Después de muchos años de recomendaciones de amigos me senté a mirar White Lotus. lLa primera temporada, claro, porque no había visto ninguna, aunque ahora esté todo el mundo comentando la tercera. No me enamoró porque claramente no aspira a tener alma, aunque sí divierte e interesa y funciona muy bien, y tiene algo así como un “alma residual” dada por el talento de toda la gente involucrada que actúa, filma y escribe muy bien. Es una franquicia buena, como McDonald´s, Häagen-Dazs o los mismos ClubMed que la serie se propone parodiar. De eso se trata, entonces: un hotel de lujo distinto cada vez, los huéspedes que llegan, el staff permanente que hace que todo suceda y un asesinato para darle una especie de ancla argumental (y un clima de misterio y tragedia) a cada temporada.
Supongo que mis amigos me la recomendaron, también, porque es un tema que me interesa: la obsesión contemporánea con el turismo y el consumo de experiencias, la idea de que para descansar y relajarse hay que generar contextos muy costosos y muy específicos que en general terminan siendo paradójicamente estresantes (que si nos perdemos el desayuno, que la certificación de buceo) y toda la batería de creencias que hay que sostener o suspender para participar de esta clase de vacaciones.
La serie hace mucho hincapié en esto último, de una manera inteligente: a diferencia de lo que sucede en los all inclusive de la vida real, al menos en la experiencia del huésped, los empleados del hotel son muy protagonistas. Si la gracia en el all inclusive es regresar a esa sensación de calma infantil en la que el papel higiénico se cambia solo, en White Lotus está todo el tiempo a la vista la cantidad de trabajo precario y esforzado que hace falta para sostener esa apariencia de que todo funciona sobre ruedas. Está claro que la serie tiene una intención crítica respecto de ese turismo de lujo: para que los ricos se diviertan, hace falta que los pobres se sacrifiquen. No hay nada inocente, dice White Lotus, en el lujo.
Estuve pensando si la crítica que hace White Lotus cae en ese tipo de discurso que David Foster Wallace (que el viernes pasado hubiera cumplido 63 años) llamó, de manera despectiva, ironía autoconsciente. Estuve hace poco dando en taller el ensayo “De Unibus Pluram”, en el que Foster Wallace desarrolla este concepto, sobre todo en relación con la televisión: para Foster Wallace, el problema de la autocrítica irónica que hace la televisión, y que en los 90 permeaba a toda la cultura pública es que esa autocrítica no solamente no construye nada: parece constituir una especie de blindaje cínico contra el cambio.
Foster Wallace no llegó a verlo, pero esa ironía autoconsciente de la cultura pop no quedó confinada a la década del noventa. Si hoy una sale a quejarse de que las mismas actrices que protagonizan películas sobre la violencia de los estándares de belleza participan activamente de esos estándares lo más probable es que sea acusada de solemne o aguafiestas; lo mismo con las estrellas que se escandalizan ante cualquier cosa, pero viven arriba de un avión privado, dando lecciones de moral mientras sus huellas de carbono semanales sobrepasan lo que las personas normales hacemos en una década. No es que no se pueda “denunciar” estas cosas: es que una se ve y e siente ridícula. El problema del imperio de la ironía es que hablar en serio pasa a ser de tontolón.
Aunque creo que este sigue siendo el clima de época, creo que estamos en un momento de cambio. Nuestra cultura, y en especial la juventud, se está cansando un poco de lo que Foster Wallace llegó a llamar “el autoritarismo” de la ironía y la imposibilidad de hablar en serio: tanto el fundamentalismo woke como la nueva derecha neoconservadora son sintomáticas de ese cansancio. Por eso, si bien está claro que en White Lotus hay ironía sobre el turismo de lujo, creo que los personajes de los trabajadores representan una crítica seria y ya no irónica contra la industria turística y relaciones desiguales que reproduce; una crítica ingenua, en el mejor de los sentidos.
Foster Wallace hace pocas menciones en “E Unibus Pluram” al universo de la política profesional; creo que solo aparece el caso de Watergate como ejemplo de esta lógica irónica en la que nadie dice la verdad de frente en el terreno de la política. Pasa rápido esa alusión, pero Foster Wallace reconoce su gravedad, cuando la ironía autoconsciente llega efectivamente a la política es porque ya no hay ningún límite. Si ni los presidentes dicen la verdad, no tiene ni sentido jugar el juego de hablar en serio.
Vivimos, por supuesto, en el mundo post Watergate en el que nadie le cree a los políticos, y en el que los políticos piensan que les rinde más ser influencers que políticos. Pero en el terreno de la política eso nunca termina de ser del todo verdad. La política se mueve siempre entre la lógica de la espectacularización y de la seguir sosteniendo cierta formalidad del siglo XX; los políticos todavía usan traje; incluso los más iconoclastas de ellos todavía dan discursos de apertura de sesiones y van a aparatosos eventos diplomáticos. En pocas palabras: todavía tienen que lograr que la gente, en algún sentido, crea que están diciendo la verdad, en el sentido al menos de decir su verdad, de estar hablando en serio sobre algo de lo que están convencidos.
Pienso que esa fue una de las principales ventajas que tuvieron los libertarios en las elecciones de 2023, la de ser los únicos que, equivocados o no, hablaban convencidos y en serio entre los cortesanos irónicos de la vieja política. Importaba menos si tenían razón que esa actitud lineal y sincera. No creo que la estafa de Milei vaya a tener consecuencias terminales para su gobierno, sí creo que le hizo perder en alguna medida esa ventaja comparativa, esa honestidad antiirónica que al menos sus seguidores (y muchos votantes menos comprometidos) veían en él. Y no soy analista política, pero yo no subestimaría tan rápido esta pérdida.
TT/MF