Para ver a su padre en la comunidad salvadoreña de El Pepeto, Karla García solía recorrer un peligroso camino lleno de bandas y armas. Las dos calles que separaban sus casas eran una tierra de nadie agujereada por las balas en la que miembros de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18-Sureños libraban batallas mortales por hacerse con el control.
“Era muy peligroso. Había tiroteos en las puertas de las casas”, dice esta ama de casa de 40 años de Soyapango, una ciudad satélite al este de San Salvador, la capital de El Salvador.
Sin embargo, un sábado reciente por la tarde, García pudo sentarse frente al invernadero de su padre con su familia, y no vio a ningún delincuente ni oyó ningún disparo.
“Han desaparecido por completo”, apunta refiriéndose a las bandas callejeras que durante años controlaron la zona con mano de hierro. Las paredes cercanas, antes salpicadas con las insignias negras de los líderes del crimen de la comunidad, fueron pintadas de blanco por el Gobierno para simbolizar una nueva era de paz.
El Pepeto, un laberinto de casas de una sola planta de clase trabajadora, no es ni mucho menos el único barrio de El Salvador dominado por las maras que vive días de calma antes impensables.
Un año después de la controvertida “guerra” contra las bandas salvadoreñas emprendida por el líder populista del país, Nayib Bukele, se están produciendo escenas similares en un país centroamericano considerado en su día uno de los lugares más violentos del planeta.
Un precio alto
Incluso críticos acérrimos del Gobierno, como el innovador medio de comunicación El Faro, admitieron que la represión de Bukele –que encarceló a más de 64.000 personas y redujo drásticamente la tasa de homicidios– produjo un “cambio extraordinario” para los salvadoreños, aunque con un enorme costo para la democracia y los derechos humanos.
Se cree que, desde que comenzó la ofensiva del Gobierno, miles de personas inocentes fueron detenidas –algunas simplemente por “parecerse” a delincuentes o a raíz de denuncias anónimas–, mientras que más de 100 murieron entre rejas.
“La ausencia de pandillas es un cambio fundamental en la vida de miles de salvadoreños”, escribió El Faro tras documentar la aparente disolución de las bandas en un detallado reportaje de investigación de 5.000 palabras. “Han acabado con las bandas tal y como se conocían”, dijo un alto jefe pandillero.
En febrero The Guardian visitó ocho comunidades de la capital de El Salvador y sus alrededores para analizar la inesperada pacificación. Hasta hace poco, cinco estaban bajo el dominio de la Mara Salvatrucha, dos del Barrio 18-Sureños y una del grupo Barrio 18-Revolucionarios. En ninguna había rastro de miembros de las bandas que antes merodeaban por las esquinas, bebiendo, fumando marihuana y observando constantemente a lugareños y forasteros.
Durante esas visitas, The Guardian habló con más de 20 fuentes, como comerciantes, policías, líderes comunitarios, vecinos y conductores de taxis y de autobús. Todos coincidieron en que los grupos delictivos son una sombra de lo que fueron, aunque muchos sospechan que algunos se fugaron o huyeron al extranjero para eludir una operación que llevó a la cárcel a cerca del 2% de la población adulta.
A principios de febrero, Bukele celebró la construcción de un “Centro de Confinamiento del Terrorismo” con capacidad para 40.000 personas, destinado a albergar a los presuntos “terroristas” encarcelados durante su cruzada contra las bandas, que se introdujeron en el país después de que sus fundadores fueran deportados de Estados Unidos en la década de los 90.
“Antes ni siquiera hubieras pasado la entrada de la comunidad sin que te interceptaran. Era impensable entrar sin su permiso”, sostiene una fuente policial sobre La Campanera, otra comunidad de Soyapango conocida por su violencia, a la que se enviaron miles de tropas a finales del año pasado.
En una tercera zona, la comunidad 10 de Octubre de San Salvador, un líder local cuenta que los residentes habían acatado durante años el mandamiento de las bandas de “ver, oír y callar”. “Básicamente, había que pagar un impuesto para poder vivir”, asegura, en referencia a los elevados pagos de extorsión que los miembros de la Mara Salvatrucha exigían a comercios y residentes.
Sin embargo, estas extorsiones cesaron después de que Bukele declarara el estado de emergencia en marzo del año pasado, tras un derramamiento de sangre que los analistas sospechan que se debió a la ruptura de un pacto secreto entre las bandas y el Gobierno. “Hasta ahora, con el estado [de emergencia] esto ha cambiado”, dice el líder comunitario, aunque, como muchos de los entrevistados, no está seguro de cuánto durará la calma.
Estado de excepción
Bukele, un exejecutivo publicitario experto en redes sociales, se regodeó en las informaciones de sus detractores habituales de que su ofensiva contra las bandas está funcionando, jactándose en Twitter de que las organizaciones de derechos humanos y los periodistas se vieron obligados a reconocer “el éxito absoluto de nuestra guerra contra las bandas”.
Pero muchos siguen siendo profundamente escépticos sobre la durabilidad del momento de paz de El Salvador y preocupados por las implicaciones de la represión para la democracia en un país donde más de 75.000 personas murieron durante la guerra civil de 1979-1992.
Desde que llegó al poder en 2019, Bukele fue señalado por desmantelar sistemáticamente las instituciones democráticas de El Salvador y de acabar con el Estado de derecho, acusaciones que se intensificaron tras la declaración el año pasado de un estado de excepción contra las pandillas que suspendió las libertades civiles básicas y el debido proceso.
En febrero, mientras los familiares de algunos presos se manifestaban en El Salvador en señal de protesta, se prorrogó el estado de excepción por undécimo mes consecutivo. “El Salvador ha entregado todo el poder a una sola persona: el presidente Nayib Bukele”, advirtió El Faro. “En el régimen autoritario que vivimos es el gobernante quien decide qué hacer y qué decirnos”, dijo.
“A Bukele le está funcionando de maravilla”
José Miguel Cruz, experto en bandas salvadoreñas de la Universidad Internacional de Florida, sospecha que las afirmaciones de que las bandas fueron totalmente desmanteladas son exageradas, a pesar de las pruebas anecdóticas de que estos grupos ya no dominan muchos barrios. Los problemas subyacentes que contribuyeron a engendrar y mantener a los grupos –pobreza, desigualdad y discriminación–no desaparecieron milagrosamente.
La escasa información sobre lo que ocurre en las cárceles del país, cada vez más abarrotadas, impide calibrar lo que está ocurriendo realmente. “Y lo que ocurre en las cárceles es clave para lo que ocurre en la calle”, añade Cruz. Pero cree que para Bukele, un populista de mentalidad autoritaria que espera asegurarse un segundo mandato de cinco años el año que viene, la represión fue una victoria política rotunda. Los índices de aprobación del presidente milenial se dispararon, mientras la propaganda oficial lo presenta “como un mago que por fin ha sido capaz de traer la paz a El Salvador”.
“La historia del éxito no es la [derrota de las] pandillas. Es su perpetuación en el poder... Le está funcionando de maravilla”, opina Cruz.
Benjamin Lessing, experto de la Universidad de Chicago en cárteles de la droga, bandas carcelarias y grupos paramilitares, asegura que hay muchas preguntas sin respuesta sobre la supuesta disipación de las otrora poderosas bandas de El Salvador.
¿Qué ocurrió con sus principales cabecillas y quién manda ahora en las zonas que habían controlado? ¿Fue su supuesta derrota simplemente el resultado de la abrumadora represión gubernamental o, como afirman algunos analistas, el Gobierno de Bukele llegó a acuerdos secretos con algunos de sus principales cabecillas, dejando a las bases criminales sin líderes y desilusionadas?
En un artículo publicado en el Washington Post, el antropólogo y periodista salvadoreño Juan Martínez d'Aubuisson señalaba que un alto funcionario del Gobierno había escoltado a un importante pandillero conocido como “El Crook” hasta la vecina Guatemala. Otro fue puesto en libertad.
En su artículo, Martínez d'Aubuisson afirma que las bandas fueron derrotadas por “una forma criminal más eficiente y organizada, con una potencia de fuego superior: la mafia estatal controlada por el presidente Nayib Bukele”. “Las maras solo sobrevivirán en la medida en que sean capaces de alinearse con este nuevo depredador que no tolera ningún tipo de competencia”, escribe.
Lessing indica que las consecuencias a largo plazo de la represión de Bukele no están claras, aunque es probable que El Salvador esté experimentando un importante cambio tectónico que rehará su paisaje criminal tanto como lo hizo el ascenso de las maras durante la década de los noventa. “Hay cambios de régimen en la gobernanza criminal”, dice Lessing, que señala cambios similares que implican a facciones de la droga y grupos paramilitares en ciudades brasileñas como Río de Janeiro y Sao Paulo: “Este podría ser uno de esos momentos”.
Temor a las consecuencias
Cruz señala que teme que la represión tenga consecuencias políticas nefastas y que permita a Bukele ganar las elecciones de 2024, dando paso a un doloroso periodo de gobierno autoritario. “Soy muy pesimista. Creo que mucha gente se dará cuenta de su error en los próximos dos o tres años, pero será demasiado tarde”, indica. “[Bukele] Ya lo controla todo. Tiene la lealtad absoluta de las fuerzas de seguridad”, sostiene.
Sea lo que sea lo que depare el futuro, los salvadoreños de a pie están, por ahora, saboreando el inusual sabor de la libertad frente al dominio de las bandas.
“Es fantástico porque nos sentimos más seguros. Podemos movernos con más libertad... la gente nos viene a ver con más frecuencia; personas que no venían a vernos ahora sí lo pueden hacer”, explica García, aunque pide no ser mencionada con su nombre real y muestra su preocupación por la detención de un lugareño que fue encarcelado a pesar a no tener vínculos con las pandillas.
El Faro considera que la desaparición de las pandillas en esas zonas representa “un cambio fundamental en la vida de miles de salvadoreños”. “Pero el precio que hemos tenido que pagar por ello es altísimo”, advierte. “El remedio podría resultar tan nocivo como la enfermedad”, concluye.
Traducción de Emma Reverter
JC/TP