Es abril de 2019 y el gobierno empieza a trastabillar con sus propias políticas. Mauricio Macri, que ayer nomás estaba en la gloria, por primera vez ve de cerca el abismo de la fragilidad política nacional. Está cansado y boxeado, y se graba a sí mismo: “Se rompió el hilo de confianza del que me pasé dos años hablando al pedo, porque nadie escucha”.
Macri se graba, y quizás se escucha más tarde. Se graba para que alguien lo escuche más adelante. Ciertamente, no habla en vano. No importa cuántas vueltas le demos, la política está hecha de los sentidos que las palabras les dan a los hechos. En Primer Tiempo, el libro del ex presidente argentino recién publicado por Planeta, aparecen una decena de grabaciones, casi todas hechas durante el colapso de su gestión entre fines del 2018 y agosto de 2019 cuando perdió las PASO. Habla y se escucha: “El miedo a CFK es total”, “Terminan 15 días tremendos”, “una dinámica en la que parece que nada alcanza”. “Locura. Día lunes”, se dice a sí mismo el día después de las PASO. El miedo a CFK es total.
El libro es una crónica en primera persona de cómo gobernó Macri. Pero la obsesión de la que el ex presidente no escapa es el cataclismo que empieza en el 2018 y se despliega durante el 2019 llevándose puesto al gobierno y al salario, el bienestar y las esperanzas de millones de personas. Es interesante que para un presidente que perdió su reelección en medio de una catástrofe, el momento casi épico de su relato sea la llegada agónica a las generales luego de la derrota estruendosa de las PASO. “Estoy destrozado. Tenemos que terminar el gobierno, tenemos que ir a la elección para sacar la máxima cantidad posible de diputados y senadores. Y siempre soñar con el milagro”. De la pesadilla del helicóptero a redoblar la apuesta en menos de 30 palabras. Nadie habla en vano, menos para grabarse.
En este relato, el descalabro del 2019 es la oportunidad para reactualizar los tres ejes fundantes del discurso de Macri: la condena al populismo que “pregona el sometimiento” e impide construir una nación moderna; la presentación de su gobierno como víctima en su intento frustrado por desarmar el legado kirchnerista de expansión del gasto público, inhibición de la actividad privada y desprecio por las libertades individuales; y la lectura del 2019 como un momento de purificación y perfeccionamiento de un proyecto modernizador hacia el futuro, para dejar atrás el pasado de una economía regulada y una política sin libertad. “Para competir, que es de lo que se trata”. Lo que emerge de esa reconstrucción es probablemente el manifiesto antipopulista más significativo de la historia argentina reciente, un espacio en el que una derecha radicalizada encuentra un lenguaje propio para desplegar su mirada del país.
Pablo Avelluto (que junto a Hernán Iglesias Illa colaboró con Macri en la redacción del libro), pronunció una frase memorable luego de las PASO en la que Alberto Fernández obtuvo una ventaja irremontable: “Creímos que era más fácil, que con que sólo no estuvieran ellos vendrían las inversiones”. Ese desconcierto, entre criminal y suicida, sigue ahí. Macri ensaya explicaciones varias, parciales, simples (populistas, diría uno). Se graba: “Anoche estaba listo para salir al escenario a dar un discurso de esperanza y optimismo y llegó la catástrofe más grande que vi en mi vida”.
Cierto, Macri no se flagela asumiendo culpas, pero el libro ofrece hacia el futuro dos claves interpretativas sobre el final de su gobierno. Si el retorno del populismo fue tentador para las mayorías, sugiere el texto, se debe a que Cambiemos chocó contra las dos edificaciones más notables de la Argentina moderna: El dólar y el conurbano.
Macri se graba: “Me preocupa mucho que, si al dólar no lo paramos, la pobreza va a rebotar muy feo”. En eso tenía razón.
Las reflexiones sobre la disparada del dólar son ambiguas, inconclusas. Por ejemplo, la versión de Macri según la cual el Fondo era reticente a reinstalar alguna forma de control de cambio se contradice no sólo con lo que todos piensan sino con la versión del propio FMI, donde el ex miembro del Directorio Héctor Torres afirma que fue el Fondo el que exigió el retorno del cepo, y que fue el gobierno, en la figura de Nicolás Dujovne, quien se opuso bajo la idea de que eso hubiera significado una derrota política. El acuerdo con el FMI y la fenomenal fuga de divisas con la que convivió no dejan dudas sobre qué significa “derrota política”. En su libro sobre el dólar, Mariana Luzzi y Ariel Wilkis sugieren que “la popularización del dólar en la Argentina podría ser leída como un proceso de aprendizaje político”. Esas enseñanzas no se limitaron al comportamiento de los sectores populares.
El círculo rojo
Macri aprovecha la crisis del dólar para explicar sus desencuentros con sectores con los que se suponía afín. Su relación friccionada con el establishment al que pertenece es una versión particular del viaje del héroe para explicar su transición de un hombre de clase a un político. Primero el amor: “Los empresarios son miembros clave del círculo rojo. Los conozco bien. Al fin y al cabo, yo mismo vengo de ahí”. En el 2015, con el correr de los meses, “mi candidatura empezó a ser vista por el círculo rojo... como una alternativa válida para reemplazar el estancamiento y el autoritarismo”. Macri vuelve de ser premiado en Nueva York días después de asumir la presidencia: “Aquellos inversores, empresarios y políticos gringos estaban convencidos en esos días de que la Argentina ya había cambiado”. El Mercado Soy Yo. Pero el amor no es eterno. En el 2018 las diferencias son irremontables: “[N]i la sociedad ni una parte significativa del círculo rojo tenían clara la urgencia de la situación”, les reprocha. En plena crisis, se graba: “...las balas vienen por todos lados, hay que mantener la calma”. Los ricos también sufren. O como dice el tema que le dedicó la banda de la que Macri tanto se nutre, “extraño tu amor/vuelve a mi/volvamos a ser felices”. Eso no es posible, el amor se rompió.
Pero de esas ruinas Macri emerge como algo nuevo. Ya no es un producto del mercado, un hijo de su clase, sino un hombre público que puede ver a propios y extraños desde arriba para decirles lo que ellos aún no entendieron: esto es con todos, la legitimidad de un proyecto de clase se construye a partir de consensos extendidos.
En la versión de Primer Tiempo al menos, de la crisis sale un líder dispuesto a hacer de sus ideas e intereses el interés general de una nación. No hay reconciliación, pero hay redención. De la derrota nace un estadista literal: El Estado Soy Yo.
La ambición de Macri está en el cruce de reafirmación ideológica y expansión electoral. No lo dice, pero parece saber que lo más relevante de la elección del 2019 no fue su derrota sino el formidable 40 por ciento de electores que insistió en votarlo mientras su gobierno hundía al país en un espiral de fuego.
Gente de fierro, decidida a todo. Para el resto, piensa Macri, falta Sergio Massa. En las sesiones de psicoanálisis que menciona un par de veces, el ex presidente tiene que hablar con urgencia de su relación con Massa. Massa, a quien llevó a Davos “para mostrarle cómo funcionaba el mundo”. Massa, a quien llevó “para mostrarle al mundo... que había peronistas racionales”. Y que al momento de las definiciones materializó una alianza con el kirchnerismo que en los hechos selló la suerte de Cambiemos y lo que quedaba de su gobierno. Ahora es Sergio, “alguien poco confiable, enamorado del corto plazo, incapaz de sostener un proyecto de país o un armado político según sus convicciones”. Sergio, el que “ponía a cada reforma futura a un estornudo de ser bloqueada”. Sergio es “parte de los que tanto cuestionaron en su tiempo al kirchnerismo para terminar a sus pies”.
Sergio Massa lo traicionó en forma, parece, pero eso es razonable en la política. Ahí hay algo más. Es imposible saber el lugar que ocupará Massa en la historia argentina (el teclado cruje de sólo escuchar la expresión), pero Macri parece utilizar un personaje menor para plantear un problema mayor: cómo construir un proyecto de mayorías desde una derecha ideológicamente radicalizada.
El Conurbano
El problema es el conurbano. Recibido el primer reporte sobre los resultados de las PASO (“colapso absoluto”, le anuncia Marcos Peña), Macri reflexiona: “Si todos los números eran malos, los de la provincia de Buenos Aires eran los que más empujaban para sacarnos de la carrera”. Macri no dice que el conurbano sea algo así como las “provincias inviables”, de las que hablaba Cavallo para referirse al noroeste argentino. Dice: “En el conurbano no hay turismo, no hay generación de energía, el desarrollo de la economía del conocimiento aún es bajo. Y el conurbano no cuenta con la gran locomotora del campo”. Al conurbano, en fin, le faltan todos los atributos de una modernidad virtuosa como la que edifica Macri en su cabeza y con la que, convengamos, coquetea buena parte de la elite política e intelectual argentina: Un país que exporte, integrado al mundo y repleto de emprendimientos que saquen de la pobreza a millones de personas sin necesidad de pasar por el farragoso conflicto de la redistribución de ingresos.
En esa fantasía, el conurbano no existe. Como el sur de Borges, no es un lugar en la geografía sino en el tiempo: un pedazo de país desenganchado del resto, atrasado y cuya realidad se extiende más allá de la provincia y al amplio mapa en el que fue derrotado Cambiemos. Las razones de su atraso son obvias: el kirchnerismo, “síntoma de una enfermedad más compleja: el populismo”, que con su “«maquinita» de imprimir billetes sólo hace eso, imprime rectángulos de papel, no imprime riqueza o prosperidad”. Las razones de la derrota, en cambio, son menos claras.
Aquí y allá, Macri sugiere que un ritmo más lento en las reformas hubieran resuelto el tema. Cuenta que en el cierre de campaña gritó el ahora famoso “¡No se inunda más, carajo!” “con el propósito de destacar la importancia de darse el tiempo para que la gente pueda entender el sentido de las obras”. La espera, esa grieta entre halcones y palomas de un mismo sueño modernizador. La esperanza depositada en la espera le corre el foco de otros elementos que parecen haber sido más determinantes, incluyendo la forma en la que la inflación se llevó buena parte del efecto de las políticas sociales, casi todas formuladas durante el kirchnerismo. Para alguien preocupado por cómo impactaría el dólar en el aumento de la pobreza, es interesante que Macri mencione sólo dos veces a su ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley. No cuarenta, no diez. Dos. Una para decir que estaba en una reunión, la otra para contar que lo conocía al Papa. Hay en cambio unas infinitas referencias a Toto Caputo, tomas desde todos los ángulos posible de Toto, Toto siempre cercano y coloquial, el amigo que ocupó brevemente algunas posiciones formales de poder.
Hay que admitir que con sus dos menciones, Stanley está dos menciones arriba que “derechos sociales”. Lo que los conurbanenses necesitan no son atribuciones colectivas sino libertad económica individual para florecer. En Primer Tiempo, el pueblo no es el sujeto de las organizaciones sociales ni el espacio de producción de solidaridades colectivas, pero tampoco es el homo economicus que emergía de la última dictadura militar alrededor del consumo. Es un pueblo de productores.
El relato está repleto de ciudadanos desesperados por producir; esperanzados, pero víctimas del clima opresivo impuesto por el populismo. El vendedor de pastelitos al costado de la ruta al que le destrozan el puesto por haberse reunido con él, el joven asaltado violentamente que se encuentra luego con el Presidente, las fabricantes de alpargatas, el payaso.
Pero el conurbano es, sobre todo, la ascensorista. Macri recuerda su primer día en la Casa Rosada: “Subíamos con Juliana... y le dije a la ascensorista: «Qué calor, ¿no?». La mujer se puso a llorar instantáneamente. Su gesto me sorprendió y no me animé en ese momento a preguntarle qué le pasaba. Después supe que Cristina Kirchner jamás les dirigía la palabra y que tenían prohibido hablarle a ella. Un simple comentario sobre el clima, que a mí me pareció natural —además veníamos de la procesión bajo el sol por Avenida de Mayo, en un mediodía pleno de verano—, para ella fue el final de años de miedo y silencio”.
Hay un género narrativo para el personal de servicio, subgrupo de los sectores populares colocado espacialmente cerca de su patrón. En 1956, Ernesto Sabato exhibió una escena memorable de las horas siguientes al golpe contra Perón, contando que mientras su familia festejaba, “las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas”. Menos memorable, la aparición de dos empleadas domésticas en el fondo de una foto de campaña de Fito Páez apoyando a los candidatos del Frente para la Victoria revelaba sin querer las tensiones del igualitarismo autocelebratorio. La ascensorista de Macri sirve para desandar el camino de Sabato. El escritor había usado el episodio para abrirse a miradas más complejas sobre el peronismo; el ex presidente la usa para reafirmar el carácter tiránico del pasado kirchnerista al que el pueblo había estado sometido.
Ese pueblo tiene una nueva oportunidad. Macri reafirma en el libro la metáfora del populismo como un virus en el cuerpo sano de la sociedad, una figura que ciertamente clausura el debate político y revitaliza una derecha agonística. E intuye, quizás con razón, que la suerte del coronavirus y la del gobierno de Alberto Fernández están atadas. Mientras los analistas buscan en la respuesta a la pandemia el resurgimiento del Estado de Bienestar, Macri espera al otro lado del túnel para un reencuentro verdaderamente liberal.
Macri ya no se graba, pero uniendo esperanza y tragedia, invita a los suyos con más claridad que nunca a una gesta peculiar. Fuera de registro y dirigiéndose a los “millones de argentinos que han atravesado este año sintiendo que su gobierno los había abandonado”, los arenga: “estoy seguro de que juntos vamos a vencer a las dos pandemias: la del coronavirus y la del populismo”.