Opinión

La poderosa, la empoderada y la impotente

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Los peores momentos de la temporada 4 de The Crown son aquellos donde los guionistas dejan traslucir demasiado la conciencia de su necesidad de vender un producto para el 2020, época de Fleabag, de I May Destroy You, de Gambito de Dama, series protagonizadas por “mujeres fuertes”. La serie de Netflix que se ocupa en cada nueva temporada de una nueva década del largo reinado de Elizabeth II; la cuarta y hasta ahora última está dedicada a los años ‘80: thatcherismo, Malvinas y Lady Di, para hablar mal y pronto. Si bien la serie tiende a enfocarse en los personajes femeninos desde su nacimiento, el tridente Elizabeth-Margaret Thatcher-Diana le da la chance de zambullirse como nunca en una investigación sobre mujeres bien diversas: oportunidad aprovechada algunas veces, aunque  otras, como ocurre con las primeras dos damas mencionadas, acaba por ser una trampa repleta de clichés y anacronismos involuntarios.

Es bastante curiosa la construcción de Thatcher como una especie de heroína feminista. En su retrato, la serie subraya leitmotivs recurrentes del feminismo de internet, como en la imagen de Maggie intentando y logrando imponerse en una reunión rodeada de varones blancos que la acusan de imprudente e inexperta, o en la conversación franca y cariñosa (casi de ‘pareja deconstruida’) que ella mantiene con un marido sorprendentemente cómodo en su rol de primer hombre o el modo en que, de tanto en tanto, Margaret y Elizabeth parecen hallar un punto común en el hecho de que ambas son mujeres insertas en ambientes tradicionalmente masculinos (“las dos somos mujeres”, “quiero que hablemos de mujer a mujer”, repiten en escenas que parecen ya guionadas para convertirse en memes y hashtags). En varios episodios se muestran las consecuencias de los planes de ajuste económico sobre la clase trabajadora británica, pero hay momentos en que el guión tiene tantas pero tantas ganas de vendernos a Thatcher como ícono feminista millennial que parecería que el desarme del Estado de Bienestar es un detalle en la trama que verdaderamente importa, la de una chica determinada a cumplir sus sueños contra viento y marea. Una mujer que, además, como también se encarga de subrayar la serie, “se hizo de abajo”, a diferencia de su contrafigura Elizabeth.

Es bastante curiosa la construcción de Thatcher como una especie de heroína feminista. En su retrato, la serie subraya leitmotivs recurrentes del feminismo de internet

¿Tiene sentido histórico este antagonismo? Los reportes sobre el vínculo entre ellas son diversos y poco conclusivos. Nunca lo sabremos con certeza, pero a la serie le sirve para subrayar una vez más otro leitmotiv millennial, el tema de la sororidad (planteado de forma muy elemental como el hecho de que dos mujeres se entiendan ‘a otro nivel’ por el solo hecho de ser mujeres) que vence a la tentación de la competitividad una vez que la Reina se encuentra, por primera vez, con una primera Mandataria de su mismo género.

Aunque sea la contrafigura (y aunque The Crown se encargue siempre de subrayar su privilegio, en contraste con el origen plebeyo de Thatcher), en la serie a Elizabeth también la pintan con bastante frecuencia como referente progresista. Un ejemplo notorio es el capítulo dedicado a la posición que debe adoptar Gran Bretaña sobre el apartheid, donde la serie escenifica una discusión muy explícita con Thatcher donde la Reina le indica la necesidad de condenar públicamente el régimen racial discriminatorio sudafricano, y llega al punto de mostrar a Elzabeth pidiéndole a su jefe de prensa que filtre una declaración en off de ella contra la premier conservadora. La Corona británica, por supuesto, niega esa versión, y muchos historiadores dicen que, más allá de que Elizabeth sí ejerció cierto soft power en favor de Nelson Mandela, es muy improbable que haya confrontado de manera clara con la Primera Ministra: no era su estilo salirse del guion de la “monarca que no gobierna”. Pero esto luce mucho más aburrido (y, otra vez, mucho menos canchero y millennial) que mostrar a una reina desafiante luchando contra el racismo. Este mismo tipo de reescritura se repite en otro capítulo, el que narra un episodio de base real, la peripecia de un hombre que logró sortear toda la seguridad del Palacio de Buckingham en Londres y llegar hasta el cuarto de la Reina para contarle qué mal lo estaba pasando el pueblo bajo el gobierno de Thatcher. En el capítulo, el quinto de esta temporada 4, la Reina se sienta a conversar largo y tendido con el hombre para escuchar, empática y preocupada, cómo están sus súbditos. Lo único irrefutablemente real de toda esta historia es que el hombre logró entrar; sus intenciones eran dudosas (en una entrevista dijo que se pasó en un viaje de hongos) y el comportamiento sensible y valiente de la Reina es una ficción completa. El intruso no llegó a decirle nada; ella se escabulló y un empleado se quedó con él hasta que vinieron a buscarlo. 

No me molesta que The Crown se desvíe de la veracidad de los acontecimientos, y tampoco me interesan demasiado las objeciones morales respecto sobre hacer empatizar al espectador con una funcionaria de derecha o del borramiento total del colonialismo en el ensalzamiento de la Reina como buena samaritana antirracista; se trata de decisiones políticas que se pueden analizar pero que prefiero no poner en el lenguaje de la condena. Lo que me molesta, sobre todo, lo que creo que hace de estos los peores momentos y decisiones de The Crown, es que al intentar acercar a Elizabeth II y a Margaret Thatcher a las virtudes que se esperan de las heroínas millennials (la capacidad de imponerse en mundos masculinos con frases ingeniosas, la valentía, la voluntad de jugarse por el deseo, la empatía) la serie se priva justamente de ahondar en lo contrario: en otras mujeres, otras vidas, otras formas de estar en el mundo. Veo protagonistas cancheras que van al frente en diez millones de series distintas; a mí, al menos, me interesa mucho más la oportunidad de meterme en el mundo de una mujer que quizás no tiene ninguna virtud especial, que ni siquiera tiene que reprimir sus ganas de romper todo y revolucionar la monarquía porque sencillamente no le surge, nomás le interesa cumplir con su función, con su lugar en una estructura; pasar desapercibida, cuidar lo que le legaron y ni un centímetro más. Empecé a mirar The Crown en la temporada 1 por eso, porque me divertía la idea de mirar de tan cerca una monarquía que casi ya no puede hacer nada más allá del protocolo y el ceremonial y a una heroína que no tiene nada de especial, ninguna de esas cualidades chispeantes que te hacen una chica interesante en el siglo XXI. Una serie protagonizada por una joven que, a diferencia de todas las demás jóvenes que las otras series me quieren hacer admirar, no había roto casi ninguna regla y no había logrado nada que no se esperara de ella, y de la que de hecho no se esperaba mucho más que que sobreviviera y cumpliera con una serie de reglas. Me seducía eso: la posibilidad de una exploración de la pasividad, antes que una investigación sobre el poder. El personaje de Thatcher en ese sentido es distinto, pero se achata con el intento de encauzarla también como heroína millennial: antes que el relato según el cual ella en realidad es una revolucionaria aunque parezca una conservadora, me interesaba justamente la investigación de la subjetividad de una conservadora, qué es lo que una conservadora quiere conservar del mundo, cómo y por qué. Sobre eso la serie guarda un silencio completo: tienen tantas ganas de contarte que Thatcher es una mujer empoderada que no les importa para qué quería empoderarse ella.

Por todo esto es que me encanta lo que hace The Crown con Lady Di. Habría sido muy fácil armar una Diana ‘princesa del pueblo’, una Diana dulce pero conquistadora que quiere trastocar la monarquía, puro feminismo pop. En cambio, aquí la serie sí elige meterse con una subjetividad más fallida, menos admirable: Diana, al menos en esta temporada que la muestra jovencísima, es una chica caprichosa y confundida, que se vuelve la favorita de la plebe por una mezcla de belleza y ganas de ser famosa antes que por ninguna voluntad de conectar con lo popular. Aunque vemos la dianamanía en todo su esplendor, ni siquiera terminan de mostrarla carismática a la Princesa: sus despliegues se evidencian muy seguido como arranques de narcisismo que hasta podrían dar algo de vergüenza ajena, y tampoco se exagera la importancia de sus vínculos con causas nobles como la lucha contra el sida. Tampoco diría, sin embargo, que la serie la juzga: sólo que se permite, en este personaje, meterse con algo que no es puro empoderamiento y agencia, pura inteligencia y voluntad. 

Los momentos en que The Crown brilla son sobre todo aquellos en los que deja que sus personajes femeninos se sumerjan en esa pregunta por aquello que nos toca, que no se elige, que nos toca sencillamente habitar, a veces sin ganas, sin gracia y sin talento.  Cuando deja de tratar de contar la historia de ‘las grandes mujeres’ (como antes se contaba solo la de los ‘grandes hombres’) y se pregunta más bien por el sentido de esa frase, y por lo que ella deja afuera; las subjetividades de las que no nacieron para heroína, o para lo que hoy parecer entenderse por heroína, aunque hayan llegado al mundo con la coronita puesta.   

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