OPINION

El carnaval y un patrimonio cultural por recobrar

2 de marzo de 2025 01:34 h

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Este fin de semana comenzamos a despedir el carnaval. Poca gente lo sabe, pero hace unos 130 años el carnaval de Buenos Aires era uno de los más grandes y alegres del mundo. La masividad y locura que alcanzaba sorprendía a los visitantes extranjeros. Cuesta imaginarlo viendo los pequeños corsos actuales, pero así era. ¿Cómo fue que llegó a ese esplendor y por qué y cuándo decayó? En parte, la respuesta a esas preguntas se entrelaza con otra historia, incluso menos conocida: la de los afroporteños. 

En tiempos de la Revolución de Mayo, cuando todavía existía la esclavitud y los blancos se creían con derecho a comprar y vender personas raptadas del África o a sus descendientes, los negros porteños ya eran protagonistas centrales de la celebración. Aprovechando la permisividad de la fiesta, que suspendía por un momento las reglas del tiempo normal, se ponían en pie de igualdad, atreviéndose a mojar a los blancos en el juego del agua, el mayor divertimento en esos tiempos. Más tarde, en la década de 1860, a poco de abolida la esclavitud, los periódicos los reportan también en los bailes, mezclados entre una mayoría blanca. Cuando se organizó el primer corso en Buenos Aires, en 1869, aportaron una comparsa propia, la primera, que marchó junto a una decena de otras de blancos. El ejemplo cundió rápidamente y en los veinte años siguientes las agrupaciones de afroporteños se multiplicaron hasta sumar varias decenas. Algunas de ellas introdujeron en la fiesta el ritmo, las coreografías y vestuarios que venían del candombe, una expresión cultural que los negros rioplatenses habían dado a luz algunas décadas antes y que, gracias al carnaval, pudo mostrarse a cielo abierto para todo el público. Pronto cautivó a los blancos de clase baja, que aprendieron a tocar los tambores y bailar el candombe como hacían los negros. De hecho, en el último tramo del sigo XIX abundaron las comparsas mixtas, animadas por blancos pobres y negros. Para entonces, la sonoridad del tamboril había ocupado el centro de la escena. 

La visibilidad que tuvo la cultura de raíz afro y su enorme atractivo para el público blanco chocaron entonces con las narrativas que proponían las élites que dirigían el país. A fines del siglo XIX, aprovechando la gigantesca oleada de inmigración que estaba llegando, ellas comenzaron a difundir esa visión fantasiosa que aún nos acompaña, que nos invita a pensar que la Argentina es un país “blanco y europeo” y, por ello, se distingue del resto de América Latina, morena y más heterogénea. Para esa narrativa excluyente, los negros y sus aportes culturales estaban de más. Sobraban. Y sin embargo allí estaban, mostrándose y haciéndose oír en cada carnaval y, lo que era peor, “contagiando” a los blancos de clase popular, tanto criollos como inmigrantes. 

En 1894 esa tensión larvada se volvió explícita, cuando la policía porteña, sin previo aviso, prohibió la actuación de las comparsas candomberas, sin importar quiénes las integraran. No podrían actuar ni las compuestas por negros, ni las que eran exclusivamente de blancos, ni las mixtas. El candombe quedaba totalmente excluido del carnaval. La excusa era que el tronar de los tambores, descalificado como “ruido”, no permitía al público disfrutar de las melodías que ejecutaban las comparsas de estética e instrumentos europeos, la verdadera “música”. Detrás de esa querella por los sonidos –ruido africano o armonía europea– se jugaba cuál debía ser el perfil étnico y el color de la nación argentina. Nada menos.

Tras la prohibición, las comparsas candomberas desaparecieron de la escena, al menos en el centro (en los barrios periféricos y en el gran Buenos Aires siguieron actuando, lo mismo que en varias ciudades del resto del país). Sin embargo, la semilla que dejaron no se secó. Durante el siglo XX la estética candombera se fue filtrando en otras expresiones culturales populares, como el tango y la milonga, y permaneció de manera solapada en las murgas, cuyos bombos todavía utilizan hoy, acaso sin saberlo, el mismo toque que ejecutaban los afroporteños hace 130 años. A pesar de las presiones de las élites, la cultura de raíz afro fue absolutamente central en la formación de la cultura popular porteña.

La de 1894 fue una más en una serie de prohibiciones y limitaciones que continuarían. En buena medida, el progresivo debilitamiento de la celebración tuvo que ver con ellas. La fiesta, sin embargo, se las arregló para seguir siendo bastante masiva hasta que llegó la última dictadura, que prohibió el carnaval por completo. Cuando retornó la democracia en 1983 el carnaval fue renaciendo lentamente, pero ya no alcanzó la alegría de antes.

La comparación con Montevideo nos da una clave más sobre los motivos de ese declive. Hacia 1890 la fiesta era en ambas orillas casi calcada: también abundaban los candomberos en la capital uruguaya y también allí su “ruido” fastidiaba a algunos. Siguiendo los pasos de Buenos Aires, intentaron prohibir el candombe en Montevideo. Pero por suerte para los uruguayos no lo consiguieron. La estética candombera, cultivada por negros y por blancos de clase baja, siguió floreciendo. A comienzos del siglo XX, mientras la policía patrullaba y vigilaba la diversión en Buenos Aires, las élites montevideanas, menos obtusas que las nuestras, comprendieron el potencial turístico del carnaval y, lejos de entorpecerlo, comenzaron a darle apoyo financiero. Lo notó el diario La Prensa en 1912: “Mientras el carnaval tiende a desaparecer en Buenos Aires, resurge con vida plena en la vecina ciudad de Montevideo, donde autoridades, pueblo y comercio se asocian para festejarlo”. Durante décadas los premios y concursos incentivaron la fiesta, en particular su expresión candombera. Hoy en la capital uruguaya tiene un despliegue estético y una masividad envidiables, que contrastan con la debilidad de Buenos Aires, cuyas autoridades aportan poco y de mala gana al sostenimiento de los corsos. A diferencia de la Argentina, que sigue invisibilizando el aporte afro, el candombe se transformó en el ritmo nacional uruguayo.

Nada indica que los dirigentes argentinos, hoy más embrutecidos que nunca, vayan a aprender la lección que nos da el ejemplo montevideano. Cuando estos tiempos oscuros pasen –pasarán, se los prometo– acaso tengamos ocasión de revalorizar el patrimonio inmaterial de los porteños. Mientras tanto, lectores, lectoras, no pierdan la oportunidad de disfrutar el espectáculo de nuestras murgas este fin de semana. 

Esta columna retoma cuestiones desarrolladas en mi libro 'La fiesta de los negros: una historia del antiguo carnaval de Buenos Aires y su legado en la cultura popular', publicado en 2024 por editorial Siglo veintiuno.