Dios y la mujer

El sábado pasado mi hijo menor vino a la cama por la mañana y, mientras abrazaba a mi esposa, me dijo: “Mi mamá es toda mi mamá”.
Su formulación me hizo reír; luego me quedé pensando. Como suele ocurrir en este tipo de situaciones, sopesar la frase me hace pensar en lo que dijo, pero también en lo que no dijo. Mi hijo no dijo “Mi mamá es toda mía”. Quizá su intención era posesiva –podría fantasearse la rivalidad edípica entre el padre y el hijo–, pero lo que dijo excedió su intención, ya que dijo algo más.

Explico mejor esto último, en la medida en que facilita dar cuenta de un aspecto crucial de la práctica del psicoanálisis: el analista no interpreta con el Edipo, lo escucha en la palabra de quien habla, pero para descentrarla hacia ese punto en que el inconsciente va más allá de la estructura edípica. El inconsciente no es edípico.
Volvamos a mi pequeño hijo. Su planteo era más bien tautológico, pero justamente de esa reiteración nace un sentido novedoso. “Mi mamá es toda mi mamá”; la mamá es toda, en ella no hay otra cosa que su maternidad. En efecto, esta es la definición de un niño –dado que se basa en desconocer la feminidad de la mujer.
Ahora bien, si lo dice con ese énfasis es porque alguna noticia ya tiene de lo contrario. ¿Se aferra a su angustia? ¿Será esa angustia la que lo hace correr a nuestra cama para saltar sobre mi esposa y abrazarla? En ese punto, mi hijo tiene la fidelidad del creyente que confía en un Otro absoluto.
Ahora bien, ¿se puede creer de la misma forma en la mujer? Hago la pregunta mientras recuerdo una clase del seminario Aun, de Jacques Lacan, que lleva el título “Dios y la mujer”. ¿Qué clase de Otro es la mujer para Lacan? Porque una de las cuestiones sobre las que advierte el psicoanálisis lacaniano está en que, no pocas veces, la mujer es una figura de lo divino para el varón.
¿En qué punto un varón no es como el niño que, detrás de la mujer, busca al Dios que es la madre? El planteo de Lacan tiene un alcance teológico serio: ¿hay chances de pensar a Dios como un Otro que no sea absoluto? Esta pregunta no es meramente retórica, porque si algo le importa a Lacan es pensar a Dios a partir de su relación con el deseo.
Este no fue solo el interés del lacanismo, sino también el del cristianismo, en la medida en que este es la religión en que Dios ama. No obstante, no quisiera ponerme teórico, por eso voy a ilustrar esto mismo con una breve anécdota clínica.
Es el caso de un hombre que, luego de varias parejas signadas por la repetición de un rasgo narcisista (mujeres que lo admiran), inicia una relación con una mujer que lo confronta con un síntoma –la impotencia– que se vuelve el hilo conductor de una renuncia al erotismo –tal como lo había conocido hasta ese entonces– para hacerle lugar a un nuevo modo de amar.
Este nuevo amor determinó un nuevo lazo que redundó en un alivio durante un tiempo, hasta que se vio asaltado por fantasías de usufructo, por una creciente desconfianza en torno al amor de ella; en concreto, se sentía usado y traicionado en su amor. Sin que importe cómo se resolvió este obstáculo, importa la formulación que adquirió: tenía que encontrarse con el desafío de ser amado de un modo diferente (al que esperaba).
Dicho de otra manera, no alcanzaba con amar de otro modo; también era necesario que hubiera un cambio en su experiencia del amor. Como la mayoría de las personas, este varón se amaba a sí mismo a partir de ser amado. Ahora bien, ¿qué pasa cuando uno no es amado de un modo en que se siente amado?
Lo fácil es decir que el otro no nos ama. Si yo no me siento amado, el otro no me ama. Alcanza con escribirlo para saber que no es cierto. Quizá a mí no me interese el modo en que el otro me ama. Bien, puedo elegir tomar una decisión al respecto. Lo que no puedo hacer –porque lleva al fracaso– es pedirle al otro que me ame como yo quiero que lo haga, menos si es para amarme a mí mismo.
En definitiva, ese varón se encontró con una experiencia típica del cristianismo, de la que testimonian muchos de los místicos que tanto le interesan a Lacan. El amor de Dios no se confirma en el sentimiento de sentirse amado; no tiene ese reaseguro narcisista. Por eso es que Lacan destacaba la fascinación del cuerpo martirizado en la religión católica. Si me ama, ¿cómo es que me hace sufrir?
Ya que estamos, agreguemos que para Lacan el goce místico fue una de las vías para la exploración del goce femenino. En este punto, cabe aclarar que este no el goce de la mujer, sino el goce de un Otro que no es absoluto. Aunque, en su dimensión más clínica, Lacan les atribuía a las mujeres esa chance.
“Dios y la mujer”, decía Lacan, pero no para oponerlos, sino para unirlos, para ponerlos del mismo lado. Y a contrapelo de Freud, pensaba que la religión católica era la religión del Padre, pero solo en la medida en que este se orienta por la mujer. Mejor dicho, la propuesta lacaniana es la de dejar de buscar a Dios en el Padre… porque este no es más que el tipo al que el niño desafía con su angustia, cuando en realidad su fe más verdadera se juega en si va renunciar a la creencia materna de ser amado.
LL/MF
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