“Hablar claro” es quizás una de las frases hechas que mejor muestra la imposibilidad en lo que al decir se refiere. Si algo no tiene claridad, es el lenguaje. Si algo se muestra e insiste en su opacidad, es el decir. La pretensión de transparencia, la ilusión de que la transparencia del lenguaje existe, acaso sea uno de los modos defensivos que ponemos a jugar para no saber lo que no queremos saber, o, incluso, para no saber lo que ya sabemos. Creer que el entendimiento cabal es posible, que no habría malentendido, que el malentendido podría ser aplacado del todo, es acaso una ilusión neurótica: esa que nos hace creer que decimos lo que queremos, que somos dueños de lo que quisimos decir y que no hay otra cosa más allá de las buenas o de las malas intenciones. No se trata entonces de pretender ser claros, sino de no retroceder ante la equivocidad de la lengua, ante el malentendido. Jorge Jinkis dice: “El malentendido no es detención, es lo que permite proseguir”. Se trata entonces de jugar con “lo tenues que son las palabras para ser sostén de un sentido pleno”, como dice Lacan.
Si algo viene a descubrir Freud, es que no sabemos lo que decimos, que decimos siempre más o menos de lo que queremos decir; que nunca podemos estar seguros de eso que dijimos hasta que la interlocución se produzca. Es por eso que, muchas veces, el decir no se opone al hacer, sino que se constituyen mutuamente. El carácter performativo del lenguaje hace al sujeto que el psicoanálisis funda. Se trata de un sujeto inédito que viene a ser un efecto del lenguaje entendido como performance: no el lenguaje que expresa, sino el lenguaje que hace decir. Pensando en la literatura, Roland Barthes refiere que “es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar a través de una previa impersonalidad [...], ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa», y no «yo»”. Roland Barthes, el mismo que dijo “tengo una enfermedad: veo el lenguaje”.
En un análisis se trata de eso mismo, de lo que habla en nosotros, de lo que eso dice en nosotros o a pesar de nosotros mismos. Es por eso que Lacan sugiere que la pregunta por lo que se dijo no es “¿qué quiere decir eso?”, sino “¿qué es lo que al decir, eso quiere?”. Por esa razón es que prefiero el término acto fallido al término lapsus, porque se destaca la dimensión de lo que se hace en lo que se dice, se destaca lo que se hace con lo que se dice. Y como dijo Lacan: no hay acto mejor logrado que el acto fallido. Si un decir tiene consecuencias, las tiene en la medida en que se puede hacer algo con los efectos de esas palabras. En la medida en la que se pueda seguir su hilo, su filo -en francés hilo y filo se dicen fil-. Las palabras que importan, esas que cambian nuestro mundo, esas que hacen que nuestro mundo sea otro, son las palabras que se escriben siguiendo el hilo/filo del lenguaje.
Del carácter performativo del lenguaje y otros asuntos se ocupa Bárbara Cassin en El efecto sofístico, libro que comienza con una escena de Alicia detrás del espejo:
-Cuando yo uso una palabra -dice Humpty Dumpty en tono bastante despectivo-, esa palabra significa exactamente lo que yo decidí que signifique…Ni más ni menos.
-La cuestión -responde Alicia- es saber si usted puede hacer que una palabra signifique un montón de cosas diferentes.
-La cuestión -replica Humpty Dumpty- es saber quién manda. Eso es todo.
Me acordé de ese comienzo porque recientemente Cuenco del Plata publicó, de la misma autora, Cómo hacer de verdad cosas con palabras. Homero, Gorgias y el pueblo arco iris, libro que, para Cassin, continúa aquél otro. Está traducido por Silvio Mattoni preservando, según creo, el habitual tono amable y hospitalario de la filósofa y filóloga francesa. La autora vuelve sobre los asuntos de los que se viene ocupando a lo largo de su obra. A la vez, introduce sus lúcidas variaciones. Escribe acá como ya había escrito en Jacques el sofista: “El lenguaje, tanto en sofística como en psicoanálisis, es explícitamente un pharmakon, remedio y veneno”. Y entonces cifra la experiencia analítica: la que se ocupa de los cuerpos enfermos de lenguaje, la que trata a los cuerpos por medio de las palabras. “El psicoanálisis, eso hace algo”, dirá Lacan.
Los dos primeros epígrafes del libro de Cassin son: “Yes, we can”, de Barack Obama y “TE-AMO.”, de Roland Barthes. Acaso dos formas de un decir que pretende hacer, en dos zonas peligrosas, en dos zonas de promesas -como diría Florencia Angilletta-, en dos zonas hechas de lo inesperado, de lo que acontece sorpresivamente; dos zonas que suelen dejarnos en vilo, dos zonas que delimitan nuestro mundo -aunque pretendamos estar afuera de ellas-: la política y el amor. Acerca de eso, dice Cassin más adelante: “creo que junto con la política el amor es el lugar habitual de la performance, allí donde las palabras hacen de verdad cosas, para bien y para mal como de costumbre”.
La editorial Pontevedra -https://www.instagram.com/edicionespontevedra/- acaba de publicar El complejo de Caín, de Gérard Haddad -psicoanalista tunecino residente en Francia, autor del ya clásico El día que Lacan me adoptó y que vendrá a la Argentina a presentar su nuevo libro en octubre, gracias a Edgardo Kawior, director de la editorial-. El bello prólogo, escrito por José Luis Juresa, comienza así: “La vida puede tener múltiples posibilidades, y habitan en ella varios universos posibles que pueden jamás conectarse entre sí, a menos que demos un paso. Ese ”dar un paso“ se refiere siempre a lo no calculado, a lo que permanece o se sostiene en un avance ”a tientas“, con la soltura de lo que se puede presentar creyendo que luego viene el siguiente paso en la misma dirección, pero no. No lo sabemos (...). Dar ese paso es, entonces, ahuecar, dar lugar y también dar tiempo. ¿No es acaso el principio con el que funciona la relación entre analista y analizante? El lugar del analista es el de un vacío siempre por crear, por hacer y por sostener también, a través de la única herramienta de la que disponemos para hacerlo, que es el filo de las palabras”. Hacer cosas con el filo de las palabras, de eso se trata un análisis. Aunque no es la única experiencia en la que nuestro mundo puede transformarse por las palabras. Nuestro mundo también puede transformarse cuando las palabras son dichas en la escena pública, en el escenario de la política. Pasa muy seguido en esas escenas que las palabras se degradan, que se pretende que no importan. Como si diera lo mismo quién las dice, cuándo las dice y cómo las dice. Cuando no importa el tono, cuando no se atiende a ellas, también, o sobre todo, se hace daño; ese no importar lo que se dice también tiene consecuencias. Creo en la dimensión transformadora de la política. Y por eso me apena, me entristece y no me da lo mismo cuando ante el atentado a la Vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, ocurrido el pasado jueves 1 de septiembre, cuando ante un hecho de semejante violencia, cuando ante un hecho que nos concierne a todos -independientemente de la posición ideológica y/o partidaria que tengamos- se agrega la palabra pero luego del repudio. Como dijo la politóloga María Coutinho: “Hay que guardarse los ”peros“ en este momento”.
Pero: una palabrita que tiene la potencia de desbaratarlo todo, una palabrita que tiene la potencia de hacerle creer a alguien que no es responsable de lo que dijo. Pero: una palabrita que transfiere la responsabilidad a la víctima, al otro. Pero, dicho después de un repudio al acontecimiento de violencia política que vivimos y del que aún no salimos, es la cifra de una posición enunciativa: la de aquel que pretende borrarse de la escena, la de aquel que pretende que las palabras en la escena pública sean inocuas.
El tono, de Irene Gruss -incluido en Poesía completa, editado por Ediciones En Danza:
Mi voz dice lo que no quiero decir,
mi voz tiene otro tono,
lo que quiero decir no lo dice, dice otra cosa.
Lo que no digo a veces lo dice mi voz
o el silencio, el mío, lo dice pero
no se entiende. Mi voz larga un ruido grave, un
comentario gutural, casi sin voz.
Mi voz no escucha lo que digo.
Yo escucho a mi voz decir
otra cosa.
Lo que no digo no puede oírse, y eso
es lógico. Cuando mi voz lo dice
a veces, el tono suena
desligado de mí, el sonido, el tono,
es otro.
Lo que quiero decir no se escucha. Mi voz no habla,
semeja un tono
cansado de sí, del otro tono que no dice
más que un comentario, grave, baja
mi voz
cada vez que escucho, sordo el sonido
de lo que digo a veces
en un hilo casi
al otro casi,
una sola vez que diga
lo que no quiero, mi voz,
oír.
AK