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QUÉ ESCUCHAR

Il loggione

Franco Battiato

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“A los italianos sólo les interesa la ópera”, se quejaba Héctor Berlioz en sus Memorías. Allí aseguraba, también, que su sueño era ver incendiarse el Teatro Italiano de París con Rossini y todos los rossinianos dentro. Sin llegar tan lejos, a Robert Schumann, en sus Escritos musicales, le bastaba con una frase para describir los pesares de la vida musical en la Alemania de 1830: “Rossini gobernaba la escena”. Es cierto que la ópera –el melodrama– es una invención italiana. Lo que tal vez también sea verdad es que haya sido la ópera la que acabo creando a Italia, ese lugar donde las arias se silbaban y cantaban por las calles.

Si la canción popular está presente en cada aria de Verdi, Cilea o Puccini, también, a la inversa, el mundo de los cantantes líricos impregnó –y acabó diseñando– la imagen de lo que es para el mundo una canzonetta napolitana. Y, de hecho, no hay canciones populares italianas que no le deban algo –y a veces mucho– al universo de la ópera, como demuestran dos piezas tomadas casi al azar: “Il Loggione”, de Paolo Conte, con la voz de un tenor como lejano eco de un triángulo amoroso jugado entre dos rincones del loggione, la galería de un teatro, o la extraordinaria “Il maestro de violino” de Domenico Modugno, un verdadero melodrama –sobre el que se volverá más adelante– contado en apenas tres minutos.

Core ’ngrato

“Por qué me dices estas palabras amargas”, canta. Pero en realidad no. No sólo canta. Pregunta. Y es una pregunta verdadera. Él quiere, necesita la respuesta de Catarí (Catarina, en dialecto napolitano). Y ya se sabe, la palabra cantada es más poderosa que la palabra. En “Core 'ngrato”, interpretada por Beniamino Gigli, y en la milagrosa restauración de la respiración, del propio aire, de la vacilación y del ruego lograda por una nueva y exhaustiva edición de todo el material “popular” grabado por el famoso tenor, quien canta no lo hace frente al micrófono sino frente a Catarí. Una escena popular y napolitana –aunque escrita en Nueva York en 1911 y compuesta por dos emigrantes, Salvatore Cardillo y Riccardo Cordiferro a la medida de Enrico Caruso, que la grabó ese mismo año– que, en rigor, bien podría ser un aria de ópera. Y es que habría que pensar que, tratándose de Italia, no son cosas diferentes sino caras de una misma moneda.

El registro de Gigli es de 1946 y la publicación, que abarca tres discos, se llama Gigli Canzonettas 1922-1949 y fue realizada en la Argentina por el sello Lantower. La voz y los acompañamientos tienen una tridimensionalidad sorprendente, sobre todo en las grabaciones de los años 20, sumamente precarias –la increíble “Serenade” de 1922, por ejemplo–, tanto cuando se trata de orquestas –la de la Royal Opera House en “Core ’ngrato”– como de grupos pequeños. La completa información acerca de fechas y elencos de grabación que aparecen en cada pista, por otra parte, son altamente inusuales en las plataformas. Más allá de la belleza de muchas de las piezas incluidas y de la voz de Gigli, recuperada en todo su esplendor como nunca antes, la meticulosa selección incluye documentos como la grabación de 1939 –el año en que comenzó la Segunda Guerra Mundial– del antiguo “Himno a Roma” que, con el agregado de una estrofa, se había convertido en “Giovinezza”, el himno fascista.

Pizzica taranta

En 1967 se fundó, en Nápoles, un grupo que cambió radicalmente las maneras de tocar –y de escuchar– la música del sur profundo de Italia. La Nuova Compagnia de Canto Popolare fue, eventualmente, la cabeza de playa de un movimiento de investigación y reconstrucción de las instrumentaciones y modos de interpretación tradicionales –incluyendo las inflexiones vocales, el timbre nasal y los melismas mediterráneos–. Y allí cobró protagonismo otro género, asociado a un extraño mal extendido entre las mujeres en Taranto, en la zona de Puglia, a fines del siglo XIV. Se manifestaba, primero, con síntomas de ausencia y falta de concentración y, luego, con conductas obscenas que llevaban a las enfermas a mimar actos sexuales en lugares públicos e, incluso, a orinar en los altares.

La enfermedad se la endilgaron a la araña del lugar, la Lycosa Tarentula, más conocida como tarantella o taranta. Las jóvenes campesinas llegaban de la cosecha, donde aparentemente eran atacadas por los malignos arácnidos, y comenzaban a tener convulsiones. Y había un único remedio conocido: no bien aparecían los signos de tarantismo, los suonatori de tamburello, violín, organetto, chitarra battente y scaccia pensieri (la versión napolitana del arpa de boca) iban a la habitación de la atarantada y de allí a la plaza principal para que la víctima bailara frenéticamente hasta quedar exhausta. Sólo agotándose en la danza, que duraba horas, se agotaba a la araña con cuyo destino había quedado unido el espíritu envenenado.

Del intento de cristianizar el rito, al que la conducta de las enfermas ayudó poco, quedaron dos cosas: la misa de exorcismo que se lleva a cabo todos los 29 de junio en la iglesia de San Paolo de Galatina y el hecho de que, en ese templo, San Pablo, asociado al asunto desde que él mismo había sufrido alguna vez una mordedura de algún animal venenoso, pasó de ser el santo de los envenenados a ser considerado santo de la sensualidad. Había distintas clases de tarantismo, según las mujeres hubieran sido picadas por la “taranta libertina”, la “taranta triste y muda”, la “taranta tempestosa” o la “taranta de agua”. Pero en todos los casos se bailaba la tarantella. “Addó t’ha pizzicata la tarantella/ sott’a la putarra di la vunnella/ ca se vasa nu cardilli e na palomma./ Te preu San Paolo falla guariri/ ca l’avea pizzicata la tarantella”, se canta, todavía, en riguroso dialecto del Rimorso. “¿Dónde te ha picado la tarántula, bajo el doblez de tu vestido?, un cardenal besa una paloma. Te pido San Pablo, hazla sanar, que la ha picado la tarántula”, se oye en el comienzo de “Pizzica taranta”, una de las piezas del notable Tarantelle del Rimorso que, en la senda de la Nuova Compagnia publicó Pino De Vittorio, en canto, guitarra y chitarra battente junto con un grupo de especialistas que incluye a Marcello Vitale (también en las dos clases de guitarra), Leonardo Massa en cello barroco, colascione (una clase de laúd típico del sur de Italia) y guitarra y Gabriele Miracle en tamburello, tambor bajo, castañuelas y otros instrumentos de percusión. Un grupo habitualmente dedicado a la interpretación de música del Barroco, L’Arpeggiata, dirigido por Cristina Pluhar, también ha buscado las fuentes de la tarantela y Canzoniere grecanico salentino, con repertorio tradicional y también composiciones propias inspiradas en esa tradición continúa en el camino del renacimiento –un renacimiento alejado de postales turísticas– de la tarantela y la canzonetta.

Bambine

Ella tenía la edad. Por lo menos para la legislación italiana. Nada había de malo en que Gigliola Cinquetti, a los 16 años y con la más ingenua de las expresiones, cantara “Non ho l'età per amarti”. Con más de 14, siempre que hubiera consentimiento y que la relación no fuera con padres, educadores o jefes, no había delito. La canción, escrita por Mario Panzieri, fue estrenada en el Festival de San Remo de 1964, donde obtuvo el primer premio. Y luego representó a Italia en el Eurovisión de ese año, donde también se consagró ganadora. La joven Cinquetti la grabó, en rápida sucesión, en inglés (“This Is My Prayer”), castellano (“No tengo edad”), francés (“Je suis à toi”), alemán (“Luna nel blu”) y japonés (“Yumemiru Omoi”).

Dos años después repitió el éxito con “Dio, come ti amo”, compuesta por Domenico Modugno, que tenía en ese entonces 38 años y que bien podría haber sido el personaje masculino de la primera canción, aquel para quien ella aun no tenía edad suficiente. Separaban, al compositor y la intérprete, veinte años. Una década de diferencia menos que la que se pondría en escena en “Il maestro de violino”, de 1975. Allí sí se trataba de un educador, pero nadie se escandalizó y un año después llegó la película, dirigida por Giovanni Fago y con Modugno como protagonista. Ella tocaba en el violín las notas que él le dictaba. “Re mi fa, atención al mi”. Y el maestro se preguntaba “qué me está sucediendo” para contestarse, casi inmediatamente, “me estoy enamorando, no tengo el valor de confesármelo ni a mí. Enamorado de ti, y con treinta años más que tú”. Entonces llegaba el final. Una gran escena de ópera concentrada en la duración de un hit:

–Bien, nos veremos pasado mañana, señorita.

–No maestro.

–¿El jueves entonces?

–No maestro, no vendré más. He decidido que no seguiré estudiando

–¿Pero por qué, ahora?

–Porque, porque…estoy enamorada de usted.

Cinghiale bianco

Jabalíes blancos. Un camello en una canaleta. Un tren en el medio del desierto. Y es que tal vez lo inesperado haya sido él. Un artista del sur llamado Franco Battiato que hizo de todo antes de cantar, que aprendió con su propia experiencia, que se tentó con la electrónica, con la experimentación, que cantó a Brahms, Beethoven y Wagner como si fueran compositores de canciones pop, que interpretó de manera brillante “Ruby Tuesday”, de los Stones, que formó parte de un grupo de rock de culto, Osage Tribe, que fracasó a los 20 años en el San Remo de 1965, con una canción titulada “L’amore é partito” –interpretada por Anita Harris– y más tarde, ya siendo una estrella, en Eurovisión de 1983, con la atípica “Un treno di Tozeur” –una base “disco” y modulaciones casi permanentes en la armonía, sumados a una letra que habla de encantamientos y recuerdos fugitivos y un coro, sí, operístico– y que compuso algunas de las piezas musicales más brillantes de las últimas décadas.

Battiato murió hace tres años. Resumirlo es imposible. Su acorde repetido durante 14 minutos en “L’Egitto prima delle sabbie” ­–ganador del Premio Stockhausen de música experimental– nada tiene que ver con el notable Fetus, de 1972, con Patriots, donde nada es superfluo y sacuden con rara belleza gemas como “Prospettiva Nevsky” o “Up Patriots To Arms”. Los distintos viajes y paisajes, reales o imaginarios, a través de desiertos o de las enseñanzas de los maestros sufi, la psicodelia, el surrealismo, el rock y, desde ya, los fantasmas de la ópera, son universos dentro de su universo. Como con Caetano Veloso o Luis Alberto Spinetta, esos otros jabalíes blancos, imprevistos, únicos, sólo cabe internarse en ellos.

Gelato al limon

Si Battiato, el autodidacta, llegaba desde Ionia, en el extremo sur, y de una familia pobrísima, Paolo Conte, abogado de profesión, músico de jazz en su juventud y estudiante de piano en la niñez venía tan desde el norte como sólo podía estarlo Asti, esa ciudad a la que los romanos habían llamado Hasta Pompeia. La aparente sencillez de sus canciones –y sus comienzos como autor, escribiendo moderados éxitos para Adriano Celentano, Caterina Caselli, Patty Pravo o Bruno Lauzi– podrían llevar a engaño.

En realidad, su verdadero perfil –el ácido junto a la aparente dulzura un poco boba– aparece en su segundo disco con canciones propias, Un gelato al limon, editado en 1979.

Todo es allí teatral: la instrumentación, los cambios de registro, los cortes entre secciones de una misma canción, las citas cultas mezcladas con resabios de tangos, de blues y, también, de music hall y algo, también, de la grasa de las capitales. Un arte en el que hay otros protagonistas, menos famosos, pero que, como Giorgio Gaber y Enzo Jannacci, no deberían ser obviados.

Antonio Gramsci, a quien tan de moda se ha puesto citar, en sus notas agrupadas en Cuadernos de la cárcel, reflexiona acerca de la fascinación popular con la ópera –eran otros tiempos–: “La música de Verdi, o más bien sus libretos y los argumentos a los que ha puesto música, son responsables de un amplio rango de poses 'artificiales' en la vida de la gente, de maneras de pensar, de un ”estilo“. (…) Para muchos legos, el barroco y lo operístico se presentan como una extraordinariamente fascinante manera de sentir y actuar, un medio de escapar de lo que consideran bajo, vil y despreciable en su educación y sus vidas para poder entrar así en la selecta esfera de los grandes sentimientos y las pasiones nobles. Las novelas seriales y las lecturas populares aportan los héroes y las heroínas. Pero la ópera es la más influyente porque las palabras musicalizadas son más fáciles de recordar y se transforman en matrices donde el pensamiento adquiere forma a partir del flujo.” Si la ópera es, en algún sentido, la etapa superior de la canción popular italiana, no es menos cierto lo contrario: que esa canción, melodía y drama al fin y al cabo, es la continuación de la ópera por otros medios.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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