En 2015 fueron los Swiss Leaks. Al año siguiente llegaron los Panamá Papers, seguidos poco después por Bahamas Leaks y Paradise Papers. Hoy son los Pandora Papers. Filtraciones con decenas de miles de casos de evasión fiscal en plazas de secreto bancario y paraísos fiscales o mediante oscuros entramados de sociedades offshore. El impacto de las filtraciones en cada país fue dispar. En varios provocó la inmediata caída de figuras políticas. En otros poco y nada. Argentina figuró siempre prominentemente en los listados expuestos, a pesar de lo cual los efectos políticos y judiciales fueron cercanos a cero. En los Pandora fue el tercer país en cantidad de beneficiarios. Nada menos. Los expertos en justificar la evasión lo adjudican a la supuesta presión tributaria del país –mito falso que no se cansan de repetir– pero lo cierto es que el podio lo tuvo Inglaterra, un “país serio” sin populismo ni estatismo agobiante. No hay presión intolerable, lo que hay es voluntad de no pagar.
En el modo en que los principales diarios presentaron la información en Argentina y en el mundo otra vez lo que debería haber sido el eje principal apareció desdibujado. Los casos paradigmáticos sobre los que cayó el dedo acusador fueron los de los políticos. A ellos se sumaron alguna que otra celebrity, tal cantante, tal otro futbolista. La principal categoría ocupacional entre los evasores quedó más bien invisibilizada. Entre los miles de casos registrados, la abrumadora mayoría eran obviamente empresarios. Con suerte los grandes medios nos informaron de alguno de los pocos cuyos apellidos somos capaces de reconocer. A veces ni siquiera de esos. Todos registramos el apellido Macri otra vez en los Pandora Papers (como había figurado en casi todas las anteriores). Sabemos del ex secretario de Néstor Kirchner. Todo muy bien. Pero ¿cuántos de ustedes podrían mencionar el apellido de algún empresario involucrado? De los 2.521 nombres de esta vez, sólo retenemos los de dos o tres políticos.
El problema no es sólo de proporcionalidad entre tipo de casos y tipo de casos informados/recordados. La corrupción política es un tema grave en muchos países, muy grave en Argentina. Afecta el normal funcionamiento de las instituciones, tuerce la voluntad popular. Pero si hablamos de los efectos concretos sobre la economía y sobre la vida cotidiana de las personas, la evasión fiscal es incomparablemente más nociva. El cálculo de lo que los Estados pierden por ese concepto es infinitamente superior a lo que se va por coimas y beneficios indebidos. Y sin embargo este, que es el principal problema que exponen las filtraciones, permanece en un segundo plano. Sabemos que Shakira y Tony Blair evadieron. Pero ¿son sus nombres realmente representativos para hablar de la cuestión? Por otra parte, casi siempre la corrupción política es, en verdad, político-empresarial: del otro lado de la coima recibida está el empresario que la paga. Súmese a eso la corrupción inter-empresarial. Poca gente sabe que las firmas deben cambiar sus gerentes de compras frenéticamente para evitar el cohecho de los proveedores, por el que las empresas pierden fortunas y generan mayores costos (que obviamente paga el consumidor). La corrupción en el sector privado es colosal.
La invisibilidad de los principales protagonistas de las filtraciones no es casual. El mundo empresarial está protegido por toda una arquitectura de invisibilidad. El capital requiere y produce esa opacidad, indispensable para blindar sus privilegios. Las filtraciones nos permiten ver por un momento algunas de sus aristas: el secreto bancario, las acciones al portador, las marañas de sociedades que, como cajas chinas, borran las huellas de los dueños verdaderos, los estudios y bufetes especializados en administrar todas esas estructuras en las sombras. Pero no son las únicas. Estamos rodeados de secretismo en favor de quienes tienen dinero. ¿Es necesario recordar que tuvimos una ley de blanqueo que obligaba al Estado a defender el anonimato de quienes se acogían, al punto de que el proyecto original preveía castigo judicial a cualquier periodista que los expusiera? El derecho al secreto por encima de la libertad de prensa. Uno podría ir incluso más atrás y más profundo. Nuestros propios sistemas legales apuntan a garantizar el secreto empresarial, comenzando con la posibilidad de que existan “sociedades anónimas” que resguarden el nombre y el patrimonio de los inversores y limiten su responsabilidad frente a los demás, un invento moderno que se incrustó en la legislación de todo el mundo.
La invisibilidad de los principales protagonistas de las filtraciones no es casual. El mundo empresarial está protegido por toda una arquitectura de invisibilidad. El capital requiere y produce esa opacidad, indispensable para blindar sus privilegios.
No hay otra categoría de personas a las que se beneficie de esta manera. No podemos saber quién evadió durante años y luego obtuvo un perdón del Estado y garantía de inmunidad legal. Pero con un click podemos ver en internet quién recibe un plan social. Si cae un puente mal construido sabremos el nombre del ingeniero que hizo mal los cálculos y quizás deba responder ante la justicia. Acaso también los ejecutivos. Pero los dueños de la empresa que lo construyó tendrán derecho a permanecer en las sombras y no responderán con su patrimonio particular.
Es notable lo poco que sabemos del 1% más rico de la población, el que en las sombras concentra el grueso de la riqueza. Un ejército de encuestadores, trabajadores sociales y sociólogos recorren los barrios populares y de clase media. Sabemos cuánto ganan sus habitantes, qué consumen, incluso cómo votan. Del 1% más rico no sabemos casi nada. Nadie les toca el timbre. Encuestas no responden. Los economistas tienen que hacer complicadísimas estimaciones para tener alguna noción de cuánto ganan realmente. Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Más aún, el modo en que visualizamos las diferencias de ingreso en nuestros debates públicos los deja en las sombras: cuando hablamos del “decil más rico de la población” como si fuesen “los ricos”, estamos hablando de personas que acaso superan en tres o cuatro veces el monto de los salarios más bajos, niveles de ingreso a los que puede llegar un obrero calificado. Literalmente. Eso son “los estratos altos” en el modo en el que el INDEC agrupa la información. El puñado de los verdaderamente ricos quedan disimulados, promediados sus ingresos con los de millones de personas de sectores medios. Invisibles.
Las encuestas confirman los efectos de ese disimulo: puestos a imaginar cuánto más ganan los más ricos, la mayoría de la gente supone que ganan cinco, diez, acaso veinte veces más. Pocos sospecharían que la escala se mide más bien en cientos o miles de veces. Hace algún tiempo Mayra Arena contó cuál era su representación de “los ricos” cuando era niña y vivía en una villa. “Los ricos”, en sus ojos, era una familia cercana a su barrio cuyo baño había podido usar. Tenían bidet. Un rico, para ella, era alguien con baño y bidet. Algo parecido noté hace unos años, cuando participé de un taller con adolescentes detenidos en institutos para infractores a la ley penal. Obviamente todos de clase baja. Cuando tuvieron que imaginar una historia que involucraba a “los ricos”, las únicas caras que tenían para representárselos eran las de Tinelli y Mirtha Legrand. Ni ellos, ni en rigor la mayoría de nosotres, contamos con parámetros para imaginar la distancia abismal que nos separa del mundo de los verdaderamente ricos, para quienes una Mirtha o un Marcelo serían más bien simpáticos extranjeros. Hagan ustedes la prueba: lean la lista Forbes de los 50 argentinos más ricos. Ni siquiera los más informados reconocerán todos los apellidos de los primeros diez (para la mayoría de la población serán todos ilustres ignotos). Hagan otra prueba: pidan a alguien que estime cuántos millones atesora el número 1. Vean si se acerca remotamente al número real de los 5.400 millones de dólares que parece que tiene (digo “parece” porque vaya uno a saber a cuánto asciende la parte que oculta). ¿Se asombra por el dato? Aclárenle entonces que el dueño de esa millonada es de todos modos apenas un primo pobre de la familia mundial de los billonarios, en cuya cima se ubica un hombre que posee 186.000 millones de dólares. Apostemos a ver si conocen su nombre: se llama Bernard Arnault. Aparece en los Paradise Papers, claro.
Sin información básica sobre el mundo de los ricos nuestra realidad cotidiana se vuelve ininteligible (lo que es, por otro lado, uno de los sentidos de mantenerlos en las sombras). Cuando discutimos, por ejemplo, sobre las presiones para quitar los subsidios al consumo del gas y aumentar la factura, se nos escapa de la vista que lo que cada uno de nosotros paga con el gas termina, en parte, en los bolsillos del señor más rico de la Argentina (a propósito, pongámosle nombre, se llama Alejandro Bulgheroni y apareció en los Panamá Papers). Cuando nos indignamos por la presencia de Shakira o de Macri en los Pandora Papers, no sospechamos que también figura en la lista el empresario sin rostro que administra los subterráneos de Buenos Aires y que presiona para aumentar el precio del pasaje. Y cuando nos preocupamos por el caudal de votos que recibe un político novel que finge ser “antisistema”, justifica la evasión fiscal y propone el desmantelamiento del Estado, no tenemos forma de entender que desde hace años financia su carrera el número 5 de la lista de Forbes (se llama Eduardo Eurnekian), quien también aparece en la lista de los Panamá Papers.
En fin, hay un hilo bien real y concreto que conecta nuestros bolsillos, las penurias de las arcas públicas y nuestra dificultad de llegar a fin de mes con las cuevas, las islas fantásticas y los bufetes contables por los que el 1% más rico elude el pago de impuestos y embolsa ganancias fabulosas. La arquitectura de invisibilidad (mediática, legal, estadística, política) que protege a los ricos está allí para que no podamos verlo. A veces –sólo a veces– nuestra obsesión por fiscalizar exclusivamente el mundo de la política colabora con la ceguera.
EA