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Pensar en Etta James

20 de enero de 2024 00:02 h

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“La memoria es una forma del olvido”, escribió Borges en un soneto. Es posible que no haya otra manera de explicar el hecho de que una de las cantantes más importantes –y con una voz más impactante– de varios géneros fundamentales del siglo XX, rara vez figure en las listas de las más recordadas.

Jamesetta Hawkins, conocida profesionalmente como Etta James, fue, en sus comienzos, en la década de 1950, una fantástica compositora e intérprete de doo-wop y rock’n roll. Con su primer disco de larga duración, At Last, de 1960, le puso firma a un estilo, dentro del Rhythm & Blues, en el que abrevaría gran parte del soul de los 60’s y 70’s y que influiría de manera notable en dos artistas blancas, Janis Joplin y, más adelante, Amy Winehouse. Y en las últimas décadas de su carrera fue una de las mejores intérpretes imaginables de jazz y blues clásico.

Tuvo, como muchas, una infancia desgraciada. Su padre, aparentemente un estafador, había desaparecido, su madre tenía 14 años y fue criada un poco por los abuelos y otro poco en el coro de la iglesia bautista de St. Paul, en el sudoeste de Los Angeles, donde aprendió todo lo que había para saber acerca del gospel y, también, a tocar el piano. A los 12 se fue a vivir con su madre a San Francisco y mientras nadie la miraba demasiado, robaba para vivir y formó su primer grupo, un conjunto femenino al que bautizaron The Creolettes. Johnny Otis las escuchó en un club y lo entusiasmaron dos cosas: la cantante principal, que todavía se llamaba Jamesetta Hawkins, y un tema, “Roll with me, Henry”, que ella había compuesto burlándose de un éxito del momento, “Work with Me, Annie”, de Hank Ballard, una canción tan explícitamente sexual como machista.  “Nena, te pido piedad, me calentás con abrazos y te burlás de mí, no me dejes congelar”, rogaba Ballard, y Jamesetta, sardónica, imaginaba un diálogo en que era ella quien ponía las reglas y, aprovechando el doble sentido de la palabra “roll”, en relación con bailar rock’n roll y con tener relaciones sexuales, decía: “No me estoy burlando (–Habláme nena–)/ Será mejor que dejes de congelarte (–Está bien, mamá–)/ Si querés romance (–Está bien, dulce–)/ Será mejor que aprendas a bailar (o sea a moverse en la cama)”.

Otis les pidió que cantaran en sus shows, les cambió el nombre por The Peaches, les consiguó un contrato con Modern Records y les aconsejó que cambiaran el título de la canción. Jamesetta invirtió su nombre, lo convirtió en Etta James, y con “The Wallflower” ­–el nuevo nombre de la canción– obtuvo su primer gran éxito en 1955, a los 17 años. Ese mismo año, Georgie Gibbs, una cantante muy popular, cercana al folk y al pop mainstream, obtuvo un éxito aún mayor con su versión ­–bastante más lavada–, a la que cambió el título por “Dance with Me, Henry” y, con ese nuevo título, la volvió a grabar Etta James, ya sin The Peaches, en 1957.

A pesar de su explosivo comienzo, la carrera de James tardó en arrancar, limitándose a actuaciones en clubes pequeños y grabaciones de varios discos de 7 pulgadas (o 18 cm, con uno o  dos temas en cada lado) para los sellos Modern y Kent que ni trascendieron demasiado ni excedieron los límites del rock’n roll de moda. Un tema llamado “Crazy Feeling”, registrado en 1955 y en el que se entreven los rasgos de su estilo futuro, tal vez sea la excepción.

En las vidas estadounidenses no hay segundas oportunidades, dijo haber pensado alguna vez Francis Scott Fitzgerald. Etta James la tuvo (y más adelante tendría otras) y en 1960, cuando Leonard Chess la llamó para grabar en su nuevo sello (Chess, que se convirtió con el tiempo en una leyenda), empezó de nuevo. Fue su primer disco de larga duración. El título no podría haber sido más preciso, At Last! (por fin). El álbum es todavía hoy un clásico. Pittchfork lo nombra entre los fundamentales de la década y Rolling Stone lo incluye entre los mejores de la historia. Y el tema que le dio nombre fue interpretado, entre otros, por artistas tan disímiles como Stevie Wonder, Beyoncé, Leela James, Cyndi Lauper, Randy Crawford, Celine Dion y Christina Aguilera. El repertorio incluye, además de rhythm & blues lento –lo que configuró gran parte del soul posterior–, clásicos del jazz como “Stormy Weather”, siempre cercanos al blues.  

Los arreglos, de Ralph Bass y Harvey Fuqua, incluyen unas cuerdas que, milagrosamente, suenan más tristes –más blues– que ostentosas.

Las biografías abundan en su adicción a la heroína, en las varias veces en que fue arrestada y en sus seis premios Grammy que, al fin, no son más que un reconocimiento de la industria a quienes le hacen ganar más plata. Lo más importante, como siempre, está en la música y en una intérprete que grabó no solo algunos de los mejores discos de blues y de rhythm & blues de todos los tiempos sino también varios de los mejores del jazz. Su período en Chess incluyó temas como “All I Could Do Was Cry”, “My Dearest Darling” y “Trust in Me”.  Su adicción y varias relaciones  sentimentales desastrosas la llevaron a un nuevo –y temprano– ocaso y en 1967, con la producción de Rick Hall, volvió a renacer con “Tell Mama” y “I'd Rather Go Blind”.

Nuevas caídas y nuevos rescates, el más importante el de un grupo de fans llamado The Rolling Stones que la homenajeó en público y la invitó a abrir sus shows de 1978. Una trayectoria de casi sesenta años, en todo caso, es difícilmente reducible a unos pocos ejemplos. No obstante, ningún pensamiento que traiga de vuelta a Etta James debería omitir sus inolvidables actuaciones con el saxofonista Eddie “Cleanhead” Vinson, en 1986, los dos discos de 1994 y 1995, con arreglos del pianista Cedar Walton, Mystery Lady, su viaje al mundo de Billie Holiday, de 1994, y Time After Time, del año siguiente, con luminosas participaciones de Walton, del saxofonista Red Holloway –en el primero de ellos–, de Ronnie Buttacavoli en trompeta y fluegelhorn y, sobre todo, del guitarrista Josh Sinklair. Tampoco Heart of a Woman, el disco de 1999 con arreglos de Dave Matthews (y nuevamente Skliar en la guitarra), Blue Gardenia, de 2001, que repite el elenco del homenaje a Billie Holiday, y, para los amantes del blues clásico, el casi final Blues to te Bone, de 2001. Hubo aún dos álbumes más, All the Way, de 2006, y The Dreamer, publicado en 2011. Para ese entonces ya había cantado para Obama, en 2009, y ya le habían diagnosticado leucemia y Alzheimer. En enero de 2012 murió reconocida como una de las más grandes. Poco después, la memoria, esa forma del olvido, la fue dejando en la sombra.

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/