Un Papa es un hombre que carga sobre sus hombros una enorme responsabilidad. Sus palabras y gestos, su testimonio de vida, llegan a ser muy significativos no sólo para la propia comunidad eclesial, sino para otros muchos de diferentes credos e incluso, para los no creyentes.
Entiendo muy bien que la vida y la misión de este Papa se quieran interpretar desde todas las categorías posibles y surjan sobre él análisis políticos, económicos, psicológicos, ideológicos, etc., algunos más interesantes que otros. De todas maneras, siendo una figura pública con incidencia en la realidad, es lógico que en este tiempo cultural-mediático Francisco sea sometido a un examen permanente, a opiniones y juicios, muchos categóricos.
Personalmente deseo decir alguna mínima palabra del papa Francisco desde su condición de persona creyente en Jesucristo, a quien sigue desde muy joven y quien lo invitó, según una mirada de fe, a asumir una misión que está más allá de las posibilidades y fortaleza de cualquier persona, por más capaz que sea.
Además, tuve la gracia de compartir con el cardenal Jorge Bergoglio un tramo del camino de la vida. Un poco lo conozco; por lo tanto, no escribo desde suposiciones o desde comentarios que hacen otros, escribo desde lo que viví con él. Siempre tuve mucho pudor de hablar de esto, pero creo que la ocasión bien lo vale.
El papa Francisco es una persona que ha puesto su confianza en Jesús, es decir, concibe su vida en diálogo permanente con Él. Es un hombre de una profunda sensibilidad espiritual y humana, que le permite ver en la realidad cotidiana y desde ella, el entramado que el mismo Dios va tejiendo en la historia. Por eso, mucho se exige a ver más que lo que aparece a simple vista. Su mirada nunca es rápida, su pensamiento tampoco.
Para esto, y me consta, es una persona de profunda oración. Hace silencio, medita, escribe, reflexiona, celebra, le da tiempo a todo y a todos. No es una persona improvisada. Tiene una atención aguda sobre lo que sucede, especialmente en los detalles y eso lo confronta con la voluntad de Dios. Y por eso sabe discernir en lo concreto, no en lo abstracto. Sus diálogos con Dios son sobre la vida concreta.
En este tiempo de su servicio petrino, su religiosidad está fundada en la paz. Él mismo no se cansa en decir que esa paz que experimenta en medio de las dificultades no viene de él, sino de Dios. Es una persona que mantiene la paz y sabe transmitirla y darla.
La mayoría de los gestos y palabras de este Papa no son tan razonadas y tan políticas como muchas veces se piensa y se dice de él. Francisco tiene una enorme libertad interior, diría que poco común, que no le viene sólo de lo que piensa, sino fundamentalmente de lo que siente. Viene más de Dios que de él mismo. Esta manera de ser la adquiere una persona muy trabajada espiritualmente, pero y fundamentalmente, una persona que se ha dejado trabajar por el mismo Dios. Quiero decir que Francisco es como se lo ve porque ha dejado que Dios sea en su vida el que tiene la última palabra. Y por eso no tiene miedo y se arriesga. Se atreve a poner el Evangelio vivo, tanto dentro de la Iglesia como en el mundo, sin edulcorante y de manera transparente. Y diría que hacia adentro de la Iglesia con más fuerza y exigencia, pero por amor, no por deber. Como padre y madre, no como un socio al que solo lo mueven intereses y segundas intenciones.
En este sentido -y disculpen que posiblemente algunos, tal vez, puedan no entender esto que digo- es muy impresionante la conexión espiritual que tiene con Santa Teresita de Lisieux y las rosas que de ella recibe. Y también con San José. Soy testigo de que es así.
Es un hombre de un profundo amor por las personas concretas, muy especialmente, por las personas sencillas. Podría multiplicar los ejemplos en los que me ayudó a ver la densidad de la vida y el respeto profundo por la vida de los otros y “la vida como viene”.
Los 7 de agosto de cada año tenía la costumbre de ir a celebrar la misa a San Cayetano de Liniers y al terminar la misa, saludaba una a una a las personas que estaban en la cola para entrar y estar unos minutos frente al santo. Estoy hablando de una cola de unas cuantas cuadras, hablo de miles de personas. En uno de esos saludos, el cardenal Bergoglio se encuentra con una señora con unos cuantos hijos y en la charla le dice que sus hijos no están bautizados, a lo que él la invita a ir algún día a la catedral porteña y se compromete a bautizarlos él mismo. La señora no fue. Al siguiente año, repitiendo el mismo ritual del saludo personal, llega a la misma mujer y reconociéndola le dice: “No me trajo a bautizar a sus hijos”, a lo que ella le responde que no tenía la plata para costear el viaje. El cardenal se hizo cargo del viaje, del bautismo y de un agasajo sencillo después de la celebración. Lo asombroso, por lo menos para mí, es el detalle de haber memorizado en su corazón su rostro, para después de un año reconocerla y abrirle las puertas del bautismo de sus hijos.
Una persona religiosa, es una persona enamorada de su pueblo, pero no como una masa humana informe, sino como personas concretas, rostros concretos, con sus historias y biografías y situaciones. Ahora mismo como Papa, sigue de cerca la vida de muchas personas. Las llama por teléfono, les escribe cartas, las saluda fielmente en cada cumpleaños, se ocupa.
Su amor por los pobres, no es una declamación voluntarista, surge de un corazón enamorado del Crucificado y sensible al dolor humano.
Apenas fue nombrado Papa –recordarán- hizo un viaje a Lampedusa, la puerta de entrada de los migrantes que viajan por el Mediterráneo y mueren en él. Ese día hablamos por teléfono y le dije que su gesto de haber viajado hasta allí para acompañar el dolor de esas pobres personas me había conmovido y que me parecía valiente y audaz. Con sencillez me dijo: “estaba rezando y sentí que debía ir”. Muchas veces pensé en su respuesta. Me imaginé qué hubiese pasado si lo consultaba con sus colaboradores de la curia romana. No sé, pero presupongo que le habrían dado muchas razones para no ir. Ya sea por lo difícil de la situación, por las cuestiones diplomáticas, por los aspectos organizativos, en fin, todas razones buenas y entendibles. Pero, el Papa decide ir porque responde con decisión y libertad, a un movimiento interior que le viene en la oración y es capaz de superar todos los obstáculos por sentir que ese encuentro con los pobres migrantes es algo que Dios quiere.
Es un hombre totalmente concentrado en la Iglesia y en su misión, no tiene ningún otro interés. Y para llegar a trabajar como lo hizo siempre, trabajar mucho, incluso ahora con el peso de los años y los achaques físicos, tiene una enorme capacidad de descentrarse. Francisco le da una batalla a su ego a fuerza de poner en el centro de su vida a Jesús, a los otros, a la Iglesia.
Me animo a contar una anécdota sencilla y personal pero expresiva de lo atento y detallista que es. Yo dormía en el cuarto al lado del suyo. Él comenzaba el día a las 4.30 y como de costumbre levantaba la cortina de su ventana. Un día le digo: hoy te levantaste más temprano y él me dice: ¿Me escuchaste?. Sí, le respondo, escuché que levantaste la cortina más temprano. Seguimos hablando de otros temas. Pero, para no volver a despertarme, nunca más la levantó. Podría multiplicar los ejemplos en los que sin alarde, sin buscar ser visto, sino todo lo contrario, en silencio, buscando pasar desapercibido, hace lo que sea necesario para buscar el bien del otro. De verdad que es un hombre humilde.
Siento que su amor por Nuestra Señora de Luján tiene que ver, por su puesto con su amor por la misma Virgen, la Madre del Señor, pero también por el amor que tiene por el pueblo sencillo, pobre y creyente que la visita en su Villa. Jorge Bergoglio iba con gusto al Santuario para dejarse impregnar por esa fe profunda, esa mística popular, que él sabía descubrir en los peregrinos. Me lo imagino muchas veces viajando espiritualmente a ponerse a sus pies y rezar con y por los argentinos como lo hacía cuando estaba entre nosotros.
Tengo la certeza de que, espiritualmente, Francisco ha venido muchas veces a estar con nosotros y visitar nuestra Patria, especialmente en días difíciles. Dios quiera que pronto lo haga en persona.
Finalmente, al Papa se lo asocia metafóricamente a un pastor, es decir, a una persona que conduce un rebaño hacia buenos pastos y agua fresca y que debe defenderlo del ataque de los lobos. Un buen pastor es el que se ocupa que su rebaño tenga vida incluso, a costa de su propia vida. No me cabe la menor duda que el Santo Padre Francisco es un buen Pastor que conduce y cuida a la Iglesia y da la vida por nosotros.
Celebro que el Papa que hoy Dios ha elegido para conducir a la Iglesia en este tiempo histórico sea Francisco y mientras le regale vida, sigo disfrutando de su sabiduría, de sus gestos y de su testimonio.
Todos los días, le pido a la Virgencita de Lujan que lo cuide y lo fortalezca.
CC