CINE

El segundo acto: Inteligente y divertida comedia negra proclive a moverle el piso al público

Bicho raro, rarísimo dentro de la variedad actual de realizadores del cine francés, Quentin Dupieux reaparece por cuarta vez en la cartelera local con El segundo acto, una tomada de pelo brillante a la corrección pasada de rosca, al star system y los egos de actores y actrices, al cine de autor, a los alcances de la inteligencia artificial... Y con la estimulante intención de sacarlo de su comodidad, importuna un cachito al propio público que nunca estará seguro de si lo que está bien y oyendo, corresponde a la realidad cotidiana de los de los personajes que representan a actores (interpretados por conocidos actores) que están protagonizando una película dirigida por un avatar de IA, o a escenas de la propia ficción en la que están actuando.

Caso único en el cine a secas, hiperactivo hombre orquesta (él –a veces– la financia, pero siempre la escribe, maneja la cámara, hace el montaje), ha sido comparado por su espíritu irreverente con el recién fallecido Bertrand Blier (Les Valseuses, 1974), pero QD se sale de moldes y modelos, se lanza sin bridas y sin estribos por otras rutas; en cada oportunidad –y ya van 13– redobla la apuesta poniendo muy diversos temas en cuestión. Sin moraleja, cela va sans dire. Si la brevedad es el alma de la lencería según Dorothy Parker, para Dupieux esa condición es la garantía de no aburrirse y no aburrir: el estreno de esta semana dura 80 minutos (que justifican un cafecito a la salida para comentar, debatir).

No es la primera vez que este creador absoluto se mete con el teatro. En Yannick (2023), por ejemplo, tenemos a un trabajador, guardia nocturno que se toma un franco para ver una obra picaresca –dentro del género que los franceses llaman de boulevard– que resulta un bodrio y encima está actuada a desgano. Indignado, el tipo detiene la función, protesta, vuelve con una pistola, pide una computadora, se pone a escribir –no sin esfuerzo– un nuevo texto y obliga bajo amenaza al elenco a interpretarla. Yannick está encabezada por Raphael Quenard –superstar actual en su país y uno de los actores favoritos de QD– y fue rodada en seis días en el precioso teatro Déjazet, fundado en el siglo XVII, que funcionó como sala de cine en parte del XX hasta que volvió a dar espectáculos de teatro. Allí se representa hoy la alabada pieza de Lionel Courtot, De Gaulle se le aparece a Macron.

Vertiginosa puesta en abismo

Evidentemente, el título El segundo acto alude a la estructura teatral clásica que consta de entre tres y cinco actos. En el segundo aparecen los conflictos que motorizan la acción y, según el caso, los giros que modifican el curso de la narrativa. Cosas que por cierto suceden en este estreno que además cumple la regla de las tres unidades teatrales: de acción (un día de rodaje), de tiempo (no excede las 24 horas el relato), de lugar (todo sucede en el mismo sitio, un descampado que rodea a un restorán rutero que se llama ¡El segundo acto!). Podría decirse que ahí se termina el clasicismo de Dupieux para arrojarse de cabeza a lo que en las artes se denomina “puesta en abismo”: una obra dentro de una obra, dos que se van reflejando entre sí infinitamente. (Algo paralelo a lo que ocurre en la agitada realidad actual local con la tragicomedia Trump-Milei-Trump…; o en el redundante folletón Nara-Icardi-Suárez- L-Gante).

Esta vertiente del teatro dentro del teatro, de la estructura abismada, ha sido varias veces aplicada al teatro local. Por caso, vale rescatar dos obras sobresalientes: Inspiratio (2015), de Mariana Obersztern y Luz testigo (2021), cinco piezas cortas puestas en escena por Javier Daulte.

En la primera, tres intérpretes con mucho arrojo (la querida y recordada Julieta Vallina, Agustín Rittano y Leticia Mazur) que habían experimentado con procedimientos escénicos, en parte sugeridos por lecturas de Borges, trabajaron con Obersztern, movilizada por el emprendimiento. En el texto, finalmente titulado Inspiratio, había guiños al oficio de actuar, a los entrenamientos, a los directores, al público. Una obra sin una perspectiva estable, descentrada, que no proponía un hilo narrativo principal. La autora construía y deconstruía anulando toda posibilidad de identificación, todo posible punto de apoyo permanente. Una verdadera proeza.

 En otro campo experimental y más cerca en el tiempo, el inagotable creador Javier Daulte, en el primer espectáculo que se abrió después de la cuarentena (con la gente todavía con barbijo), reunió varias piezas surgidas de un concurso que él mismo había organizado durante la pandemia. Una emoción inefable asistir a este espectáculo que recuperaba, por fin, la comunión entre intérpretes y espectadores, esa hermosa energía. Homenaje al teatro y a sus oficios donde actores y actrices armaban y desarmaban sucesivos personajes a la vista, movían las luces (previo diseño), objetos del decorado, socializando los quehaceres escénicos. Es decir, casi todo el tiempo se nos recordaba que estábamos viendo teatro, pero sin generar distancia con los personajes y sus historias. Una apuesta bien diferente a la muy relevante Inspiratio. Ambas obras discurriendo sobre la naturaleza del teatro. Un arte que estuvo, ciertamente, en los orígenes del cine. 

Un muchacho insaciable como yo

¿Qué puede esperarse de un señor que labura años exitosamente como productor y compositor musical y que cuando hace en 2001 su primer intento en el cine lo titula Nonfilm? Impredecible pero no errático; bulímico laboral pero rebosante de ideas y atrevimiento, Quentin Dupieux es tan capaz de un plano secuencia virtuoso en un paisaje anodino (con dos formidables actores parloteando), como de fluctuar entre géneros y mandarse un cierre protagonizado por un patético personaje secundario que expone -casi con crueldad- al submundo de los extras, tal como lo hace en El segundo acto.

Una película con estrellas que subraya con regodeo el narcisismo de divos y divas, las mezquidades y rivalidades, la jactancia e incluso las fechorías que podrían cometer, el cholulismo hacia los grandes nombres del cine estadounidense. Todo ello con Vincent Lindon, Léa Seidoux, Louis Garrel, Raphaël Quenard y -el sufridor extra estresado- Manuel Guillot; más cortas incursiones de una representante lacónica, media docena de clientes del restorán y una niña que reclama por videollamada a su madre actriz que tenga un “trabajo normal”. 

QD no necesita más, salvo el decorado impersonal del bar, dos o tres coches, poco vestuario y esa fuerza creativa irrestricta para sostener este juego de equilibrista que se solaza en la cuerda floja, siempre avanzando, y logrando lo mejor -no le cuesta mucho- de su impecable elenco.

El segundo acto, quedó dicho, inauguró la muestra oficial de Cannes 2024. Todo un privilegio por el que algún cineasta habría matado (un decir). ¿Ustedes imaginan que Quentin se fue a pavonear encantado en La Croisette cannoise, a dar respuestas ingeniosas en las entrevistas, a posar para los fotógrafos? Pues no, harto de reportajes rutinarios decidió dar un paso al costado, borrarse. Pero no se opuso a que sus actores se presentaran en la consabida conferencia de prensa… y empezaran a responder como los respectivos personajes de la cinta que rodaban dentro de la que abrió el festival. ¿Una performance? Cerrando así el círculo acaso trazado por la IA.

Pero el recreo para quienes disfruten de este Segundo acto continuará en marzo, con el estreno de Daaaaaalí! (2024), un film de QD que se va desmontando en pos de un retrato improbable del popular artista surrealista. Una seudobiografía veleidosa en el nivel de los delirios de Dalí, con algunos toques del amigo Buñuel…

MS/MG