45 días y 30 marineros
En uno de mis cortos favoritos de Cualca, titulado “A los 30”, Malena Pichot y Charo López comparan la manera en que hablamos de hombres con nuestras amigas a los veinte y a los treinta. En la veintena, un par de chicas puede pasarse horas diseccionando un chat como si se tratara de una especie única en peligro de extinción (“y yo le dije…y él me dijo...entonces yo le contesté que… y él no dijo nada pero después apareció y me dijo que…”); diez años más tarde, esas mismas chicas están hartas tanto de contar ese tipo de cosas como de escucharlas. Todo cierto, por supuesto; después de la primera juventud hay algo de la fascinación por el levante y sus modos que un poco se gasta; algo del deseo de los otros como descubrimiento permanente de quiénes son ellos y de quién soy yo. Pero también es cierto que de esto último una no termina de cansarse nunca; y más allá de los términos humanos (o en realidad no, porque el interés por la literatura siempre es en última instancia una vocación por lo humano), creo que la seducción y sus tejes tienen un atractivo innegable para cualquier persona a quien le importen las historias, el arte y el hábito de contarlas.
A diferencia del sexo, cuyo relato siempre es una sombra demasiado lejana de la realidad, la seducción parece algo hecho para narrarse o incluso para aprender a narrar: no se sabe cómo termina ni adónde va, no se saben las intenciones de los personajes, hay que elegir los detalles que parecen significar algo pero en el fondo podrían no significar nada. El secreto es este último, creo, y por eso me parece que es un tipo de historia que no podemos dejar de contarnos: los significados son móviles y opacos, todo podría ser un error y un malentendido. Es una escuela de ambigüedad por excelencia, al menos desde hace seis o siete décadas. Me gusta leer los cortejos en las novelas de Jane Austen, pero son interacciones mucho más regladas: prometer con la mirada o con el gesto algo que no se cumple tenía un costo social y moral. Hoy, por suerte o desgracia, no lo tiene: eso que alguien interpretó como una propuesta y un compromiso puede haber sido menos que un saludo para el autor de esos movimientos. Leyendo 45 días y 30 marineros, de Norah Lange, pienso que parte del atractivo de la novela (que para mí es extraordinaria) radica en que documenta un momento importante de esta transición del cortejo al levante; la época en la que el decoro todavía existía pero importaba cada vez menos. El libro, publicado en 1933, cuenta el viaje de Ingrid, una muchacha argentina de poco más de veinte años y ascendencia noruega en un barco de carga en el que ella es la única mujer; la joven viaja desde Buenos Aires a Oslo a visitar familia en una especie de favor que hace el capitán (noruego, como casi todos los habitantes del barco), encargado a su vez de velar por ella. Pero lo que podría ser la historia de una señorita que se cartea con un enamorado mirando el mar se convierte en manos de Lange en algo mucho más sofisticado; más sofisticado, incluso, de lo que vio ella, que alguna vez dijo —influida, seguramente, por el ninguneo de los escritores varones que la rodeaban— que se trataba de una novela superficial y olvidable que le sirvió solo para pulir sus herramientas literarias y probar algunas cositas nuevas.
En 45 días y 30 marineros Ingrid no tiene ningún enamorado, al menos no uno que le conozcamos (a diferencia de la propia Norah, que cuando se subió a un barco carguero rumbo a Oslo se encontraba extrañando a Oliverio Girondo). Es una decisión inteligente: si lo tuviera, la elegancia con la que elude los avances del capitán y los oficiales podría leerse como pudor o fidelidad. No habiendo hombre a la vista, por un lado, el suspenso sobre si alguna vez Ingrid se entregará a alguno de ellos se vuelve muy real; y por otro, el modo en que interactúa con cada uno de los marineros se convierte en una especie de exploración sobre la masculinidad, el matrimonio, la sensualidad y el aburrimiento. No hay más objetivo que la investigación: Ingrid no está intentando conquistar a nadie, ni conocer la pasión, ni tener una experiencia inolvidable. Sale de juerga con los marineros, les toca un tango en el piano de un bar, los traiciona porque el capitán un poco la obliga a ir al casino con él, se ríe de cómo le reclaman y los distrae de nuevo con otro whisky; todo esto, sin ninguna meta aparente. Ingrid habita el mundo con curiosidad, y sobre todo, escucha. Así, con el don sencillo de un oído atento, Lange escribe un personaje que logra que los marineros, enfrentados al silencio, le digan cosas fascinantes: “Yo debo ser un hombre raro”, le dice uno; “tengo 30 años...Las mujeres, casi siempre, me dan mal humor. No he querido a ninguna. Tú me gustas, así, al pasar, porque eres alegre, más o menos no te importa ni el aspecto de tu perfil, ni el de los otros. Sabes tomar un trago sin hacerte la interesante, y no te importa nada lo que puedan decir los otros”.
Lange aprovecha este escenario cuasi artificial de una mujer encerrada sola con treinta tipos —que, para algunos lectores, es una representación de su lugar en la escena literaria de la época— para ir al detalle, a la sutileza, a la diferencia, más allá del modelo presa/predador. Explora los distintos movimientos y gestos juguetones que se despliegan, los modos en que una puede rechazarlos o devolverlos o algo en el medio: la primera noche que baja a tierra con todos los marineros, por ejemplo, y ellos le colocan a una gorra de oficial cuya trayectoria Lange va siguiendo durante todo el capítulo; el momento en que se le cae y se la vuelven a poner, el instante en el que, de regreso, se la quitan sin ceremonia. Lange investiga también los vínculos que van apareciendo a lo largo de tantos días de calentura acumulada y gastada, ese lugar de confidentes que toman las mujeres deseadas una vez que uno ya sabe que no tiene chances, cómo van cambiando los tonos y las miradas y las conversaciones una vez que las personas se van acostumbrando a la mutua presencia e incluso el cariño que emerge del coqueteo compartido. “Cada uno ha sido una especie de testigo, en un momento dado, de alguna emoción del otro. De allí que nos queramos un poco todos”, escribe sobre el final. Todas estas idas y vueltas son excusas maravillosas para que Lange pruebe, en efecto, todas sus herramientas: su capacidad de crear voces de personajes singulares, de armar momentos y malos entendidos, de organizar la mirada de Ingrid en una tercera persona que se ubica en su cabeza y muy cerca de su piel pero que no termina de estar del lado de adentro del pecho.
Y detrás de todo, creo, como un murmullo, hay una pregunta fundamental por el deseo femenino, por la forma en que las mujeres aprendemos el deseo primero de la mirada de los otros, de esos ojos celestes que a Ingrid “le suben por las piernas, le llegan a la cintura, ingenuos y redondeados por la curiosidad”. Ingrid opina sobre los hábitos y las inmoralidades de los marineros, se harta también de sus asedios, pero Lange se cuida mucho de darle un contenido al deseo de ella; da la sensación de que el propio sentido de sí misma de Ingrid está, al mismo tiempo, fabricado y puesto en peligro por todas esas demandas de amor que se le cruzan. Puedo entender que los escritores del círculo de Lange, por sensibles que hayan sido en otros aspectos —gente como Girondo, como el propio Borges— no hayan entendido que una novela sobre banalidades como estas es una novela sobre la formación de la subjetividad. Hay un punto ciego ahí, que una misma reproduce cuando piensa que efectivamente hablar de coqueteos olvidables es hablar de tonterías, a diferencia de hablar de amor o de parejas o de solideces. Quizás es mejor que siga siendo así; preservar a la seducción del manto pesado y solemne de las cosas importantes.
TT
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