Los Anawim
María era una adolescente y, aunque no lo sabemos con certeza, posiblemente también lo era José. Ella, embarazada, él, un obrero. Así, la pareja tuvo que viajar ocho días para hacer un trámite impuesto por el emperador Cesar Augusto que, desde el Palacio Palatino, a más de dos mil kilómetros de distancia, imponía sus leyes. El gobernante títere del Imperio, Herodes, hizo cumplir la órden a sus súbditos para complacer a los amos de la Roma Aeterna.
No debe haber sido fácil el viaje, sobre todo para María, con su embarazo tan avanzado, cuando debía estar en su casa, rodeada de sus familiares y amigos. Imaginemos a esos dos jóvenes caminando por una disposición injusta de un poder extranjero. Sólo los dos, forzados a un largo y peligroso camino.
Cuando llegaron a Belén no encontraron refugio. Nadie les dio un lugar para dormir. No había techo para ellos. El embarazo de María llegaba a su término y no había lugar para ellos en ninguna posada. Sólo encontraron un refugio entre animales, en un establo o tal vez una cueva.
Sólo los dos, casi a la intemperie en una noche fría -porque hace frío, mucho frío, en las noches invernales de Belén- ¡Qué miedo deben haber sentido cuando empezó el parto! Ese niño nació ahí; podría haber muerto, pero vivió. En aquel tiempo, la mitad de los bebés morían. Pero él vivió.
María también vivió. Tal vez perdiendo mucha sangre, seguro todavía dolorida, ella tomó a su hijo y lo envolvió con unos pedazos de tela. Tal vez era lino, tal vez eran trapos. No sabemos. Esos eran los pañales de María. Lo envolvió, todo como se hacía en ese tiempo, como todavía se hace en algunas culturas andinas. Lo envolvió así, con todo su amor, lo colocó en su cunita: el pesebre. Abrazada a José, miró a su hijo. ¿Lloraban? ¿Reían? Eran tan jóvenes, tan pobres, estaban en una situación tan crítica y, sin embargo ahí, dignos de toda dignidad, los tres.
¿Saben qué era un pesebre? A veces pensamos que es la maqueta que ponemos con tanto amor el día de reyes. No es eso. Es un recipiente para que coman los animales. Algo así cómo una palangana. Ahí estaba Jesús. Ahí recibió la familia a sus primeros visitantes: unos pobres campesinos que cuidaban sus ovejas de la invernada. Un niño frágil, envuelto en trapos, colocado en una palangana, bajo la paja de un establo, nacido de una adolescente, junto a su padre humilde, agotados después de un viaje forzado, bajo las estrellas, en una noche fría, en un pequeño pueblo lejos de las grandes ciudades.
La escena es tan sublime, tan conmovedora, que sólo merece ser contemplada en silencio, con admiración, con lágrimas o con una sonrisa de ternura, con alegría o añoranza; pero hay gente que no puede. Hay algo en esa escena que subleva a los espíritus mezquinos y soberbios. Tienen que ridiculizarla, negarla, edulcorarla, tergiversarla. Hay algo que los escandaliza.
Tal vez sea porque ese niño, que ya por las condiciones de su nacimiento era un símbolo de luz en medio de la oscuridad, era un anawim (עֲנָוִים). Un sencillo hijo de sencillos. Pobre hijo de pobre. Ese niño iba a cambiarlo todo, todo, todo. No era hijo de un político ni de un banquero ni de un millonario ni de un periodista ni de un streamer ni de una estrella del cine ni de un piloto de Fórmula 1 ni de un astro del fútbol ni de un intelectual ni de nadie “especial”.
Ese niño que tenía todos los números para morir en el camino sin que nadie más que su madre adolescente y su padre obrero, plebe de todos los tiempos y lugares, excluidos de todos los tiempos y lugares, derramasen una sóla lágrima por él… Ese niño, así nacido, se convirtió en la esperanza de millares de pobres y oprimidos hasta hoy. Nada sobrenatural he descrito hasta ahora y es suficiente para que cualquiera con un poco de corazón contemple admirado la noche mágica de la Navidad y llene su espíritu de un amor profundo por la humanidad, por un respeto infinito por los pobres.
JG
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