Los números redondos potencian el efecto. Hace 150 años, en 1871, los trabajadores de París inventaron la Comuna: primer gobierno obrero y popular directo de la historia. Karl Marx comprendió inmediatamente la significación de esto que llamó “asalto al cielo”. Como residía en Londres, solo el Estrecho de Calais lo separaba del experimento revolucionario. La eventualidad de que Marx intentara conocer de primera mano la marcha de los acontecimientos puede ser considerada. Pero como no sucedió, esta posibilidad admite dos estatutos: el de las preguntas (¿por qué, estando tan cerca, no intentó participar?) o el especulativo-ficcional (¿Cómo podría haber intervenido?).
Un baño ficcional de Comuna, sin que les lectores tengan que desempolvar apolillados documentos, terminó siendo el camino literario de Michäel Löwy y Olivier Besancenot. Conocedores serios del tema, enfrentan las actuales condiciones de retroceso de la izquierda europea mediante un trabajo riguroso, de divulgación histórica, armado con instrumentos literarios: imaginan que Marx sí cruzó el Estrecho de Calais con su hija Jenny, imaginan un Diario íntimo de Jenny recientemente descubierto que relata este viaje. Una buena opción para introducirse a un complejo problema de la teoría política marxista.
En la edición francesa del trabajo el carácter ficcional queda debidamente destacado. En la argentina (que acaba de publicar Colihue, bajo el título Marx en Paris 1871. El “cuaderno azul” de Jenny), recién en el Postfacio, al final del libro, nos enteramos que se trata de “política ficción”; en la contratapa leemos, en cambio: “A 150 años de esa espléndida alborada en la que el pueblo parisino, según las célebres palabras de Marx, se dispuso a crear una nueva sociedad, resplandeciendo de entusiasmo por su iniciativa histórica, la publicación de este diario de Jenny Marx – lúcida y suspicazmente editado por Michäel Löwy y Olivier Besancenot- ofrece una biografía insidiosa de la Comuna, construida a partir de las miradas agudas de Karl Marx y de su hija”.
De modo que un lector que no lee el Postfacio cree que está ante un “diario de Jenny Marx – lúcida y suspicazmente editado por Michäel Löwy y Olivier Besancenot”. Entonces, lo que es “política ficción o de historia imaginaria” se presenta como Historia a secas. Conviene recordar que de un libro, lo primero que se observa es la tapa. Con tipografía fuerte leemos: Marx en París 1871; El “cuaderno azul” de Jenny se lee en tipografía más leve, abajo. Dos nombres encabezan la tapa: Michäel Löwy - Olivier Besancenot. Y la contratapa nos permite saber que este diario fue “editado por Michäel Löwy y Olivier Besancenot”. De modo que forman parte de la tapa en su carácter de editores del documento.
Guiado por una tapa y contratapa engañosas, al iniciar la lectura pensé que estaba ante un documento inédito. ¡150 años después aparece un diario de la visita clandestina de Marx a la Comuna, redactado por su hija Jenny! ¡Increíble! Sin embargo, al adentrarme en el libro el desagrado fue creciendo. Un lector avisado no necesita llegar al postfacio para sospechar que no está ante un documento histórico. Pero sospechar no es saber. Confieso que el encuentro entre Arthur Rimbaud, Jenny y Karl fue mucho para el precepto de la verosimilitud, francamente no alcanza la mejor de las resoluciones. Que un Rimbaud de 20 años actúe como un “poeta inmortal”, que Jenny lo relate como si fuera perfectamente consciente de su lugar en el canon literario, aunque ni ella ni Karl tenían cómo saber qué pasaría con ese muchacho entusiasta militando por la poesía en plena Comuna de París, suena excesivo. En ese punto me sentí estafado por la tapa y la contratapa: me habían prometido un documento, no ficción literaria. Fui a Google, fui a la edición francesa y ahí estaba claramente la palabra con la que se presentaba desde la primera letra la edición original del libro: una ucronía, una ficción. ¿Por qué la traducción no aporta esa información decisiva?
No se trata de desconsiderar la erudita labor de Löwy y Bensancenot -quienes no tienen ninguna responsabilidad en este desaguisado-, sino de entender que este “error” editorial, no aclarar el carácter ficcional del texto, opera en las condiciones de una sociedad global afectada por la postverdad.
Cuando tiembla la distancia entre Historia e historieta
Posverdadâ o mentira emotiva, neologismo que describe una distorsión deliberada; distorsión donde los hechos objetivos tienen menos influencia que las emociones y las creencias personales. ¿El objetivo? Modelar la opinión pública, influir en el comportamiento social.â Si el Corto Maltés participa del sitio de Petrogrado, sabemos que es un recurso ficcional. Cuando el personaje de Hugo Pratt escribe sus Memorias no se trata de un documento, no es un testimonio directo aunque sea posible leer el impacto del mundo real en esa estructura literaria. No como quien lee estadísticas, sino con los instrumentos de la crítica literaria o de la sensibilidad lectora. Interpretando.
En rigor, la posverdad es una falsedad. Una estafa armada como instrumento de manipulación cínica y consciente. El concepto fue elaborado por el bloguero David Roberts en el 2010. Roberts acuñó el término “política de la posverdad” en la revista electrónica Grist el 1 de abril de 2010; la definió como una cultura política en la que la opinión pública y la narrativa de los medios de comunicación se han desconectado.â Una combinación producida por la imposición que trae la TV de cable al plantear un ciclo de noticias de veinticuatro horas (rara vez hay reales noticias periodísticas a cada instante, entonces…a inventarlas), y por la creciente presión de las redes sociales sobre los contenidos periodísticos. Por esa ancha avenida comunicacional transita la postverdad.
Según el Oxford, un diccionario suficientemente erudito, el término “posverdad” es anterior al bloguero Roberts: fue usado por primera vez en un ensayo de 1992 por el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich, en la revista neoyorquina The Nation. Al ocuparse de la Guerra del Golfo, escribió: “Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en algún mundo de posverdad”. Es que una guerra vista en tiempo real por televisión, con largas secuencias de combate, planteó un problema conceptual: ¿cómo distinguir ese noticiero de la película que viene a continuación, después de los avisos? Peor aún, ¿cómo distinguir cuatro adolescentes que juegan en red, por computadora, un juego de guerra, del artillero sentado frente a una pantalla en un portaaviones, mientras dispara y mata? ¿Y del que ni está en el portaaviones, porque maneja un dron?
En el primer caso, la adrenalina infantil no tiene consecuencias, sigue siendo otro modo de jugar al policía y ladrón en la plaza del barrio. En el otro, aunque la persona no está en una trinchera ni embarra el uniforme de combate, destroza con fuego preciso a un enemigo militar. Cuando esas diferencias se aplanan, la guerra se transforma en un espectáculo. El horror se estetiza, desaparece su potencia crítica. Pero cuidado, este “espectáculo” mata y además está más próximo a la lucha entre gladiadores romanos que a un match de box en el Madison Square Garden. No obstante, los tres “shows” son consumidos en la misma pantalla, con avisos similares, por iguales espectadores. La confusión, la alienación, no puede ser mayor.
Lo que en los inicios fue una astuta estratagema para reorientar la opinión pública termina siendo el modo en que esa opinión desconfía absolutamente de todo. Así la postverdad triunfa, destruyendo la posibilidad misma de averiguar.
Entonces de la postverdad nos deslizamos a la Post-democracy. Colin Crouch utilizó así ese concepto: modelo político donde “las elecciones ciertamente existen y pueden cambiar los gobiernos” pero “el debate electoral es un espectáculo controlado por equipos rivales de profesionales expertos en técnicas de persuasión, considerando una pequeña gama de temas seleccionados por esos equipos”. Crouch lo atribuye directamente a la industria publicitaria, a una comunicación política basada en la deshonestidad. Algo permanece en las sombras: ¿a qué se debe tanta deshonestidad simultánea? ¿Antes éramos más honestos?
El Oxford declaró post-truth (posverdad) como la palabra internacional del año 2016; registra un aumento de 2.000 % en su uso, si se compara con el 2015. Los rumores falsos (la supuesta religión musulmana del presidente Barak Obama) se convierten en temas políticos importantes. âLa etiqueta “posverdad” fue usada, además, para describir tanto la campaña presidencial de Donald Trump, como el debate político argentino contemporáneo. Las elecciones presidenciales del 2015 y las del 2019 deben inteligirse desde ese nuevo ángulo de lectura. Conviene recordar la siguiente paradoja. Las encuestas, utilizadas para la exitosa construcción de la postverdad, miden la desconfianza absoluta de la audiencia en los medios de comunicación que las divulgan. El 65% de los lectores de diarios, en la Argentina, desconfía de lo que lee. En este punto hemos alcanzado una suerte de curva perfecta y tremenda: lo que en los inicios fue una astuta estratagema para reorientar la opinión pública termina siendo el modo en que esa opinión desconfía absolutamente de todo. Así la postverdad triunfa, destruyendo la posibilidad misma de averiguar. Esa es la cínica propuesta que atraviesa el mundo de los signos.
Es tiempo de volver a nuestro punto de partida: la legítima ficción política de Michäel Löwy y Olivier Besancenot que un editor empujó hacia las procelosas aguas del equívoco. Basta que un lector confundido asegure que Marx participó de la Comuna y su hija Jenny documentó la experiencia, que lo haga de la mejor fe, para que un sólido suceso histórico -la Comuna misma- sufra la erosión de la sospecha. Y la sospecha –quién lo ignora– no solo termina con la reputación mejor avalada, sino con la posibilidad misma de disponer de tal cosa. Por eso ahora no se habla más de reputación, sino de imagen positiva. Es decir: lo que aun sobrevive cuando la reputación ha sido definitivamente enterrada.
AH