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LECTURAS

El reino animal

Una mascota ejerce sobre ti su mínimo poder: tienes que alimentarla, pasearla, divertirla, mantenerla sana.

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Somos su reino: vivimos plagados de animales. 

Ahora que ya no los necesitamos, rebosamos de ellos.  

¿No los necesitamos? 

Deberé contar detalles de mi vida. Me desanima la autoficción casi tanto como la automicción o la automoción —que ya no puedo practicar. Pero no tengo forma de negar que estas líneas  serían muy diferentes si no hubiera entrado, semanas atrás, Tita en mi vida.  

Quizá se podría decir —porque quizá podría decirse casi todo— que los hombres empezaron a  ser hombres cuando inventaron una forma de relacionarse con los animales que ningún animal había ejercido antes. Digo: que esa relación diferente con los animales los hizo diferentes de  ellos. 

Hombres, digo. 

Los animales, incluidos los hombres, siempre se habían relacionado de esa manera laxa y terminante que pensamos como ley de la selva: el que pudiera se comía a quien pudiera. O se  escapaba o se ocultaba o lo acechaba o perseguía: todas interacciones puntuales y forzosas. Y  en cambio hubo un momento en que unos animales —los humanos— establecieron con otros una relación de dominio a largo plazo: los domesticaron. Consiguieron que tal zorro emperrado les cuidara la cueva, que tal caballo bayo los llevara o trajera, que tal oveja vieja ya no huyera al verlos y se dejara mandonear —para no hablar de sexo. Hubo, de pronto, unos animales que hacían con otros lo que ninguno antes había hecho, y así empezamos a hablar de animales: eran todos los demás, los que no podían hacer lo que estos sí podían. Eran, sobre todo, los que habían aceptado obedecerles a cambio de cierta protección, cierta comida, cierto acostumbramiento. Con esos animales, los hombres no solo se volvieron hombres; practicaron, además, las técnicas de dominación que terminarían en la fundación de los estados y demás extravagancias. 

Así que ahora tengo un gato —que es, en realidad, una gata. Tita se llama Tita para no llamarse Gatita y es un bicho que probablemente no pese medio kilo y lleva vivo menos de tres meses. Es de una raza que alguien inventó: se llama “bengalí” y se supone que la hicieron, décadas atrás, mezclando mucho gen de gato con una pizca de genes de leopardo, así que Tita tiene ese pelo amarillo con manchas negras que suelen dibujar esos felinos. Tita es bellísima, módicamente astuta, casi cariñosa y es, de algún modo, un animal bonsái: una reproducción en chiquitito de lo que debería ser mucho más grande —y, al ser pequeño, es posible y manejable. Amo a Tita y sé que es un invento: el estadio presente del asunto animal, en que ya no se trata de domesticar sino de inventar, de crear animales a medida. 

Amo a Tita, un gato que es, en realidad, una gata. Pero no creo que eso sea importante. Sospecho que la cuestión del sexo de los animales domésticos se parece a la del sexo de los ángeles. Un dueño o dueña tiene con su gato o gata relaciones sensuales: mimos, miradas, ronrones,  toqueteos. Y sin embargo no creo que esa sensualidad cambie según el género de los interesados: mi relación con Tita sería igual si se llamase Tito y fuera un gato. Son relaciones muy contemporáneas: fluidas, sensualidad más allá de los géneros. 

La miro y me fascina su belleza. La veo correr y saltar y no puedo creer su agilidad. Le rasco la cabeza y ella me muerde muy despacio, le rasco la pancita y ronronea. Nos miramos con caras que deberían decir algo y seguramente dicen algo, solo que no sabemos. 

Desde que el hombre se hizo hombre vivió rodeado de otras bestias: los animales, servidores de sus amos. Gallinas que les ponían los huevos, perros que les cuidaban las ovejas, gatos que les mataban ratas, vacunos que les daban leche y bosta y calor y trabajo, gansos que les  montaban guardia, caballos que los transportaban, halcones que les cazaban, burros, cabras, abejas, elefantes: los usaban para sobrevivir. Eran herramientas: cuando no se las comían, los hombres las manejaban para sus necesidades. Pero la mayoría fue reemplazada por máquinas —más eficaces, más fáciles, más limpias— y perdió su trabajo; lo conservan, por ahora, los que  serán comida.  

Y al mismo tiempo, en las últimas décadas, la mayoría de los hombres empezó a vivir en las grandes ciudades, alejados de presencias animales. En las ciudades pobres todavía quedan algunas: ratas, cucarachas, perros sueltos, gatos extraviados, un burro, una gallina, las vacas de la India; en las ricas, solo los pájaros y demás insectos y la enorme cantidad de perros y gatos cama adentro. Cuyos conchabos evolucionaron igual que el resto de la economía: su empleo ya  no está en la producción sino que se dedican a servicios; en concreto, el de la compañía. 

Saber que hay alguien, que en la sombra 

hay alguien, que hay alguien que hace 

ruidos, alguien, digamos algo, que en la sombra 

hay más que sombras y silencios. 

La relación es sensual y felizmente confusa: nadie nunca está seguro de lo que entiende su gata o su perro, y eso es lo mejor y lo peor que tienen. Según cómo: a veces tu animal es como un gran poema, al que le puedes hacer decir lo que querrías. A veces tu animal es un bloque de  madera que no entiende gestos o palabras tan fáciles. El otro día le señalé un trozo de comida con mi dedo índice y se quedó mirando el dedo índice: Tita, sin querer, me explicó algo. 

La comunicación con el animal siempre está teñida por ese halo de misterio: ¿qué coño entenderá, qué cuernos imagina? Es lo mismo que nos pasa con todos y cualquiera, solo que evidente y bien justificado. Y es fantástico convivir de tan cerca con alguien —algo— de quien  nunca sabrás qué está pensando.  

Con Tita conversamos: yo no puedo esperar —yo no debo esperar— que ella me conteste con  palabras, así que le contesto con maullidos. Igual que en muchas relaciones, nuestros diálogos son una botella al mar, el azar más extremo. Quizás ella sepa lo que me está diciendo; yo sé que  no lo sé y, menos aún, lo que le digo. 

En nuestras sociedades, entonces, los animales dejaron de ser necesidad, se volvieron capricho  —pero seguimos viviendo entre animales. Solo que ahora son puro despilfarro, otro de nuestros lujos. O, quizás, una medida de muchas soledades: los perros sirven, sobre todo, como vectores  de ese amor que tantos no saben a quién dar ni de quién recibir. Tratándose de amor, el negocio  es seguro. Dicen que hay, en todo el mundo, entre 800 y 900 millones de perros que consumen 100.000 millones de dólares al año en comidas y remedios y lacitos. Su situación —como la de los gatos— ha evolucionado igual que el resto de la economía del mundo. Queda dicho: los  animales que viven con personas ya no trabajan en el sector primario sino en el terciario, no en la producción sino en servicios; en concreto, el servicio de la compañía y el juego y el mimito. Por un lado, acompañan a los solos, dan a sus casas un toque de color y de calor; por otro, amalgaman familias: hoy es difícil concebir nada más familiar que una pareja con sus hijos y un perro, el gran amigo. 

Solo en los Estados Unidos hay un can cada cuatro individuos; en Europa hay uno cada diez, igual que en China. Cada año los ingleses, por ejemplo, se compran un millón de perros nuevos y se indignan porque muchos son contrabandeados desde criaderos en Europa Oriental que,  dicen, no cumplen con las reglas mínimas de sanidad y humanidad —de canidad no hablan. En un mundo asustado por la amenaza del ambiente, los perros producen unas 400.000 toneladas de mierda cada día. Y comen, comen, gastan, comen. 

(En la Tierra vivimos 8.000 millones de personas y solo 2.000 millones de perros y gatos: cuatro personas por cada animalito de servicio. Y hay muchas más cucarachas y ratas y moscas y mosquitos. Pero, dentro del mundo humano, lo que más hay es sin duda gallinas. El mundo  alberga, en cada momento, unos 30.000 millones de gallinas —que se renuevan todo el tiempo, matadas y criadas y matadas y criadas y matadas. Gallinas: hay por lo menos cuatro por cada humano, y seguimos creyendo que son nuestras. En realidad, las gallinas nos permiten intentar todos estos malabares para no desalentarnos; ellas son las que ocupan el mundo.) 

Corre detrás de un ratoncito verde hecho de hilos, lo revolea, se echa en el sillón, vuelve a correr, da saltos, se persigue la cola, se vuelve a echar y duerme unos minutos, se lava las patas con la lengua, se lava el morro con las patas, rasguña el almohadón, viene a que le haga mimos,  ronronea, sale disparada, busca su pote de agua, vuelve al sillón, se duerme otros minutos, se despierta, maúlla, corre hasta su arenero y hace caca, se ocupa de dejarla bien tapada, sale corriendo y encuentra de nuevo su ratón, lo zarandea, corre, salta, me mordisquea los tobillos y me maúlla, quiere comer, voy a tener que levantarme. 

Un animal doméstico es la quintaesencia de ese ocio que los humanos suelen desear —hasta  que lo consiguen. Un jubilado, digamos: alguien que no tiene más obligación que la de dejarse vivir, comer, dormir, pasarla pasablemente bien. Un gato o un perro hogareños son lo mismo  solo que no han trabajado 40 años para conseguirlo—: son entes que no precisan hacer ningún esfuerzo. Diferencia extrema: allí donde todos los otros animales, desde la hormiga al hipopótamo, pasan sus vidas intentando conseguir sus alimentos —y a eso dedican buena parte de su tiempo—, las mascotas tienen garantizada la comida regular, el techo, ciertos cuidados básicos. Algunos imaginan, al menos, que deben recompensar esa comida con algún modo del  cariño; otros —muchos gatos, sin duda— no actúan esa noción prostibularia. 

No hay otro género animal —incluyendo todavía a los humanos— que viva tan fácil, tan barato, tan dedicado al ocio sin más metas: en ese sentido, el animal tercerizado es como un estandarte de lo que querríamos —y, quizá, lo contrario de lo que queremos. 

Perros y gatos son, además, las estrellas absolutas del verdadero no-lugar de nuestros tiempos:  las redes sociopáticas. Allí pululan, proliferan, se propagan: hay perros que reencuentran a su dueño perdido y jubilan con explosión de colas, hay gatos que ven un video de su dueño muerto  y yacen sobre la imagen y la acunan, hay perros que dedican a la cámara una sonrisa falsa de quinceañera en selfi, hay gatos que nadan en una playa tropical como si el agua no mojara —y  todos ellos tienen millones de reproducciones en twitter o tiktok o instagram. No hay nada —o  casi nada— que atraiga más a los milllones y millones de usuarios de la gran cloaca que ciertos  episodios animales. 

Nada confirma tanto el lugar que ahora tienen —y el que ahora tenemos. 

Pero no todo es consumo y negocio y amoríos; está, también, el correlato militante: animalismo avanza. Personas que toleran con cierta calma el hecho de que cada día se mueran en el mundo 25.000 personas por causa de la malnutrición salen a la calle porque no soportan que le peguen a una vaca. Es malo que le peguen a una vaca; hay cosas que podrían doler más. 

Hay bestias que lo sostienen con denuedo: que se fijan en minucias numéricas y señalan, por ejemplo, que el planeta contiene la misma cantidad de mascotas que de hambrientos. E insisten en que esos 100.000 millones que nos cuestan al año son el triple del dinero que, según la FAO, alcanzaría para eliminar en poco tiempo el hambre más mortífero. Y llegan a decir, oh dioses, que habría que prohibir toda mascota mientras haya personas que no coman suficiente, y se ponen belicosos: ¿cómo justificar que un perro —arguyen— coma lo que no comen hombres? 

Cada quien tiene, supongo, su respuesta. Mientras, esos animales ya no hacen de animales; hacen, ahora, de personas raras. Son, en principio, seres queridos que no crean zozobra: dan la  ilusión de que dan y no piden nada a cambio. Lo cual se sostendría mucho mejor si no dependieran absolutamente de sus dueños para sobrevivir. Pero nos gusta suponerlos incondicionales: el amor verdadero, sin tanto toma y daca. Y nos gusta creerlos semejantes. Por eso, supongo, nos regocija ver hacer a un ser animal lo que sería banal si lo hiciera un ser más o menos humano. Recuerdo aquella frase que avanzaba hacia la ambigüedad casi perfecta: “Un país cuyos habitantes siempre trataron a los animales como animales”. Quizá nos tranquiliza imaginar que las bestias también piensan y quieren y saben y nos engañan y se aprenden la tabla del siete y que, por lo tanto, todo ese tiempo que nos pasamos con ellas, todo ese dinero que nos gastamos en ellas, todas esas cosas que les contamos, todo ese amor que les  facilitamos no caen en saco roto —que es un saco que ya pasó de moda.  

Tita se pasea sobre mi escritorio: es tal minucia que puede todavía. Ataca las orquídeas, muerde las puntas de los lápices, se enmaraña en los cables, se pelea con los cables, los derrota; no le interesa la pantalla de mi computadora pero sí caminar sobre el teclado: más escritora que  lectora. Lo atractivo, también, del animal es prestarle motivos y razones que no tienen nada que  ver con él sino conmigo: hacer de él un ersatz, caricatura de mí mismo.  

Y la miro y la miro y a veces, en momentos de extrema vanidad, llego a creer que su cara es la  mía. 

Y esa idea de responsabilidad: hacerse cargo de algo vivo. Hace unas décadas un perverso nipón inventó un pequeño instrumento de tortura: se llamaban, creo, tamagotchis, y eran unos bichitos acuáticos virtuales con los que bombardeaban a los pobres niños de esos tiempos. El tamagotchi no tenía ninguna gracia, no otorgaba ningún derecho pero sí un deber extremo: había que mantenerlo vivo. El niño lo recibía como se recibe una misión al desierto de los tártaros: tenía que demostrar su niñedad responsable y bondadosa ocupándose de alimentarlo. El mundo se  transformó, en esos días, en hecatombre cruel de tamagotchis —morían como moscas— y  millones de niños aprendieron, gracias a la culpa, que había que cumplir con las obligaciones y, sobre todo, cuando implicaban a un ser vivo. Esa función es la que cumplen, también, ahora,  los cientos de millones de mascotas: crearnos una obligación, permitirnos cumplirla y, así, sentirnos buenos. 

Una mascota ejerce sobre ti su mínimo poder: tienes que alimentarla, pasearla, divertirla, mantenerla sana. A cambio, te permite ejercer un poder que sobre nadie más: alguien —algo— que obedece tus órdenes sin discutir ni razonar, sin más porfías. Cada vez se hace más difícil  encontrar espacios para ese tipo de poder, pero mi perro se sienta se acuesta se calla muerde cuando yo le digo, mi gata sale a recibirme cada vez que llego y mea en su bañito. Yo soy el amo. Así se dice: el amo. Hay que encontrar de qué: gatos y perros. 

Poder tener poder: 

el servicio perfecto. 

Y al mismo tiempo el placercito de contarle con toda confianza, de confesarle a alguien —algo— cosas que jamás podrá usar en tu contra. Hablar, por fin, en serio. Y abandonarte, dejar de ser tan concentradamente tú. El perrigato es un ser vivo: algo que  cambia más allá de ti, que distrae tu atención cuando tu atención se centra demasiado en tu  desastre. Un ser que suponemos más feliz: que imaginamos feliz de puro simple. Y creemos ser la fuente de esa felicidad: mientras le demos su comida, su atención, sus pequeños paseos, sus  juguetes y mimos, el animal será feliz. Impagable, hacer feliz a alguien —algo. Ser, por fin, capaz de hacer feliz. Tener poder, hacer feliz. 

Ser, por oposición, seres humanos.

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