OPINIÓN

Una fiesta austera en la ciudad pavo real y la soledad de Ecuador versus el VAR

20 de noviembre de 2022 20:07 h

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Empezó otro Mundial. El calendario de la eternidad no se va a alterar por este tipo de insignificancias ocurridas cada un pestañeo de cuatro años, pero la vida de quienes adoran el fútbol se suspende y se reemplaza por un fixture que tiene en su programación el único mundo en el que vale la pena vivir.

El acto de inauguración fue relativamente austero teniendo en cuenta el derrame de lujos en cascada que se asocian con Qatar. En especial, por el poco tiempo que duró. Apenas cuarenta minutos de rituales coreográficos y folclóricos en los que se subrayó con desesperación un discurso de simpatía por la tolerancia, los intercambios en la diferencia y la honra al ecumenismo que la FIFA se adjudica a sí misma para darle a su marca el efecto desinteresado de una ONG.

La aparición de Morgan Freeman como maestro de ceremonia incrustó de entrada una ficha de prestigio en el desierto bajo el formato “alfombra roja”. A través de él no solo estuvieron presentes Hollywood, los Oscars y los negros nacidos y criados contra el racismo de Mississippi. También estuvieron allí los recuerdos de su participación en videos institucionales de Amnesty International, su trabajo de gonzo en la Historia de Dios de History Channel y su recordada composición de Dios en Todopoderoso, de Tom Shadyak.

El choque de manos entre Freeman y Ghanim Al-Muftah, que tuvo algo de La Creación de Adán, de Miguel Ángel, fue el momento de mayor impacto de la ceremonia que por su género, escala y tradición ha estado siempre persiguiendo que se diga de ella que hemos visto algo ya no bueno o malo sino im-pre-sio-nan-te. Ghanim Al-Muftah es un streamer qatarí de 19 años que nació con síndrome de regresión caudal en su variante sirenomelia. A su cuerpo le falta la parte inferior. Por supuesto, acabo de enterarme de esto extrayéndolo de la bandeja servida de Google, pero me contrataron como periodista y es deber de la profesión hablar de lo que ignoro, con la salvedad de hacerlo como si supiera. Lo que no voy a hacer es juzgar la escena, ni a quienes decidieron instalarla. No tengo opinión sobre el asunto (ni siquiera tengo que reservármela).   

La presencia de Freeman también sirvió para recortar en buena medida el desaire de varios músicos invitados, que armaron una huelga en el corazón del show business contra las ofertas de la FIFA. Los nombres de Shakira, Dua Lipa y Rod Steward entraron por una puerta de la tienda de Gianni Infantino y salieron invictos por la otra en busca de empleadores de Bien. Quedaron en pie Jungkook, de BTS, y Fahad Al Kubaisi, cantando “Dreamers”, la canzonetta emo del Qatar 2022, rodeados del habitual despliegue de coreografías inspiradas en la disciplina marcial, los coros wagnerianos, el desfile de banderas y mascotas, los cuadros de circos y la consabida danza de fuegos artificiales que derritieron los techos del Al Bayt con un calor de plancheta.  

Y gobernando el espectáculo, tutelándolo, saturando de resplandores la noche cerrada del Golfo, ella, la máxima figura de Doha que tanto clarea la extraordinaria Biblioteca Nacional de Qatar como el skyline del Corniche, las barras de tragos de los hoteles de lujo de La Perla y las estructuras de los puentes: la iluminación led, fetiche que ha hecho de la ciudad un pavo real eléctrico.

Luego empezó el partido más descompensado de la historia de los Mundiales si se lo observa desde una perspectiva vinculada el deseo de estar. La Selección de Qatar no fue a la cita. Estuvieron, sí, sus camisetas numeradas, los guantes de su arquero, los cordones atados de los botines también de leds. Pero no hubo presencia humana. La falta de confianza, concentración, pasión e inteligencia para resistirse a Ecuador enciende las alarmas de la autoestima. Con esa actitud inane, la humanidad podría desaparecer en una semana.  

El único soldado que se plantó para defender la camiseta local fue el dealer del VAR, que anuló el primer gol de Valencia por causas que la FIFA quizás desclasifique con un mea culpa en trescientos años, como suele hacer el Vaticano con las denuncias de pedofilia. La repetición se hizo esperar, y cuando apareció en las pantallas lo hizo a través de una simulación del llamado VAR “automático”, con unos muñecos digitales similares a los maniquís de dibujo. Una vez hecho el favor, se acabó el hándicap.

El equipo de Gustavo Alfaro intuyó un horizonte caribeño -con hamacas paraguayas y reggae- y ocupó con soltura el territorio que le concedió el anfitrión más atento de los veintidós mundiales. Atacó un poco, no más, basándose en los errores de aficionados aterrados de los defensores qataríes, excepto Hassan, que por momentos parecía volver a la vida bajo la mirada vidriosa de sus compañeros.

A Ecuador le alcanzó con que se pasaran la pelota Méndez y Caicedo, y que Valencia hiciera un poco de acto de presencia cerca de Al-Sheeb, cuyo arco tiene los índices de inseguridad más altos de Medio Oriente.

Con semejante panorama el público qatarí dejó vacías las tribunas mucho antes de que el partido terminara. Era lo mínimo que había que hacer. Corté la cara de tormenta de arena de un hincha que se iba y la copié en el diccionario Reverso, que la tradujo así: “Qué manga de pechos fríos”.

JJB

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