Perdón que interrumpa
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Opinión
Cristina y Macri frente a una política que diseñaron para no tener que hablarse
¿Qué está primero, el huevo o la gallina? ¿La diferencia o el acuerdo? La política está hecha de los dos. El subtítulo obvio de un acuerdo –de una negociación– es entre quiénes y para qué. Se haga o no, el comentario de esta semana se imbrica en la posibilidad de que Cristina y Macri se encuentren. De un lado empujan que ellos son capaces de hacerlo, del otro miraron con desconfianza y escepticismo, el menos de arranque. Juntarnos, ¿para qué?
Quienes frecuentan a Macri por estos días dicen que repite lo de siempre –“para diálogo está el parlamento”–, pero también se lo escuchó decir en público, en modo levemente sobrador, la frase de que “con la Constitución en la mesa”. Por lo pronto hará falta una Constitución. Cristina apareció rodeada de curas, hermanas y creyentes sugiriendo no sólo la necesidad de un diálogo sin límites ideológicos (Parrilli explicitó que la vicepresidenta también se sentaría a dialogar con Macri) sino además, en ese mismo gesto puso un cierto límite a la interpretación conspirativa del magnicidio fallido: nadie se juntaría con su victimario. Parece irreal tener que escribirlo así, pero los vozarrones sobre un ilimitado “¿qué hay detrás de la banda de los copitos?” se contrastan ahora con esta aparente decisión de Cristina de no cerrarse a dialogar con quien desde hace años es su enemigo íntimo.
El runrún de la semana entonces (el “teléfono rojo”) escenificado en la visita protocolar del senador José Torello, íntimo amigo de Macri, hace tiempo al despacho de CFK, se revela también sobre algo básico: como si la política no tuviera mil capítulos así, de cafecitos, cruzadas en pasillos, presentaciones, saludos de cumpleaños, cumplidos. La “sorpresiva” emoción unánime que suscitó la enfermedad de Esteban Bullrich, por ejemplo, fue otro síntoma de una pedagogía perdida desde el vamos: la polarización fogonea una idea de intratabilidad elemental entre políticos. Una sociabilidad rota en pos de nunca traicionar la inercia “algorítmica” de la representación: el político será tan brutal como lo puede ser un panelista porque así lo piden sus bases. Como si Fernando Iglesias no se riera del chiste de un oficialista, como si Eduardo Valdés no pudiera ver “en línea” a Macri en guasap, como si Milei no le diera la mano a la casta en un pasillo camino al baño.
Para algo y contra algo
Una pregunta muy primaria, ¿qué podrían acordar (si es que así evoluciona de producirse un encuentro) los que acordaron justamente que su desacuerdo es el motor principal de la política? Llevamos años de esta pedagogía intelectual desde los polos. Pero todo acuerdo es contra algo y para algo. Veámoslo en la Historia.
Un día de septiembre del lejano 1970 le escribieron a Ricardo Balbín una carta. Jorge Paladino se la dio en la mano. Era del General Perón y empezaba así: “Estimado compatriota”. Para Perón el radicalismo del pueblo y el justicialismo eran fuerzas populares con “ideologías y doctrinas similares”. Dos años después, en noviembre de 1972, se concretó el abrazo en la casa de Gaspar Campos. Balbín ese día se arrugó el saco y la solemnidad para saltar una tapia y entrar por atrás a la casa esquivando a la gente y a la prensa. Ya habían hecho nacer “la hora del pueblo”, y en ese abrazo concreto ahogaban sus dramas del pasado (Balbín preso, Perón derrocado) y a la vez se ponían espalda con espalda frente a las tormentas de una época que los superaba. Acordaban contra algo: contra una dictadura. Y para algo: para que haya democracia. Se fue Lanusse, llegaron los votos. Cuando Perón murió, Balbín puso palabras a la altura señorial del soldado que lloró frente al ataúd y a la altura espiritual de la gente simple que llevaba su flor. Esta emoción pasaba por debajo de la balacera interna entre peronistas. “Yo con Balbín voy a cualquier parte”, había dicho Perón. Hay un bello libro sobre esta amistad de Enrique Pavón Pereyra.
Alfonsín y Menem, un 4 de noviembre de 1993, sellaron el primer acuerdo para una nueva Constitución. “Todos” estuvieron ahí. Los archivos no dejan mentir. Chacho Álvarez con sus primeros millones de votos, su ardiente oratoria y su intento de romper el Núcleo de Coincidencias Básicas de radicales y justicialistas le puso picante a algo que venía bastante cocinado. Augusto Alasino, sonriente espectador y jefe justicialista, gozaba la esgrima de esa interna progresista (el fogoso debate entre Chacho y Alfonsín) mientras tenía sentada a su lado a Cristina Fernández de Kirchner. Ese primer paso del acuerdo fue en la casa de Dante Caputo, cerquita de la quinta de Olivos. Muchas cosas a Alfonsín lo motivaban o mortificaban, una sobre todo: qué estaba dispuesto a hacer Menem para ser reelecto. Menem se dejó peinar por el viento de esa historia: cedía en la agenda un tercer senador provincial, la autonomía porteña, el jefe de gabinete y ganaba su reelección. El famoso “nosotros ponemos los votos, ellos ponen la república”. El acuerdo se escribía en la piedra y en la arena. Se hacía contra algo: el peligroso afán reeleccionista de Menem. Y para algo: para que haya una Constitución votada en democracia.
Duhalde quiso reescribir su gobierno de 2002 y 2003 como el fruto de su acuerdo con Alfonsín. Sin la “legitimidad de origen” de los votos, llevó lejos esa leyenda para arrimarla más a un cuento de hadas republicanas. ¿Cuánto poder real tenía Alfonsín en ese entonces, más allá de la buena amistad compartida? Si Menem y Corach le daban a Alfonsín el sobrenombre de estadista, si Cristina lo homenajeó en vida y en cadena, si Alberto Fernández lo declaró su inspiración intelectual, Duhalde fue más lejos que todos los otros peronistas: lo quiso hacer partícipe de un gobierno que no cometió. El gobierno productivista, que devaluó y no dolarizó sacando al país de la convertibilidad (y de la crisis), tuvo en Duhalde su exclusiva ejecución. Pero, entre mito y realidad, el supuesto acuerdo de Duhalde y Alfonsín se hacía contra algo: contra el 1 a 1. Y para algo: para que siga habiendo democracia representativa frente a los políticos que no podían pisar un restaurante sin que los boxearan. Duhalde caminaba en paralelo a aquella furia horizontalista en la ciudad (¿a cuánto estamos de que la Asamblea Barrial de Plaza de Mayo se arrogue la gestión participativa de la Casa Rosada?, se preguntaban varios peronistas).
¿Hubo más “acuerdos”? Más acá en el tiempo, podríamos versionar que el hoy apagado Frente de Todos también nació de un acuerdo entre viejos adversarios. Hay algo de Perones y Balbines en esa secuencia de reencuentros entre Alberto y Cristina o, sobre todo, Cristina y Massa. Massa les había ganado en las urnas al kirchnerismo, mientras ellos lo creían el Judas del relato. Porque Massa, se supone, encarnaba el otro modelo económico contra el que se construía el cristinismo. Massa terminó no sólo como parte central del acuerdo del Frente años después, sino que, una vez evaporada la interna con Alberto, se vio de fondo el sostén mínimamente sólido que mantiene en vida al gobierno: la articulación entre Massa y Cristina. Ese es su hueso más intacto aún. Entonces, pasamos del Massa ortodoxo a éste que tiene el manejo de la economía sin medias tintas ideológicas y con el Norte que anteriormente se había cuestionado. Finalmente es Massa el cerebro económico de este gobierno, sin cambiar sus ideas. Porque de eso se trató su reciente viaje, el programa mínimo: empalmar la Argentina con Estados Unidos, cumplir las metas del Fondo y traducir hacia abajo una proclama a la que el tigrense nunca le tuvo asco (como la mencionó Pablo Ibáñez: dólares en las reservas y pesos en la calle). El acuerdo frentetodista pese a su desangelada actualidad se hizo contra alguien: contra Macri. Y para algo: para que el peronismo vuelva al poder.
Con el conflicto en el centro
Tras el atentado a Cristina siguieron días de novedades judiciales en la investigación y la difusión de encuestas que dicen que nada cambió mucho después. La política argentina parece regida bajo una ley de hierro que el periodista Mariano D’Arrigo nombra así: “hoy la principal fuerza política es la inercia”. Una de esas inercias es también la centralidad de CFK: ¿cuándo no es central Cristina? Lo es hasta cuando calla. Así, cada vez que se dice “Cristina volvió al centro” parece decirse más una descripción de la gestión del centro que ella misma hace, que la de una realidad física de la política. Una verdad troileana: “siempre está volviendo”. Es el supuesto regreso a un lugar del que nunca se fue porque omite, por ejemplo, que meses atrás ocupaba el centro en una serie de discursos que recordaban a las nominaciones de Gran Hermano: hablaba los viernes o sábados y vivíamos un fin de semana de temblor y renuncias.
“La gracia es juntarse con los que piensan distinto y ver, si al menos en economía, podemos tener un acuerdo mínimo”, dijo Cristina este jueves nombrando la gracia que no le hizo la “pluralidad” del gabinete económico anterior. El rumor que proyecta acuerdos o promesas de desescaladas ocurre porque, más allá de la letra chica de las discusiones académicas en torno al odio, la polarización, ese “vigoroso estado de salud” del sistema político según muchos, se parece a los “incendios controlados” a los que se les escapa una chispa: por un instante se rompió el pacto del 83, como dijeron muchos. (Aunque fuera un orden civil con sucesivas turbulencias: sublevaciones militares, motines policiales, intento de asesinato también a Alfonsín, atentados terroristas, etc.)
Si toda negociación y acuerdo es el triunfo de las partes, lo es, también, por un principio de fe: el otro tiene un poder que podrá usar a mi favor. Cuando a Marcos Peña le pedían Moncloas siendo el cerebro detrás de Macri, solía decir –palabras más, palabras menos– que el problema de un acuerdo es que se basa en la idea de que el otro tiene poder corporativo. Y para él, el poder en la Argentina es más líquido, es algo que puede quedar en la puerta de la Casa Rosada cuando alguien entra a “negociar”. Aunque su gobierno se basó en una serie de acuerdos corporativos (al menos su búsqueda), en ese enunciado también había “semillas de verdad”. Si Macri acuerda algo con Cristina, en ese instante, ¿deja de ser Macri para los macristas?
Los acuerdos en Argentina parecen notorios sólo con retroactividad. Como sedimentos, como verdades no firmadas, como saldos de una época. Pero nadie quiere educar a su soberano en el acuerdo. Macri y Cristina están unidos en ese juego de bloqueos mutuos. En el empate. Así, sin resultados, con gobernabilidades de márgenes pírricos, la costumbre es impedir y “abrir procesos de debates”. El sistema de salud, la economía bimonetaria, el régimen penal juvenil, la inflación multicausal. Podemos nombrar decenas. ¿Y qué pasa si nos preguntamos por los resultados de esos “debates”? Otro efecto 2001: un asambleísmo estatizado. Los debates son infinitos, los pueblos y su paciencia no.
¿Qué hay entonces en este llamado al diálogo? ¿El intento de detentar el gesto? ¿El diálogo por el diálogo en sí mismo? ¿Poder decir: “el otro no quiso”? ¿Pide el diálogo el que está débil? ¿Será un diálogo sincero sobre la economía, como sugirió Cristina en la mención a su reunión con Melconián? ¿Será como esa especulación casi ingenua de que se juntan “para encontrar una solución política a sus problemas judiciales” (como si alguien tuviera la botonera que desactiva causas)? La política pronuncia en estos días entonces su mayor desafío o su imposible, su karma: el acuerdo. Ya ni siquiera importa sobre qué. Pero el pedido, la sugerencia, salió de las filas cristinistas. ¿Cristina se reconoce en su límite? Y no es cualquier contexto, claro (el contexto sigue siendo los hechos del 1 de septiembre). El sociólogo Esteban De Gori echa luz sobre esa especie de yuxtaposición o asociación mecánica entre polarización y conflicto. Ayuda a pensar porque no se coloca en un pedestal consensualista, más bien dice que el conflicto es inerradicable en la política y que hay toda una literatura que fundamenta esa cuestión. “Pero el conflicto también supone –sostiene De Gori– el momento de su administración, inclusive de su suspensión.” Es decir, la paradoja de que habilita acuerdos, marchas y contramarchas. Conflicto y resultado, el conflicto tiene su reloj de arena. “La idea de conflicto supone una idea de lo social. Porque en última instancia, una de las dimensiones del conflicto es su suspensión, su reducción de velocidad. Todo en nombre de poder vivir en común. La idea de la polarización es una especie de huracán permanente, que todo el tiempo está pensándose como una estructuración –en algunos casos– virtuosa de lo político”, agrega. De Gori no habla de la polarización inevitable en una sociedad, sino de lo que hace la política con ella. “El riesgo de alimentar la polarización es que nos puede hacer perder la idea de la habitabilidad en común”, dice De Gori.
Los acuerdos se empiezan cuando la política está en un límite. Hoy, en el límite de lo que puede resolver después de largos años de crisis. ¿Y entonces? ¿Qué abre esto que pasó? ¿Qué podría esperar la sociedad que acordaran? Cualquier diálogo que comience hipotéticamente a tenderse en el horizonte será contra y para algo. Si así fuera entre el ingeniero y la vicepresidenta en principio se podría pensar desde afuera que sería para dar una señal tan elemental como que no se mate en política. Y en segunda instancia, definitivamente sobre “la gracia del desacuerdo económico”, para que de una vez la Argentina se encamine en la solución de alguno de sus problemas. Romper la inercia política de estos años: ser algo más que hinchas de su hinchada.
MR
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