La casa de los aduaneros
En la librería Fausto que ahora es Distal, trabajaba Pedro Wolcowicz. La librería Fausto editaba también una colección de libros. Si encuentran libros de esa editorial en las mesas de usados, cómprenlos sin dudar aunque no sepan quién es la escritora o el escritor que publican: todos eran buenos y tenían grandes traducciones. Un día, Pedro me recomendó un libro de la editorial Fausto que contenía dos libros de un poeta que yo no había escuchado nombrar: Eugenio Montale. Huesos de Jibia y Las ocasiones en un mismo volumen. Era bilingüe, yo podía cotejar las traducciones de Horacio Armani.
Pedro Wolcowicz era un librero que leía todo. Y no sólo eso. También sabía cuáles eran las buenas traducciones y dónde estaban los libros que estabas buscando. Me pregunto si él salía a recorrer librerías en sus horas libres. Yo estaba buscando un invierno Meridiano de sangre de Cormac Mc Carthy y él me dijo en qué librería, y en qué sector de la librería, se encontraba saldado. También me dijo que la traducción no le parecía muy buena. Pedro era un hombre delgado y alto. Siempre usaba camisas y tenía lentes policromáticos. El pelo castaño peinado hacia atrás. Cuando murió, Santiago Llach le escribió un poema: “Murió el último librero/ murió el último librero, Pedro Wolcowicz/ el hombre de lentes polarizados que lo había leído todo./ Había leído un millón de poemas malos/ pero seguro que también había leído a Borges/ y un montón de buenas novelas extranjeras/ estaba todo el día al pie con sus anteojos ahumados/ en la vieja Fausto de Corrientes y Talcahuano/ no se sabe cuándo era que el tipo leía tanto/ pero en mi cuarto que da/ al pulmón de la misma manzana/ se podía oír el runrún de la / cabeza de Pedro/ devorando letra tras letra(…) Antes de fin de año/ llegarán a la patria containers/ y containers/ repletos de tabletas electrónicas/ antes de fin de año/ el libro en papel estará muerto./ Pedro lo sabía y se murió/ él también/ su lugar en Fausto que ahora / se llama Cúspide/ lo ocupa una actriz que se llama/ Estefanía”.
Montale escribía lentísimo. Era una lírica extraña. Parecía condensar y dejar afuera un montón de cosas y uno se tenía que volver un lector activo para tratar de entender de qué iba el poema. Me fascinó. Hay un poema que está casi al final de Huesos de jibia –de 1925- que se llama “Arsenio” y que a mí me parece que prefigura a los poemas tremendos que va a escribir en su libro posterior Las ocasiones, de 1939. Montale fue publicando a los largo de su vida libros de poemas cada diez o quince años. Le gustaba el slow food. Tuvo una vida tranquila, sin grandes gestas heroicas. Y hay dos aspectos de su biografía que podrían juzgarse como extraordinarios: sirvió como oficial de infantería durante la primera guerra mundial y recibió el premio Nobel de Literatura en 1975.
Los críticos lo ubicaron dentro de una corriente literaria llamada El Hermetismo, junto a Saba, y Ungaretti. Montale utilizaba el correlato objetivo para escribir sus poemas, concepto que había teorizado T.S. Eliot en un ensayo sobre Shakespeare, pero que Montale nunca había leído y según sus palabras “lo hacía de manera instintiva”. El hermetismo, la condensación de imágenes que vuelven a veces críptico al poema, podría surgir de una predisposición espiritual, pero también sin dudas, como una respuesta al fascismo que reinaba en Italia. Si antes, en la época de Dante estaba el Dulce Stil Nuovo, bajo Mussolini estaba el Duce Stil Nuovo. Había que escribir para que la censura y el lugar común no entendieran.
Durante toda su vida Montale -como mucha otra gente- padeció no encontrar empleo. En 1929 consigue el puesto de director del Gabinete Vienesux, una biblioteca y sala de actos literarios de Florencia: “Tengo el pan asegurado por unos años, problema que me había parecido hasta ahora insoluble y que casi me vuelve loco”, le escribe en una carta a un amigo. Pero le dura poco porque frente al avance del fascismo decide renunciar. En difícil ser un gran poeta si no se es un traidor a la patria, a lo que en ese momento se considere la patria.
Creo que leí mil veces el poema de Montale, que está en Las ocasiones, y se llama “La casa de los aduaneros”. En la mayoría de los poemas de Montale se le habla a un “ella” que ya no está, a la que se rememora, y que da el tono melancólico de su poesía, ese “vacío que nos invade”. Esto, para mí, forma parte de la influencia central de Dante y la terza rima, esos versos construidos, como el cristal, desde adentro hacia afuera, y no como la piedra del escultor desde afuera hacia adentro.
Montale escribía en papelitos, boletos de tren, cualquier cosa que tenía a mano. “No recordás la casa de los aduaneros/ sobre el barranco a pico de la escollera./ Desolada te espera desde la noche/ que en ella entró el enjambre de tus pensamientos/ e inquieto se detuvo”.
Hasta ahí en esta primera estrofa, no se sabe a quién le está hablando el poema, puede que se hable a sí mismo. A Montale no le importa tranquilizar al lector.
“La sudestada golpea hace años los viejos muros/ y no es alegre ya el sonido de tu risa:/la brújula se mueve enloquecida a la aventura/ y el cálculo de los dados ya no es favorable./ No recordás: otro tiempo distrae/ tu memoria; un hilo se devana.”
Los dados pueden ser una alusión al golpe de dados mallarmeano, Montale escribe después de la poesía pura que buscaba el francés. Me gusta lo táctil del hilo que se devana en el último verso de esta segunda estrofa. Me gusta que un poema sea táctil como lo que sentimos cuando tocamos un paquete de cigarrillos. En la estrofa que sigue el poeta sostiene al hilo que se acaba de desgajar del poema.
“Todavía sostengo un extremo: más se aleja/ la casa y sobre el techo la veleta/ ennegrecida gira sin piedad./ tengo un extremo pero vos estás sola, ni respirás acá en la oscuridad.”
En esta estrofa aparece por primera vez el tú al que le habla y que es el de una mujer que ya no está. Se fue, murió, es un fantasma. Qué importa. La brújula de la estrofa anterior y la veleta giran ambas una enloquecida y la otra ennegrecida, como si fueran dos hélices que mueven al poema, que ondula como el mar, va y viene:
“Oh el horizonte en fuga, dónde se enciende,/ rara, la luz del petrolero!/ ¿El paso es este? (Nuevamente el oleaje/pulula sobre el barranco que se parte..)/ No recordás ya la casa de esta/ noche mía. Y no sé quién se va ni quién se queda”.
Qué lindo poner “Oh” en un poema. Y Montale en vez de narrar que la tripulación del barco petrolero pregunta si es éste el paso para entrar en el puerto, condensa la acción en una única pregunta que se hace el que narra el poema: “¿El paso es este?”. De esta manera la pregunta que es práctica se vuelve existencial. Porque mas allá de las publicidades afirmativas de ciertos productos deportivos, de la arenga en los vestuarios y los ritos de la fertilidad, lo cierto es que no sabemos adónde vamos ni de dónde venimos.
FC
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