Historia Argentina

La Revolución de Mayo, el gran mito de origen de la Argentina

25 de mayo de 2021 00:15 h

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A más de dos siglos de distancia, la Revolución de Mayo sigue constituyendo el gran mito de origen de la nación Argentina. Es el kilómetro cero de nuestros relatos identitarios. Todas las tradiciones político-ideológicas que han dejado una marca en la vida pública abrazan su ideario y se identifican con su legado: la idea misma de nación independiente, de soberanía popular, de un “nosotros” argentino que es artífice del destino nacional remite a ese suceso fundante. Entre historia y memoria, entre reflexión sobre el pasado y narrativa identitaria, suele mediar una considerable distancia. De allí que, ante un nuevo aniversario de la creación de la Junta de 1810, vale la pena volver a interrogarse sobre el significado histórico de ese hito. Este ejercicio se justifica porque la cultura cívica de una nación se enriquece cuando, además de conmemorar o celebrar, es capaz de tomar distancia del simplismo de los relatos patrióticos para abrazar una visión abierta y problemática de su propio pasado.  

Conviene iniciar ese camino recordando que, en el punto de partida, el azar jugó un papel decisivo. El derrumbe del imperio español en América constituyó la condición de posibilidad de los sucesos de Mayo. Y esto no tanto porque la crisis del orden político colonial creó un contexto político favorable para la acción organizada de los críticos de la monarquía sino, ante todo, porque forjó a los sujetos que encarnaron la idea de cambio, le dieron forma y la arraigaron socialmente. Basta pensar en la biografía y el ideario de nuestros padres de la patria para comprobar que primero vino el derrumbe del sistema de poder colonial y, recién entonces, y en la huella abierta por esa crisis, comenzó a madurar la creencia de que los habitantes del Río de la Plata podían adueñarse de su destino para forjar una nueva comunidad política. Tanto San Martín como Belgrano comenzaron sus carreras como servidores consecuentes del Estado español y sólo luego de 1810, ante el hecho consumado, dieron un golpe de timón. Aun así, por largo tiempo ambos se mantuvieron fieles al principio de que la monarquía constitucional constituía el principio que mejor encarnaba la causa del progreso humano, y pugnaron por imponer el criterio dinástico en la nueva nación que estaban contribuyendo a crear. En esta última tarea, afortunadamente, nuestros máximos héroes nacionales no tuvieron mucha suerte.

El hecho de que San Martín y Belgrano tuvieran arraigadas convicciones monárquicas nos recuerda que, más que el resultado de la voluntad política de un grupo coherente y cohesionado en torno a un proyecto de cambio político, la revolución fue un proceso complejo y multifacético, de curso azaroso y destino por momentos incierto. Mirarlo con esta luz también nos permite constatar que si al comienzo las ambiciones y las ideas de sus protagonistas tuvieron mucha menor relevancia de lo que sugieren la narrativa patriótica, la propia dinámica del proceso revolucionario hizo que, en el curso de un par de décadas, la sociedad rioplatense experimentase cambios profundos en planos tan diversos como las jerarquías sociales y los estilos de vida, las formas de gobierno y las tradiciones e ideas políticas. Esto significa, entre otras cosas, que libertad, igualdad y república, más que puntos de partida, fueron puntos de llegada. La Revolución de Mayo se propuso pequeñas reformas al orden político colonial –no independencia sino autonomía– pero abrió la Caja de Pandora. Al cabo de una década tumultuosa, lo que comenzó como un programa de renovación política de alcance muy acotado terminó alterando no sólo la esfera del poder sino la sociedad toda. 

Al cabo de una década tumultuosa, lo que comenzó como un programa de renovación política de alcance muy acotado terminó alterando no sólo la esfera del poder sino la sociedad toda.

Para reconstruir ese itinerario conviene alejar el lente de observación y situar al 25 de Mayo en un mapa más grande. La Revolución del Río de la Plata fue un eco lejano de una convulsión que en el siglo XVIII abrazó a toda Europa, y que desde allí se extendió a las colonias americanas. Todo comenzó con la guerra, que puso en aprietos a las grandes monarquías europeas. Esa historia se remonta a comienzos de ese siglo, cuando los choques armados entre las tres mayores coronas europeas crecieron en escala e intensidad. Inglaterra, Francia y España se combatieron sin pausa en una serie de enfrentamientos cada vez más extenuantes y costosos, en las que la balanza se fue inclinando progresivamente en favor de las flotas y los ejércitos ingleses. Pero ni siquiera los Hannover, que reinaban en Londres, y que tuvieron buenas razones para festejar, salieron del todo indemnes de ese ciclo ampliado de movilización guerrera. También para ellos el enorme esfuerzo fiscal que trajo la guerra en gran escala trajo grandes tensiones entre la corona y sus súbditos.  

No sorprende, por tanto, que en el último cuarto del siglo XVIII dos grandes conmociones sacudieran a las monarquías europeas. En 1776, descontentas con el incremento de los impuestos y la arrogancia de los funcionarios encargados de recolectarlos, las colonias británicas de América del Norte rompieron con Londres. Los primeros crujidos de la monarquía absolutista francesa tuvieron un origen similar. Necesitado de más recursos con los que afrontar sus acrecidos gastos militares, Luis XVI debió convocar a los Estados Generales en 1789, también para imponer nuevos impuestos. Una vez reunida esta asamblea, la iniciativa real chocó con la resistencia de la nobleza, y poco más tarde –y con consecuencias más dramáticas– con la movilización del Tercer Estado. Y entonces comenzó la Revolución Francesa.  

¿Y qué hay de la corona de España? Mientras Jorge III perdía sus preciadas colonias en América del Norte (cuya importancia para el despegue industrial europeo ha quedado bien establecida gracias a los trabajos de Kenneth Pomeranz) y Luis XVI no sólo sus colonias americanas sino también su reino y su propia cabeza, los monarcas de Madrid enfrentaban los desafíos de ese tiempo con bastante mejor suerte. Los borbones lograron conservar su imperio por lo que dura la vida de una generación. España había venido perdiendo relevancia entre los estados guerreros de Europa desde tiempo atrás, pero la solidez de su imperio colonial no se vio desafiada por su declive militar. Por el contrario, el último cuarto del siglo XVIII fue testigo de ambiciosas (y en su mayor parte exitosas) iniciativas dirigidas a consolidar la autoridad del estado e incrementar la presión fiscal sobre sus súbditos americanos. Se las conoce con el nombre de Reformas Borbónicas.  

Por cierto, a lo largo de ese período, el estado colonial enfrentó retos importantes, como los levantamientos indígenas que ensangrentaron el Alto Perú en la década de 1780. Sin embargo, resistió embates como la rebelión de Tupac Amaru, en primer lugar porque contaba con raíces poderosas incluso en esa región de fuerte presencia indígena. En otras latitudes de su dilatado imperio, Madrid no sufrió impugnaciones abiertas. Aun cuando existían tensiones sociales, políticas y fiscales de muy distinta índole, nuevas y viejas, para la mayoría de los americanos el Estado que había impuesto y seguía representando a la civilización católica y europea en el nuevo continente mal podía ser visto como una presencia ajena y hostil, de la que fuera preciso deshacerse. A comienzos del nuevo siglo, la idea de un “ellos” imperial radicalmente distinto del “nosotros” americano carecía de un relieve social, económico o político suficiente como para trastocar el orden político. En todo caso, los grupos más reacios a alinearse detrás de los proyectos de la monarquía borbónica no aspiraban a la independencia sino a negociar mayores márgenes de autonomía. Los viajeros que recorrieron la América española en los tiempos de Washington o Robespierre no parecen haber percibido que el imperio de los Borbones tenía los días contados. Mucho menos en lugares como Buenos Aires que, desde su transformación en capital del Virreinato del Río de la Plata (1776), había crecido en importancia gracias a la promoción del poder imperial. 

Sin embargo, un par de décadas más tarde, el imperio español experimentó un colapso que se hizo sentir simultáneamente en todo la geografía colonial. Nos lo enseñó el gran Tulio Halperin Donghi: los relatos patrióticos que describen los sucesos de 1810 como el resultado de la maduración de una conciencia independentista, muchas veces asociada a la idea de la formación de una nueva nación, libre y soberana, poco contribuyen a la comprensión de esta ruptura. Para entender esa crisis hay que alejar el lente hasta enfocar las dos costas del Atlántico. Pues si la fractura del sistema de poder tuvo lugar al mismo tiempo en toda la geografía del imperio americano –de México a Buenos Aires, de Montevideo a Santiago de Chile–, ello se debe antes que nada a que el factor que la produjo no estaba en el cuerpo sino en el cerebro: la virtual desaparición del Estado español como un polo de poder capaz de orientar los destinos de las colonias fue su principal determinante.“

¿Qué llevó a ese dramático derrumbe? El imperio de los Borbones fue una de las tantas víctimas de las guerras desatadas por el ascenso de la Francia republicana. Su debacle comenzó en 1805, cuando perdió su flota en la batalla de Trafalgar, y se acentuó en 1808, cuando las tropas de Napoleón cruzaron los Pirineos y conquistaron Madrid. En ese dramático bienio, el rey Carlos IV cayó prisionero y fue obligado a abdicar en favor de José Bonaparte, el hermano del invasor. Mientras la corona cambiaba de manos, los jirones del estado español que resistían al avance de las tropas francesas perdieron en la práctica toda capacidad de incidir sobre el destino de sus colonias. Por un tiempo, la creación de una Junta que defendía los derechos del rey prisionero alentó la resistencia española. Pero la Junta Central de Sevilla se disolvió a comienzos de 1810 y, de este modo, el último vestigio de legitimidad monárquica terminaba de desaparecer. Desde entonces, las colonias americanas quedaron libradas a su suerte. De ellas, de sus equilibrios de poder locales, dependió de allí en más encontrar un modo de insertarse en un mundo en el que la idea de monarquía borbónica se estaba convirtiendo en una palabra vacía.  

En Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, la noticia de la caída de la Junta de Sevilla desencadenó los sucesos que conocemos como Revolución de Mayo. En rigor, la solución con la que se tramitó lo que, visto a la distancia, se nos presenta como la crisis final de la monarquía, no difirió de las que se habían ensayado en 1808 en la propia España y, a partir de entonces, en muchas otras ciudades americanas. Privado de legitimidad y apoyos, el virrey Cisneros debió ceder la iniciativa a una junta de gobierno donde predominaban intereses locales, que reasumió la soberanía en ausencia del soberano. Juntas en la Península, y luego Juntas en América: los sucesos de Mayo confirman que para la mayor parte de los protagonistas de esos días agitados la tradición política española seguía ofreciendo el marco dentro del cual se formulaban sus proyectos de mayor autonomía.  

Debieron pasar varios años, hasta julio de 1816, para que ese modesto programa terminara de morir, reemplazado por otro cuyo norte era la independencia. Y en el curso de esos años fue cobrando forma un nuevo principio, el de la soberanía del pueblo, que establecía a la voluntad ciudadana como única fuente de legitimidad del poder político y que, sobre esta base, pretendía formar un nuevo estado, esta vez sí republicano y soberano. Ese tránsito no estaba contenido ni en la crisis de la monarquía ni el horizonte de ideas que inspiró la formación de la Junta de Mayo. Por supuesto, en 1816 todavía quedaban varias cosas importantes por definir, comenzando por el alcance territorial, el centro de gravedad político y el núcleo identitario de la nueva comunidad política. Recordemos que la Declaración de Independencia que tuvo lugar en Tucumán el 9 de julio de 1816 se hizo en nombre de una entidad fantasmagórica, las Provincias Unidas en Sud-América, que no definió ninguna forma de gobierno para el nuevo estado cuya existencia estaba invocando. Todavía entonces la Argentina, como comunidad política, no era más que una posibilidad entre muchas. Faltaban varias décadas y numerosos azares para que su forma pudiera comenzar a percibirse con nitidez.  

La idea de república, en cambio, se impuso mucho antes de que sus contornos geográficos terminaran de perfilarse. En su Repúblicas del Nuevo Mundo, Hilda Sabato subrayó que, mientras Europa reafirmaba su apuesta por la monarquía (que mantuvo por todo un siglo, hasta el fin de la Primera Guerra Mundial), la revolución hispanoamericana abrazaba la república. Este tránsito se dio de distintas maneras en la extensa geografía del imperio. En el Río de la Plata, la idea de república se volvió hegemónica a comienzos de la década de 1820. Este el giro de la autonomía a la independencia, y de la monarquía a la república, la voluntad de los hombres de Mayo pesó menos que la propia dinámica del proceso político, que desde el origen estuvo signada por la guerra.  

Al cabo de una década tumultuosa, lo que comenzó como un programa de renovación política de alcance muy acotado terminó alterando no sólo la esfera del poder sino la sociedad toda.

En efecto, la formación de la Junta porteña despertó resistencias en toda la geografía del virreinato, producto tanto del carácter localista del movimiento que desplazó al último virrey como de tensiones regionales de antigua data, que el derrumbe de la autoridad colonial también acentuó. En el Alto Perú, en Paraguay, en la Banda Oriental cobraron forma centros de poder rivales, que reclamaron su derecho al autogobierno. Deseosos de heredar intacto el poder del virrey, desde el primer día los nuevos gobernantes de Buenos Aires quisieron acallar estos desafíos.  

Junto con Mayo, pues, vino la guerra, y con ella una movilización de hombres y recursos de una escala nunca antes vista en esta parte del mundo. El papel del conflicto bélico en la transformación del orden no sólo político sino también social no podría exagerarse. En efecto, el reclutamiento militar incluyó a segmentos cada vez más amplios de la población, cuya movilización dependió tanto de mecanismos compulsivos como de la construcción y agitación del sentimiento patriótico. Al igual que en la Francia guerrera y revolucionaria, la movilización militar contribuyó a propagar concepciones más inclusivas y socialmente democráticas del cuerpo político. Hasta los actores que hubiesen preferido mantener a las mayorías al margen de la disputa por el poder no tuvieron más remedio que hacerlas suyas o, al menos, tenerlas en cuenta.  

A veces por fuera pero muy frecuentemente en relación con los debates y conflictos que dividían a las elites, el escenario abierto progresivamente desde 1810 creó nuevas oportunidades para la participación política de trabajadores y campesinos, indígenas y esclavos. Integrados en ejércitos y milicias, convocados a la defensa de una idea de patria que comenzaba a mutar de significado para incluir también al hombre común, la politización de las mayorías abrió espacio para el triunfo de visiones más inclusiva de la comunidad política.  

En este marco, las tensiones sociales y étnicas preexistentes adquirieron no sólo mayor envergadura sino también nuevos significados políticos, y se inscribieron en debates y conflictos de horizontes más amplios. Surgieron así nuevas formas populares de entender conceptos tales como república, igualdad o libertad, y nuevas maneras elitistas de interpelar a los sujetos subalternos. Este proceso adquirió particular intensidad en lugares como Buenos Aires o en las áreas donde se estabilizaron frentes de guerra, pues allí el impacto de la movilización popular y el conflicto armado fueron más profundos y generalizados. En el norte (Salta, Jujuy), escenario de las luchas protagonizadas por Martín Güemes, y en la Banda Oriental, donde Artigas lideró un vasto levantamiento de la población rural mestiza y criolla, cobraron forma conflictos y disputas que demuestran que eso que a veces denominamos la Revolución en singular dio lugar a varias derivas revolucionarias, o al menos a distintas maneras de entender y practicar la revolución.  

Estos movimientos fueron doblegados o perdieron vigor en el curso de las décadas siguientes. Sin embargo, cuando el tronar de los cañones comenzó a aquietarse y comenzó la reconstrucción pos-revolucionaria, el paisaje social y político de ese espacio que todavía no se llamaba Argentina se había alterado de maneras muy perceptibles. En muchos lugares el orden colonial, con sus rígidas jerarquías sociales, había desaparecido o se hallaba moribundo. Las distancias sociales se acortaron, los hombres del común ganaron protagonismo y crecieron en autoridad y autoestima, la esclavitud masculina entró en franco retroceso. La sociedad colonial no fue enterrada por los lectores del Contrato Social de Rousseau. Su erosión fue consecuencia, más que de los designios de las elites gobernantes o del poder seductor de las ideas ilustradas, de un complejo y turbulento proceso de cambio que se abrió camino bajo el impulso de la guerra y la participación popular.  

Dos jalones marcan el ingreso de ese país todavía sin nombre y sin forma en una nueva era, muy distinta y –desde el punto de vista de nuestros valores contemporáneos– superior a la soñada por Belgrano o San Martín. El primero corresponde al bienio 1820-1821, cuando desaparecieron las últimas instituciones coloniales. En ese bienio en Buenos Aires se dio un gobierno basado en el principio de división de poderes y su nueva legislatura sancionó una ley electoral que –según un famoso lamento de Esteban Echeverría– concedió el sufragio al “proletario”. La república representativa se estaba arraigando en las instituciones y también en la conciencia de las mayorías. Antes de que la década de 1820 se cerrara, el ascenso de líderes como Dorrego y Rosas puso de manifiesto que, en esa república, la política popular había ingresado en un nuevo umbral. ¿Qué relación guarda este nuevo mundo de ideas, instituciones y participación ciudadana con la plaza y el cabildo del 25 de Mayo de 1810? Entre uno y otro escenario hay más rupturas que continuidades. Y esto nos confirman que, si la Revolución de 1810 que tanto celebran nuestros relatos patrióticos fue una revolución lo fue menos por la voluntad de los protagonistas de las jornadas de Mayo que por los efectos de mediano y largo plazo que el derrumbe del poder español contribuyó a crear.

RH