Desde el comienzo del capitalismo, los seres humanos dimos por hecho que la naturaleza es una fuente inagotable e infinita de recursos. Un regalo del cielo. Fue cuando nació la idea de progreso, la noción de que el mundo ya no se regiría por verdades supuestas dictadas por las sagradas escrituras, sino por un futuro impulsado por la ciencia y la tecnología. Fue el nacimiento de un futuro que hoy parece no tener demasiadas perspectivas. La naturaleza se agota y, con ese agotamiento, la posibilidad de seguir con la vida en el planeta tal como la conocimos hasta ahora.
Tanto nos hemos apropiado de la idea de que la naturaleza estaría allí para poder siempre servirse de ella como una eterna madre nutricia, que olvidamos o ignoramos que el extractivismo de los bienes comunes, sempiterno motor del progreso, podría llegar a borrar su propia sustentabilidad. El mundo patriarcal en el que nos movemos es el estandarte de ese olvido, de esa ignorancia que nos pone al borde de nuestra propia muerte, prometiéndonos soluciones mágicas emanadas de las mismas plataformas tecnológicas que nos trajeron a esta instancia. El universo patriarcal, monotemático hasta el tedio, concibe al planeta como una perniciosa fuente binaria. Por un lado, el saqueo indiscriminado de recursos. Por el otro, un gran depósito de deshechos no reciclables.
Se trata de un acelerado “ir por más” dentro del mismo camino tanático. Avanzar hacia la acumulación por desposesión desde hace quinientos años, precisamente cuando los pueblos originarios de América, usados como fuerza esclava de ese progreso, ya comenzaban a alertarnos con un sencillo discurso que impresiona por su sabia coherencia: No queremos vivir mejor, queremos vivir bien. Ningún humano es dueño de su madre, la Pachamama. La naturaleza no se maltrata, se cuida y se respeta. No hay derechos humanos cuando la naturaleza no es un sujeto a derecho.
Esta formulación conjuga un elemento ausente en los modos de producción actuales: una ética del cuidado. Una ética de la preservación, de la contención, tanto da si atañe a los seres humanos, a las multiespecies que componen el planeta o a todo lo que genera vida. El tema es: ¿quién nos cuida?
Quién nos cuida… llegué a esta pregunta en los comienzos de la pandemia. Hacia abril de 2020 un grupo de amigos decidimos hacer reuniones por Zoom que trataran temas de actualidad. Entre ellos había reconocidos académicos, intelectuales, artistas. En una de esas reuniones arribamos a la aporía de la pandemia. Ninguno de ellos se preguntaba cómo habíamos llegado hasta aquí. Parecía no importar la causa, solamente la salida, la huida hacia el futuro. Hasta que uno, acaso el más reconocido de todos, el de más renombre internacional, hizo una larga ponencia llena de nombres ilustres, círculos áulicos del saber internacional y llegó a una despampanante conclusión: lo único que nos puede salvar es la vacuna. Un salir por la tangente, un ignorar los orígenes en boca de alguien que siempre se había declarado marxista. Y el marxismo, salvo honrosas excepciones -como el politólogo Elmar Altvater, basado en las tesis de Rosa Luxemburgo- vaticinó que el capitalismo (o el planeta) iban a colapsar cuando se agotara la naturaleza.
Dejé las reuniones y comencé a pensar por mi cuenta. Revisé mis libros con la aspiración de encontrar algún pensamiento que me trajera consuelo. El consuelo de entender. Volví a cuatro autoras. Eran quienes podían señalar otra salida que no fueran las consabidas aporías tecnológicas, demasiado ociosas o conformistas como para pensar otro camino que el actual. Organicé un taller de lecturas feministas, amparado por el cuidado del FILBA y sus organizadoras, todas mujeres entusiasmadas con el tema.
El taller llevaba el nombre de mi desesperación: ¿Quién cuida y restaura lo dañado? Durante meses nos sumergimos en los postulados de Rita Segato, Donna Haraway, Silvia Federici y Naomi Klein, aprendiendo que el mundo no era el que conocemos sino una entidad ancha y ajena que nos cobija junto a especies que cohabitan con nosotros y no son precisamente humanas. A través de la común lectura, dura de digerir, pero siempre dichosa, fuimos desgranando la actual postulación del ecofeminismo que se da a lo largo de toda América Latina y el ambientalismo mundial de los Jóvenes por el Clima. Casi siempre al borde del abismo de sentir que todo es urgente, que ya no hay tiempo de volver atrás, que los bosques seguirán incendiándose y perecerán las especies que nos mantienen vivos.
Así, sábado tras sábado, amparadas por el silencio, la introspección y la noción de que sí, podía haber una salida, se conjugó una especie de noción de vanguardia política. No utópica, sino más similar a lo que proponía Eduardo Galeano: la utopía no existe de verdad, pero nos ayuda a caminar. La convicción de que quienes proponen una verdadera reconversión de los modos de producción son las mujeres y los jóvenes. Esta afirmación no es una entelequia ni un ingenuo acto de fe. Ambos movimientos se justifican en defensa de los territorios heridos que, hoy por hoy, son las víctimas del patriarcado: el planeta casi en su totalidad, la agroecología sin venenos o el cuerpo de la mujer. Territorios donde la férrea mano del patriarcado inscribe sus huellas prepotentes como si no existiera historia, comunidad, cultura o tradición ancestral. Como si fueran una tábula rasa.
Existe, sobre todo en América Latina, el atisbo de una fuerza emergente que hace oír su voz de manera progresiva. Es una conjunción de diferentes movimientos cuyo denominador común es el cuidado y la preservación del planeta. Los Jóvenes por el Clima se acercan lentamente a las metas del ecofeminismo en sus demandas de poner un freno a la destrucción de la naturaleza. En nuestro país la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) tiene una rama femenina poderosa que se alía con los reclamos ancestrales de los pueblo originarios de todo el continente. Es una voz sofocada por los medios, pero está. No es el momento de inundar las calles, pero la conciencia se expande progresivamente. Reclaman nuevas formas de convivencia, de producción, de amparo, eliminan al antropos del centro del universo: la vida humana no es la única vida.
Algo puede estar naciendo en materia política. El tratamiento sobre la ley del aborto seguro y gratuito fue un leve ejemplo de ello. Con sagacidad lo observó Horacio Verbitsky en su columna semanal de El Cohete a la Luna, el 10 de enero de este año. Sostuvo allí que la transversalidad de los votos femeninos en pos del aborto
… implica una feminización de la política que tiende a superar la polarización ciega y conectarse con los deseos y necesidades sociales por encima de la odiosidad reinante.
Por cierto que esto no se refiere a la política tradicional, que algunas mujeres como Elisa Carrió y Patricia Bullrich devalúan con un estilo tan varonil como el de Micky Vainilla o José Alperovich, sino al nuevo sujeto verde que desde hace cinco años está transformando el sistema político en forma tan irreversible… con una política de cuidado que se insinúa como posible paradigma programático en una amplia agenda de temas y con capacidad para plantarse con autoridad ante el conjunto social.
El patriarcado que nos condujo a esta fenomenal crisis civilizatoria está demostrando su radical impotencia en contenerla. Como aquel intelectual que en su desesperación sostenía que la vacuna nos iba a salvar. ¿Salvarnos para volver a la normalidad que nos trajo hasta aquí? ¿Más de lo mismo? Ojalá avance la marea verde. Como dijo recientemente el ex legislador de la Ciudad Pablo Bergel: “Es la oportunidad de ir por más, ir por todo el orden social, imponer el cuidado y reproducción de la vida como valores y políticas hegemónicas.”
Sin remilgos, sin pudor, sin afán prepotente me animo a afirmar que estamos pariendo una nueva vanguardia política.
GM