Lo que no puede hacer una máquina

Hace bastante que estoy tratando de ver música en vivo con más frecuencia, incluso varias veces por semana. Es un poco como volver a los diecisiete, cuando todos tus amigos y los amigos de tus amigos tenían una banda o habían escuchado hablar sobre alguna banda y las ibas a ver a veces por obligación, a veces por curiosidad, a veces para pasar el rato.
Es un poco parte de mi búsqueda para nada especial ni excepcional, porque está todo el mundo en la misma, de usar menos el teléfono. Pienso en la cuestión de la procrastinación, problema que tengo, como todo el mundo, pero en una medida muy controlada; siempre digo lo mismo, que si una está conectada eróticamente con algo esa pulsión de vida en algún momento le gana al demonio ese que hace que la cabeza te pese en la almohada.
Pensé que la solución a la adicción al teléfono, problema que sí tengo en una medida muy descontrolada, debía ser parecida. No se trata tanto de prohibirse el teléfono como de organizarse para hacer cosas que auténticamente te interesen. El cansancio es una trampa: decimos que estamos demasiado sobreexplotados para ir a escuchar al bar donde toca no sé quién y nos quedamos en casa scrolleando hasta las 4 de la mañana, para terminar sintiéndonos culpables, inútiles y envidiosos de lo que sea que nos mantuvo en Instagram hasta la madrugada.
No me gusta ponerlo en términos imperativos, más porque suenan a autoayuda que por algún tono autoritario, pero no se me ocurre nada más preciso: hay que ganar la guerra contra la supuesta comodidad, vestirse, ponerse las zapatillas, levantarse, saludar.
Cuestión que entonces en los últimos días fui a escuchar bastante música. Cosas chiquitas, no me gustan demasiado los festivales grandes y hace años ya que las estrellas que traen esos festivales rara vez me interesan lo suficiente como para aguantarme uno (la última vez fue el Primavera Sound al que vino Björk). Fui a una escucha del nuevo disco de Fonso y Las Paritarias, al debut del nuevo proyecto del trompetista Richard Nant y a un espectáculo musical en Centro de Experimentación del Teatro Colón que tenía por protagonistas, por primera vez, a los trabajadores técnicos del teatro. Disfruté los tres eventos, y de todos aprendí algo.
Tengo el disco nuevo de Fonso y Las Paritarias (que se llama igual que ellos) en loop en el estéreo del auto. Me gusta lo que armaron: colores del rock de los 80 y de los 90, sonidos sucios pero muy cuidados, rockandroles y baladas (muy lindas las baladas, qué suerte que estén volviendo) y letras ingeniosas, bien de época, que van del humor y la ironía a la sinceridad inocente que pega la vuelta. Hay incluso una zamba, mucho juego con la argentinidad tanto ahí como en los temas más rockeros que recuerdan a los Ratones Paranoicos; y también, sin pudor, influencias más poperas que pueden venir de Soda Stereo o Charly García, pero también de bandas que los influyeron a ellos, The Police y esa clase de cosas.
Es potente y guitarrero el disco, pero así como no le teme a las baladas ni a los ochentas tampoco le teme a lo femenino; la voz de la bajista suma un color medio Velvet Underground a los temas en los que aparece, y más allá incluso de la voz de ella, no hay una impostación de masculinidad en la estética del disco, ni en la voz grave y discreta de Fonso. Es un disco trabajado y honesto, que es fresco y nuevo porque se acaba de hacer con trabajo y honestidad: no necesita, entonces, probar que es fresco y nuevo, simplemente lo es.
Sentí algo parecido en el concierto de Shaolin, la banda de Richard Nant, histórico trompetista de La Bomba de Tiempo. Nant retoma, comandando a un conjunto de jóvenes con mucho protagonismo de los vientos (y tocando, él mismo, lo que quiere) la idea de la Bomba de la improvisación con señas, pero con una orientación más hacia cerrar los ojos y experimentar lo picante de la música que a bailar y entregarse a la fiesta.
Los temas, que se nutren del jazz y de los ritmos latinos pero también de unos matices rockeros que aparecen como por la ventana, empiezan como obras, vemos que los músicos leen partituras, pero las cosas van yéndose de control con la sensación de que nunca terminan de irse del todo, en la búsqueda e la mezcla perfecta entre una búsqueda consciente y un cierto darse al malentendido.
No queda del todo claro qué está escrito y qué es espontáneo; la música es buena, es linda de escuchar, compleja e interesante, y al mismo tiempo es lindo verla armarse; ni el juego es lo único divertido, ni la música es lo único divertido, las dos cosas funcionan, y eso no es fácil (mil veces a una le toca ver improvisaciones en las que los únicos que se divierten son los que están arriba del escenario).
Cuando pienso en las cosas que la inteligencia artificial no va a poder reemplazar y van a revalorizarse en los próximos años pienso mucho en la improvisación, la música que sucede en el presente; las improvisaciones que están hechas de acuerdos, pero también de los músicos que casualmente están sentados ahí en ese momento preciso Están hechas de la contingencia, de las canciones y los ritmos que ni esos artistas saben que recuerdan.
Y en esa misma línea, supongo, en la de lo que no puede hacer una máquina, está Experimentum Mundi, el espectáculo dirigido por Lucas Urdampilleta en el que diversos trabajadores del Teatro Colón (zapateros, albañiles, afiladores, hasta una cocinera) convierten sus oficios en una performance del ritmo y del cuerpo. La obra tiene dulzura, y a la vez tiene su humor: es gracioso ver el vocabulario de la música contemporánea utilizado como forma de volver extraños los trabajos más cotidianos. Se alcanza esa extrañeza, se logra la música, y a la vez nunca se pierde la idea de que lo que vemos son los trabajos de todos los días, la música urbana de un taller o de una cocina, la sensación de que el ritmo es justamente, eso que podemos hacer todos, aunque nunca hayamos leído una partitura y no podamos afinar ni el Feliz cumpleaños; el ritmo no es, en Experimentum Mundi, una cualidad de la música, sino que es una cualidad de la vida que toma prestada la música.
El vicio del columnista es encontrar lo común entre eventos que aparentemente no tienen nada en común, como estos tres, solo porque los tres sucedieron cerca de la columna que una que tiene que entregar. Pero, muchas veces, los vicios son buenos consejeros, y en este caso tengo la sensación de que lo que hermanó a los tres conciertos que escuché en estos días fue el deseo de experimentar con un lenguaje (sea el del rock, sea el del jazz, sea el de la música académica contemporánea) y entregarse a su potencial, sin empujarlo ni achatarse en lo que ese lenguaje ya trae de por sí.
Vivimos en una época nostálgica que, paradójicamente, no confía en las posibilidades innovadoras de sus tradiciones. A veces la música, en su relación con vocabularios no verbales, y así no tan ensuciados por la información, puede contestarle a esa falta de fe en el futuro con mucha más altura que las palabras.
TT/MF
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