PURA ESPUMA

Tropezar dos veces

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No se puede entrar dos veces al mismo río, pero sí tropezar dos veces con la misma piedra. ¿En qué quedamos? La lección de Heráclito, gran observador de la espera (“lo frío se calienta, lo caliente se enfría”), nos advierte que lo que no se puede es retroceder en el tiempo, del que el curso del río es una modesta representación como lo sería un carretel de hilo respecto de un hilo de longitud infinita.

No hay nada para discutir de ese argumento imponente. Entonces, ¿cómo puede ser que el hombre, que no entra dos veces al mismo río, sí pueda tropezar dos veces con la misma piedra?

Podría ser porque se olvidó cómo era y dónde estaba la piedra con la que ya había tropezado una vez, es decir por una falla ordinaria de la memoria. O porque cuando tropieza por segunda vez, él ya no es el de la primera, de la que solo conserva su apariencia.

Y ya, mezclando todo, podría considerarse que el río es la piedra y la piedra el río, y que en ese intercambio uno puede tanto entrar dos veces al mismo río porque se olvidó de cómo era, como no tropezar de nuevo con la misma piedra porque tanto uno como otra se han modificado.

Todas estas vueltas han sido dadas para empezar a hablar, por fin, de la experiencia de haber vuelto a ver Doble de cuerpo, de Brian De Palma, cuarenta años después de su estreno, durante los cuales estuvo en el pedestal de la memoria.

En el recuerdo anterior a volver a entrar a su río o a tropezar con su misma piedra, destellaban Holly Body (Melanie Griffith) y Gloria Revelle (la ex Miss Estados Unidos 1970, Deborah Shelton, a la que De Palma le dobló la voz porque no soportaba escucharla). También, aunque en menor medida para un joven espectador enamoradizo, las alusiones intertextuales a Alfred Hitchcock, Roger Corman, Michelangelo Antonioni y el porno en VHS. Más la alucinante casa Chemosphere de Los Angeles, casi una estación espacial, diseñada por el discípulo de Frank Lloyd Wright, John Lautner, en la que Jake Scully (Craig Wasson) espía a mansalva a su vecina, componiendo la versión plebeya de James Steward en La ventana indiscreta.

El espíritu de la historia de De Palma es, para variar, de origen shakespeariano. Sam Bouchard (Gregg Lee Henry) está buscando, para poder matar a su esposa, un testigo de trapo que vea una cosa cuando lo que ocurre es otra. La maniobra consiste en introducir ficción en la realidad para que la realidad sea adulterada en su favor. Esa es el eje alrededor del cual giran varias ruedas, y le debe su existencia a un hecho remoto: Scully es engañado por su mujer y se lanza a una deriva de bares y audiciones para vencer su karma de actor claustrofóbico. Bouchard, cazador de giles, recluta a Scully y comete su crimen como un arte.  

En el recuerdo, Doble de cuerpo es una película llena de atributos, especialmente aquellos asociados a una manera de hacernos ver su historia como un problema que sucede en otro nivel de realidad, el nivel de los hechos escamoteados. De repente, accedemos a través de la ficción a ver los hechos en su profundidad, como quien dice por dentro. Lo que desplaza las conversaciones hacia una zona de importancia secundaria. Como si las palabras fuesen -esa es la impresión que dan- decorados concebidos únicamente para el encantamiento y el engaño. Mientras tanto, los acontecimientos suceden a nuestras espaldas. Así están organizados el mundo y sus acontecimientos, de los que es tan difícil dar fe.

Esos elementos de composición o, quizás más bien, estos descubrimientos funcionales de la realidad son lo inalterable de su arte, y responden a una pregunta de resonancias ontológicas: ¿qué es lo que pasa, que es lo que está pasando en la realidad que no podemos ver a simple vista? Para ser breves: todo, o casi todo.

Lo que hace De Palma en Doble de cuerpo es acercarnos a un primer plano de contemplación aquello que se escurre de cualquier hecho. Si no sabemos más de la realidad es porque nacimos para mirar poco, mucho menos de lo que se nos oculta.  Pero es evidente que el objeto llamado Doble de cuerpo ya no es el mismo para aquel que lo contempló hace cuarenta años. Hay escenas con fallas que hoy no podrían permitirse en nombre de la terminación. Por ejemplo, la del asesinato con el taladro está hecha de forcejeos que no parecieran responder a los protocolos físicos del ataque y la defensa corporal, para no hablar del modo engorroso en que interviene el largo del cable que lo alimenta (un taladro a batería habría solucionado el problema, aun cuando entonces no existiera). O la de la playa, cuando Scully sube y baja las escaleras siguiendo a Gloria Revelle como si él fuera el Hombre Invisible.

En el párrafo anterior escribí la palabra “terminación”. ¿Por qué? ¿Qué valor podría tener esa palabra en un juicio sobre arte? Ninguno. Sin embargo, tiene un peso de época. Cualquier película, cualquier serie, incluso cualquier “cosa” tiene hoy una buena terminación. Todo queda más o menos lindo: la heladera, el auto, la pizza, la novela, el mate y la serie. Es el triunfo extendido a todos los territorios de la lógica industrial, y bajo esa plataforma de dominio, que es la del control de calidad del “siempre lo mismo”, hace su veranito el producto bien terminado.

En 1969, durante las entrevistas que le concedió en Vence a Dominique De Rux, Witold Gombrowicz dijo que él era mejor que Dante Alighieri. Su argumento era que Dante había nacido siete siglos antes del momento en el que él estaba hablando con De Roux, por lo que esos siete siglos habían aportado a la literatura una serie de hitos y herramientas con los que Dante no había contado, pero con los que él sí podía contar. Que lo haya dicho un polaco arrogante no le quita razón al argumento. Lo mismo podría decirse del cine de David Lynch respecto de Georges Méliés. No porque haya una evolución, sino porque después de un “antes” puede disponerse artísticamente de más recursos.

Lo que revela esta humilde aventura arqueológica es que las viejas escenas de Doble de cuerpo, podrían hoy ser superadas en lo que tienen de obra, aunque es más difícil que pueda hacerse en lo que tienen de arte. Podrían ser, como quien dice, “mejoradas” en el único sentido posible en el que -en general-el cine orienta hoy sus formas cada vez más homogéneas, es decir inclinándose hacia un naturalismo extremo. Lo que lo lleva, salvo excepciones (y al arte es pura excepción), a imitar la realidad como el imitador de Elvis Presley imita a Elvis Presley, imitando la voz, el vestuario y el baile. Para que el cine bien terminado, cultor de la escuela del “prolijismo”, se disfrace de realidad (una realidad ya hecha), y el arte siga su camino de inmadurez e imperfección.

JJB/MF