Dejar de pelear contra nosotros mismos
No porque esté muy dicho hay que dejar de decirlo: el mundo actual no admite que busquemos en el pasado las soluciones para nuestro futuro, sobre todo cuando el presente se mueve tan rápido que hasta nos da vértigo seguirlo.
En apenas dos décadas de este siglo, China pasó de ser una economía marginal a disputar el liderazgo de los EE.UU en todos los aspectos, incluso y sobre todo el tecnológico. La digitalización transformó todo lo que hacemos y cómo lo hacemos, desde la producción industrial a la comunicación interpersonal. El cambio climático se aceleró y se convirtió en el principal tema de la agenda pública. En el siglo XX se hablaba de New Deal: en el XXI de Green New Deal.
Estos cambios no son simples cuestiones de coyuntura sino que señalan una nueva época y nos obligan a preguntarnos cuál tiene que ser el marco teórico-práctico para analizar y diseñar la política económica argentina. ¿Tenemos suficiente conciencia de que estamos en un mundo radicalmente diferente al de medio siglo atrás y que lo que ocurra dentro de cincuenta años es impredecible?
A esta altura del partido, tenemos ya muy claro el diagnóstico de nuestro fracaso pero no somos capaces de articular propuestas creativas para superarlo. El estado actual de la política partidaria no ayuda: desde hace años está inmersa en una grieta estéril, que dedica la mayor parte de su tiempo a señalar la culpa del otro por los males colectivos, con los ojos puestos en el espejo retrovisor más que en el camino que está adelante. Para nuestra dirigencia (toda) es más fácil criticar el pasado que liderar el futuro.
En mi caso, me sigo definiendo como industrial y desarrollista. Aunque sean términos asociados al siglo XX, creo que en última instancia refieren a una tradición que estuvo a la vanguardia de su tiempo. La industria connota tecnología y futuro y hoy también está al frente de la innovación con la Industria 4.0 y la agenda climática. El desarrollismo argentino fue un movimiento político de avanzada, moderno y pragmático para su tiempo, con la voluntad de sintetizar tensiones históricas de la política y la economía argentinas para encarar un proyecto nacional. Durante un tiempo demostró su valor y aportó al bienestar de todos.
Me consta que a ambos lados de la línea divisoria de la política argentina actual hay personas que, con matices, comparten una visión. Que no logremos sacar de la grieta a los temas en los que hay terreno común para acordar una política verdaderamente de Estado es un error garrafal del que nos vamos a arrepentir en el futuro.
La voluntad creativa necesaria para impulsar un cambio constructivo es lo opuesto a lo que vemos en nuestro día a día. La gestión de la pandemia es el triste ejemplo más reciente, con el doble sabor amargo de que había comenzado con atisbos de acuerdos sobre un tema relevante – aunque defensivo. Pronto volvimos a perdernos en discusiones estériles y hoy enfrentamos esta segunda ola con más dudas que certezas.
Las grietas viven en cada aspecto de nuestra vida pública. Una reciente y que involucra al sector empresario es la que pone en tensión a pymes con grandes empresas, cuyo nuevo capítulo se escribe en estas horas en el Congreso en virtud de los cambios al impuesto a las Ganancias de las sociedades. La narrativa más simplista y dañina es que las pymes son buenas mientras que las grandes son malas. Esta también es una dicotomía falsa: no hay pymes pujantes sin grandes empresas pujantes. Así funcionan, aquí y en todo el mundo, las cadenas de valor, en un círculo que busca ser virtuoso.
Argentina habita hace años en una peligrosa zona de confort en la cual cada uno busca en el otro una respuesta fácil a los problemas que nos aquejan. El problema es el otro. Ningún sector es totalmente ajeno a esa lógica, pero la primera y más importante convocatoria a cambiar la dinámica tiene que venir del poder político al que la sociedad otorga la representatividad para conducirnos.
Estas tensiones no son un defecto exclusivo de Argentina. Por el cambio estructural que enfrenta el mundo, todas las sociedades están discutiendo sus modelos de desarrollo, de recaudación de recursos, de incentivos y de distribución. En Estados Unidos, por caso, ya se habla de “bidenomics” por el nuevo presidente Joe Biden, que busca reducir desigualdades inaceptables a partir de más transferencias de ingresos, una infraestructura de cuidados, el incremento de la inversión pública y medidas para promover la inversión privada. En ese marco, está proponiendo aumentar la alícuota de Ganancias que pagan las corporaciones. Del 21% propone llevarla al 28% mientras que en Argentina ya estamos en el 30% y la propuesta es llevarla al 35%.
Hay que dar estas discusiones pero sin dicotomías ni falsas antinomias y, sobre todo, con una visión global y vanguardista del proyecto de crecimiento y desarrollo, conscientes que lo que pensamos para el siglo XX no aplica en el XXI. ¿Quemar los libros? Quizás no tanto: de mínima re-interpretarlos, de máxima re-escribirlos con audacia.
CC
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