puerta del Coto —responde Celentano—. Necesitamos trabajar. Quedate tranquila.

El taxista se despide de su esposa y va a la dirección indicada. Allí lo esperan Dylan y Michael.

Los pasajeros se hacen llevar unas cuadras hasta que Celentano se detiene en un cruce de calles. Dylan aprovecha el momento y le dispara por la espalda, a la cabeza, sin palabras.

La tragedia se repite: Celentano muere al instante; en la fuga, Michael pierde una zapatilla Nike negra que la policía encuentra al lado del auto, un Volkswagen Voyage; los asesinos cobran 200.000 pesos cada uno.

Al día siguiente, Dylan vuelve con su novia de paseo al shopping Alto Rosario. La policía trata de atar cabos, pero son cabos muy débiles: la coincidencia de las zapatillas hace pensar en un mensaje, pero nadie sabe decir qué significaría tal mensaje; las vainas recolectadas en el segundo crimen también son de municiones de la policía y no hay explicaciones oficiales; la empresa de radiotaxi fue mencionada de manera lateral en un crimen cinco años antes, pero no surge más que otra coincidencia.

Los taxistas vuelven al paro; un grupo de choferes se presenta en la Municipalidad de Rosario e insulta a los concejales cuando ingresan a una sesión del Concejo Municipal.

Una hora después del asesinato de Celentano, en la zona oeste de Rosario, un chofer de la línea de colectivos 122 ve pasar a su lado una moto Honda Twister ocupada por dos hombres. Y ve que el acompañante es muy joven, un adolescente, y tiene un arma de fuego.

El chico que viaja en la moto se vuelve en dirección al chofer y empieza a disparar. Tres, cuatro proyectiles impactan en el frente del colectivo, pero, cuando apunta al chofer, el arma se traba.

El chofer no denuncia el ataque, que se produce en las calles Cerrito y México, cerca de la punta de línea, cuando el colectivo ya está vacío. Y al día siguiente, a unas diez cuadras del lugar, la misma moto y los mismos ocupantes salen a calle Mendoza y eligen el primer transporte público que se les cruza por el camino: un trolebús de la línea K que conduce Marcos Iván Daloia, de 39 años, padre de tres niños.

El trabajo ha sido encargado por un tal Franco, que a su vez sigue instrucciones recibidas desde una cárcel. Esta vez se aseguraron de que el arma funcione. Y cambian de método para asegurar también los resultados. La moto sobrepasa al trolebús y toma un poco de distancia. El acompañante baja en la parada siguiente y le hace señas a Daloia para que pare.

Hay un testigo que observa la situación. El joven que acaba de subir al coche tiene 16 o 17 años. Daloia alcanza a manejar una cuadra; el joven se pone a su lado y le hace un disparo a quemarropa, por la espalda.

El testigo ve que el asesino baja de un salto a la calle. La moto pasa a buscarlo y, en la fuga, cuando salen de la calle Mendoza, casi chocan con una camioneta de la Gendarmería que recorre el barrio. Los gendarmes son parte de las fuerzas federales que patrullan la ciudad para llevar tranquilidad a los vecinos, pero no prestan atención a los ocupantes de la moto. Daloia es llevado al Hospital de Emergencias: la bala ingresó por el cuello.

—Hay trabajo —dice Gusti, en el otro punto de la ciudad—. Hay más trabajo.

Ahora se trata de producir un tiroteo. El menú de opciones indica como objetivos un camión recolector de residuos, una comisaría o bien una farmacia. Esta vez se encarga Matute, con la misma pistola utilizada para matar a los taxistas.

Matute sale en moto para cumplir el encargo. En pocas horas, antes de la muerte de Daloia en la sala de terapia intensiva del Hospital de Emergencias, los gremios del transporte declaran un paro por tiempo indeterminado y Rosario queda paralizada. Tampoco hay clases en las escuelas ni recolección de residuos.

No hay ningún recolector de basura a la vista. Tampoco una farmacia. Matute pasa frente a la Comisaría 15ª, extrae la pistola y dispara contra el frente: como una especie de boomerang, balas que fueron compradas para uso de la policía son utilizadas para atacar a la propia fuerza. Ningún policía sale a la calle, como si la comisaría estuviera abandonada.

El sábado a la mañana aparece una sábana blanca colgada en el puente de avenida de Circunvalación sobre el bulevar Oroño, en el ingreso a Rosario por la ruta 9. Dice: “Pullaro y Cococcioni se metieron con nuestros hijos y familia. Van a seguir las muertes de inocentes, taxistas, colectiveros, basureros y comerciantes”.

—Hay trabajo —dice Gusti—. Esto es para hacer en otra parte.

El pedido viene de la zona oeste, donde fue atacado Daloia. Se requiere un sicario. El que baleó al chofer de la línea K se fue de su casa y dejó de ser visto por el barrio.

El elegido es Dylan. Pero el chico no está convencido. Ya trabajó demasiado, no conoce el barrio donde tendría que cumplir el encargo y el gobierno provincial ofrece una recompensa de diez millones de pesos a cambio de datos sobre los asesinatos de los trabajadores.

Gusti lo convence:

—Vos perdiste una moto que era mía —dice—. Me la tenés que pagar.

Dylan se queda sin respuesta. En efecto, unos días antes se encontró con un control policial y optó por abandonar la moto en la que iba y escapar a pie, porque andaba con un arma.

—Te vas a encontrar con un amigo, Franco —dice Gusti—. Él te va a explicar.

El 9 de marzo, Dylan toma un Uber desde Tiro Suizo hasta una dirección en el barrio Santa Lucía. Es un viaje de quince minutos. La dirección corresponde a la casa de Franco, que no puede andar por la calle porque está involucrado en la investigación de un asesinato y tiene una tobillera electrónica.

Franco paga el viaje. Tienen que esperar las instrucciones. A las 23 reciben una videollamada desde la cárcel de Ezeiza. En la pantalla aparece el rostro de un hombre de unos 35 años, de pelo corto, barba en el mentón y un tatuaje que le surca la cara.

El hombre transmite una orden: matar a alguien en una estación de servicio y dejar un mensaje escrito. Franco se encargará de lo necesario para llevar a cabo el trabajo y hará el pago.

Dylan recibe una pistola Taurus 9 milímetros y un cartón con un mensaje escrito con birome. El cartel dice:

Esta guerra no es por territorio es contra Pullaro y Cococcioni. Así como nosotros llegamos a 300 muertos, estando unidos vamos a matar más inocentes por año. Nosotros no queremos celulares queremos nuestros derechos ver a nuestros hijos y familia y que se respeten. No queremos negociar nada. Queremos nuestros derechos. Esto para todos los presos, pabellones y cárcel. Basta de seguir humillando con la familia. Pullaro y Cococcioni carguen con muertes inocentes.

Atte: Zona Norte, Zona Sur, Zona Oeste, Unidos.

A diferencia de otros, trazados en forma muy tosca, el mensaje parece redactado por alguien que tiene o tuvo escolaridad y respeta ciertas reglas de la lengua, como las de la sintaxis y la ortografía. El mensaje, además, refiere a las estadísticas sobre homicidios dolosos en la provincia (“llegamos a 300 muertos”: en 2023 hubo 259 crímenes en Rosario y 395 en la provincia) y responde a comentarios periodísticos y versiones del gobierno provincial sobre el motivo de los crímenes. La firma, por último, agrega otro factor al miedo que paraliza la ciudad y dispara especulaciones sobre una alianza criminal que se propone desestabilizar al gobernador Pullaro.

Franco explica que un hombre al que llama el Viejo se encargará de llevar a Dylan hasta el objetivo. La llamada termina, el hombre de la cara tatuada se despide diciendo que espera enterarse al día siguiente, por la televisión, de que la orden ha sido cumplida.

El Viejo espera en la calle. Está en un Fiat Duna descolorido y chocado en la parte trasera. Acaba de cargar unos bidones con nafta y un bolso con una muda de ropa. Dylan sube del lado del acompañante.

La estación de servicio más cercana queda a unas diez cuadras, en las calles Mendoza y Donado. Es una estación Puma. Cerca de la medianoche, casi no hay gente por la calle. Pasan por el lugar y ven que hay un camión en los surtidores y solo un empleado, el playero; el Viejo da una vuelta a la manzana y estaciona por Mendoza.

 Dylan recordará así el momento:

—Me bajé. Caminé. Pensé si lo hacía o no lo hacía. Había un camión cargando gasoil.

Tal vez en ese momento recordó a su novia; ella estaba contenta después del paseo por el shopping, él le había regalado una cadenita y una caja de alfajores para que llevara a su casa. O tal vez se le cruzó Gusti por la cabeza y el reclamo por la moto.

—Pensé si lo hacía o no lo hacía. Vi que el pibe de la estación cargaba gasoil. Pensé que podía explotar todo si le tiraba ahí. Me acomodé en lo oscuro y esperé.

El camión se retira y el playero, Bruno Nicolás Bussanich, se introduce en una oficina pequeña, al lado del salón de ventas de la estación, que está cerrado.

Una cámara de vigilancia toma a Dylan por atrás. La imagen permite ver que apura el paso hacia la oficina en momentos en que el playero carga los datos de la última venta en una computadora. Dylan viste una campera liviana con capucha de color azul, pantalón corto negro y sandalias. Cuando saca el arma, el mensaje con las amenazas cae al piso sin que se dé cuenta.

Bruno Nicolás Bussanich tiene 26 años, vive en pareja y tiene un hijo de 2 años. Hace tres meses que trabaja en la estación y está completamente desprevenido; silba, abstraído en la computadora, cuando Dylan abre de golpe la puerta.

—Fui, tiré y volví al auto —dice Dylan, más tarde, sin más detalles.

Bussanich recibe dos disparos en el pecho y otro en la cabeza; muere en el acto. Dylan no dice nada antes de ejecutarlo; solo dispara y se va corriendo.

El Viejo conduce el auto una cuadra por la avenida de Circunvalación, sale por una colectora hacia un descampado y le dice a Dylan que seguirán a pie hasta la casa de Franco. Le da la muda que lleva en el bolso para que se cambie, vacía los bidones de nafta sobre el capot del auto y lo prende fuego con la ropa que se sacó Dylan.

Otra cámara de vigilancia toma a Dylan de frente y desde arriba en la oficina de la estación. La imagen del momento en que dispara sobre Bruno Bussanich se amplía y a partir del día siguiente aparece una y otra vez en la televisión, en los portales de noticias, en las redes sociales, en cámara lenta y congelada en un primer plano en el que alcanza a verse parte de la cara de Dylan. Tiene la boca entreabierta, como si le faltara el aire, y una mirada en la que se mezclan el susto y el asombro por lo que va a hacer, por lo que hace. Se ofrece una recompensa para quienes aporten datos fehacientes.

Al día siguiente, Dylan recibe 400.000 pesos. Y así como los recibe se los entrega a Gusti. No tiene deudas, le dice a un amigo del pasillo del Fuerte Apache rosarino. El gobierno nacional anuncia que el Ejército se incorpora a la lucha contra el crimen organizado en Rosario; el provincial organiza un comité de crisis y un equipo especial de fiscales.

Los crímenes sintetizan y exponen factores de la inseguridad crónica que padece la ciudad: el enfrentamiento de las bandas narcocriminales con el Estado; el sentido constructivo de la violencia como forma de imponerse en el mercado de las drogas y como validación de autoridad y fuente de prestigio; la proliferación de armas y municiones, de los que la policía provincial es un proveedor; la persistencia de políticas punitivistas que no hacen caso del fracaso de la cárcel para interrumpir los circuitos del delito ni de la insuficiencia de las fuerzas federales para sentar la presencia de la ley; la utilización de adolescentes y niños como mano de obra descartable para homicidios y balaceras.

Pero la historia de Dylan circula en el barrio y llega hasta una vecina que, además, lo ha reconocido en la televisión. Conoce a la familia del chico, pero diez millones de pesos es mucho dinero. La vecina llama a un teléfono del Centro de Justicia Penal y cuenta lo que sabe, lo que escuchó, el rumor cada vez más alto en el Fuerte Apache rosarino. La comunicación coincide con otra del testigo del ataque contra Marcos Daloia, que siguió a los agresores y observó que se ocultaban en una casa, a la vuelta de la calle Mendoza.

En pocas horas, la fiscalía allana los domicilios indicados y detiene a Gusti, a Franco, a Dylan, a Michael, a Catriel. Rosario ha sido paralizada por una sucesión de crímenes perpetrados por chicos que tienen entre 15 y 17 años y que pudieron filtrarse una y otra vez en la vigilancia urbana, entre los gendarmes, los policías provinciales y federales, los operativos de saturación y los controles callejeros. Los instigadores se desdibujan en el trasfondo de la escena.

El equipo de fiscales acelera la investigación. Los menores quedan bajo tutela judicial. Un preso, Alejandro Isaías Núñez, es imputado como instigador de los crímenes de los taxistas, aunque el abogado defensor sostiene que nunca pudo transmitir órdenes porque estaba bajo régimen de aislamiento en la cárcel de Piñero. Otro preso en la cárcel federal de Ezeiza, Claudio Mansilla, lleva la cara tatuada como el preso que encargó el asesinato del chofer Daloia y tiene antecedentes por doble homicidio; el dato y el currículum no alcanzan para una acusación formal. Hay sospechas contra Esteban Lindor Alvarado, también preso en Ezeiza, pero tienen todavía menos fundamentos y parecen destinadas a activar los comentarios periodísticos sobre un personaje reconocido como jefe de una organización criminal.

El gobierno de Santa Fe proclama que el crimen organizado no le torció el brazo. Que será duro, muy duro, con los presos que pretendan controlar la cárcel y la calle. Que es necesario bajar la edad de punibilidad de los menores, que no debe haber un límite porque el que mata sabe lo que hace, tenga la edad que tenga.

El caso de los crímenes de trabajadores parece cerrado. Subsisten preguntas sin respuesta. ¿Cómo llegaron las balas de la policía a la banda de criminales? ¿Dónde están los atacantes del chofer Daloia? ¿Quién ordenó los crímenes? Si fueron presos, ¿cómo pudieron hacerlo, qué complicidades existieron? ¿Cómo es posible que adolescentes y niños se conviertan en sicarios? ¿Cómo empezó esta historia?

OA/CRM

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