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Yo, libertario

La épica de un escritor vagabundo

El escritor Néstor Sánchez.
25 de abril de 2025 06:59 h

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A mediados de abril de 2003 Néstor Sánchez emprendía su retirada de la vida quince años después de haber publicado su último libro y de desertar de todo impulso a hacer una carrera “literaria”, una ambición que siempre le había parecido sospechosa. Ya había desertado otras veces, la más larga entre 1974 y 1988. Irrumpió en 1966 con la publicación de la novela Nosotros dos en editorial Sudamericana por recomendación de Cortázar. Le siguieron Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua, en las que desplegó su propuesta de una “escritura poemática” en colisión con las tradiciones consagradas del género novela. Elogiado por alguna crítica de la época como gran promesa literaria junto a Manuel Puig, a principios de los 70 fue publicado en España por Seix Barral y traducido por Gallimard en Francia: su agente fue la célebre Carmen Balcells. Pero a mediados de esa misma década abandona la literatura, la traducción, sus vínculos de familia, trabajo y amistades para entregarse a una experiencia trashumante y de búsqueda corpoespiritual tras las enseñanzas del místico armenio Gurdjieff. Su rastro se pierde y recién se lo encuentra en los años 80, cuando Claudio Sánchez se entera que su padre dormía en una playa de estacionamiento de Los Ángeles, en esa California a la que había llegado por tierra desde la Costa Este como siguiendo la huella de Kerouac y otros vagabundos del dharma. Había deambulado por Paris, Roma, Barcelona, Nueva York, entre otros lugares del hemisferio norte, a veces como un linyera: parte de esa experiencia está ilustrada en detalle en su “Diario de Manhattan”, aunque también se la encuentra, narrada elípticamente, en otros textos. Cuando volvió a la Argentina tras dieciocho años de ausencia, según testimonio de su hijo Claudio, traía solo un bolsito con un pijama y sus documentos. En mi libro Sobre Sánchez intenté dar cuenta de esos años a la intemperie en los que creo se cifra el enigma de toda una vida. 

Después de su regreso, publicó en 1988 La condición efímera, aquel último libro (de cuentos) que terminó siendo ignorado o ninguneado por la crítica, para luego dejar definitivamente de escribir para publicar. El deseo de abandonar todo proyecto de escritura, el ala del no escribir, como la llamó Roland Barthes, ha tocado a otros a lo largo de la historia. Escritores del “preferiría no hacerlo”, como aquellos que catalogó Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía. Figuras épicas, heroicas, trágicas o triunfales, desde Rimbaud a Salinger, pasando por Hölderling y otros ejemplos clásicos, cada uno con distinta estrategia, trayecto y derrotero. Pero el de Néstor Sánchez fue un caso extremo. El último escritor en huelga, según lo retrató su amigo Hugo Savino. Alguien que no sólo desertó sino que también saboteó, cuestionó en sus libros y en su vida a la institución de las Letras con mayúsculas, a la literatura mercantilizada y a los que se sometían al juicio conformista de su época. 

En sus últimos tiempos, ya instalado en Villa Pueyrredón, el barrio que lo vio nacer en 1935, Sánchez solía decir “se me acabó la épica” para explicar su abandono de todo proyecto de escritura. Se refería a esa épica de “vivir en estado de peligro”, como un lumpen buscavidas en cuerpo y espíritu. Si a lo épico se lo entiende como relato de actos heroicos y extraordinarios, o como esfuerzo por alcanzar aquello que está más allá de lo común y corriente, en su etapa final Sánchez parecía extrañar, echar en falta esa dimensión. En su última entrevista, a comienzos del siglo XXI, dio detalles de su rutina a Lautaro Ortiz para Página 12: “A veces por las tardes voy a un bar que está aquí cerca y me permito pensar por un momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada y esto ahora ya no puede ser: me quedé sin épica”.

Podía ser una respuesta defensiva ante la demanda, la presión social de productividad. Uno tiene o debería tener el derecho a la fatiga, al cansancio, al retiro y al aburrimiento luego de haber vivido hasta el fondo su travesía y sentir que lo ha dicho todo. Pero debió ser difícil para los demás encontrarse con esa pared: “No escribo porque no tengo más nada que contar”. Los amigos insistirían con que habría algo en sus conversaciones de bar o incluso en el propio tedio que podía transformarse en literatura. O que también podría fantasear, imaginar. “Pero ¿yo que soy, Walt Disney?”, les decía, protestando en contra del destino de volverse un escritor que trabaja para entretener. 

La posibilidad de dejar de escribir ya había sido insinuada en entrevistas y ensayos a fines de los 60 y principios de los 70. En el artículo “Sobre otro monólogo” propuso una decantación de la escritura que llevaría a un “rechazo paulatino de aquello que no debe hacerse”. No ficcionalizar para ilustrar una tesis ni para dar información al servicio de una idea o militancia ni ponerse a escribir una ficción cuando uno ve que la propia vida no puede convertirse en materia estética. No alejarse jamás de la poesía, no convertirse nunca en escritor profesional. En el ensayo “En relación con la novela como proceso o ciclo de vida” sugería evitar la novela en la que sucedan “cosas interesantes” y deambulen personajes “que a su vez digan cosas interesantes” y que sean consecuentes en realizar acciones que fatalmente deberán cumplirse. Si alguien se siente condenado a repetir viejas palabras “siempre cabe la decisión de no volver a escribir”.

O sea que Sánchez habrá sido obstinado pero no le faltó coherencia. En sus últimos años podía llegar a deprimirse y aburrirse, pero no quería aburrir ni entretener. Cuidado con las letras: sólo perdió la épica, no la ética. Se despidió temprano y en silencio a los 68, en una madrugada de la etapa final de ese camino que había unido como pocos la escritura con la vida.

OB/DTC

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