Cruce de caminos, hubiera dicho Robert Johnson. Historias americanas (y habría que precisar: norteamericanas), como enseñaron Carson McCullers, Dorothy Parker, Cormac McCarthy, Flannery O’Connor o, desde el lado paranoico del espejo, Philip Dick y Thomas Pynchon. En todo caso, nada podría ser más (norte) americano que una estrella de un género al costado de varios géneros: rapper y bajista, compositora y cantante, sesionista de los Stones o de Madonna y fundadora de una suerte de neo-soul (o neo-pop o neo-jazz o neo-funk, vaya a saberse).
Hija de un sargento mayor del ejército que tocaba el saxo, nacida en uno de los lados de Berlín (cuando se llamaba Occidental) con el nombre de Michelle Lynn Johnson y bautizada a sí misma como Meshell Ndegeocello, que en swahili significa “libre como un pájaro”, negra, queer, contestataria y experimental, ella acaba de sacar un nuevo disco en cuyo título se homenajea a la vez la idea del Real Book –la Biblia del jazz, donde figuran la melodía y el cifrado armónico de todos los temas clásicos del género– y un instrumento japonés de plástico, el omnichord, tan despreciado por la inteligentsia como valorado por personajes como Brian Eno, Joni Mitchell y Damon Albarn. En The Omnichord Real Book, no obstante, es bueno saber que el instrumento del título aparece bajo una capa de elaboración (o de elaboraciones sucesivas) en la que participan, además, notables de muy variadas extracciones: el pianista Jason Moran, el trompetista Ambrose Akinmusire, el guitarrista Jeff Parker, Joel Ross en vibráfono y la arpista Brandee Younger.
Por otra parte, nada podría ser más (sud) americano –cuestiones de la distribución de música en el patio trasero del patio trasero y de la falta de canales de divulgación que hablen de lo que el mercado no habla– que el hecho de que una artista multipremiada y con una carrera de treinta años plagada de hallazgos y sorpresas, sea aquí, donde actuó en 2016, mucho menos conocida que lo que merecería. Sus primeros discos, Plantation Lullabies (1993) y Peace Beyond Passion (1996) circulan por los límites (o exactamente sobre los límites) del funk. El tercero, Bitter, de 1999, los traspasa. Ya la introducción del cuarteto de cuerdas en “Adam” y la exquisita, hipnótica, balada que le sigue, “Fool of Me”, hablan de otra cosa. De algo que se expandiría en el inclasificable The Spirit Music Jamia: Dance of the Infidel editado en Francia en 2005. Allí, en un álbum que no es de jazz pero que usa al jazz como uno de sus materiales, participan músicos como Oliver Lake, Don Byron, Kenny Garrett o Jack DeJohnette –todos ilustres músicos de jazz– y en un tema, “The Chosen” canta Cassandra Wilson.
The Omnichord Real Book, el debut de Ndegeocello en el sello Blue Note, como mucho de lo que está viendo la luz últimamente, tuvo su génesis durante el confinamiento a causa de la pandemia de Covid. Experimentos con el famoso omnichord que después fueron derivando hacia un disco en que el eclecticismo y la heterogeneidad –o las maneras de bordear estilos sin acabar de fijarlos en la imagen– se convierte en norma. La primera canción, “Georgia Ave”, sobre un ostinato rítmico, va sumando capas de pequeños comentarios instrumentales. La que le sigue, “An Invitation”, parte del más banal de los comienzos y también en este caso va convirtiendo ese material primigenio en irreconocible. En “Call The Tune” son las voces las que rarifican la pintura original y en “Towers” unos acordes casi Beatles derivan hacia un mundo sonoro donde el pop aparentemente sencillo de la superficie es permanentemente interpelado, desplazado o difuminado. El primer tema típico del disco es el más atípico de todos, una especie de balada en la que Jason Moran, desde el piano, va moviendo permanentemente el fondo para desfigurar la figura. Todo el álbum es una especie de juego de reflejos falsos y fantasmas, donde nada es exactamente lo que parece en primera instancia. Eventualmente, la trompeta de Akinmusire en “Burn Progression” –nuevamente en un tema que se va astillando y transformando en su transcurso– está entre lo mejor de un álbum en el que no podría haber mejor cierre que el de “Virgo 3”, con una guitarra rítmica casi “disco”, arreglos del vanguardista Oliver Lake, una plegaria (“They’re calling me”) que parece evocar el “A Love Supreme” de John Coltrane, un arpa que recuerda a su esposa Alice y, como sustrato, un bajo ultra funk y, claro, el omnichord.
DF